domingo, 28 de diciembre de 2014

La lluvia.



Veinte días y veinte noches llovió, y veinte noches y veinte días de mis ojos llovió.
Al principio me dijeron que era “depresión estacional”, por lo visto el invierno causaba efectos demoledores en algunas personas: tristeza, sueño, apatía, y con el paso de los días se va mitigando, pero en mi caso no fue así.

La lluvia no cesaba, aflojaba, venía acompañada de viento, de truenos, pero no se iba y de mis ojos tampoco. Me dolía todo el cuerpo, las entrañas se me aflojaban y el apetito era escaso. A pesar de estar acompañada prácticamente todas las horas del día, me sentía sola, abatida, cansada de llorar, cansada de dormir, cansada de mi misma, de no saber  el por qué  de aquella pena y el por qué de aquella catarata que emanaba de mis ojos. Pastillas, terapia, meditación, pero nada conseguía arrancar de mí el dolor que me provocaba la lluvia invernal.

Por  azares de la vida, en unos de esos días de consulta, conocí a Enma, más anciana que joven. Me observaba desde su asiento, y yo podía notar que la mirada que me proyectaba era de pura lástima hacia mi persona, mi aspecto debía  de ser deplorable. Se acercó a mí, ocupó el asiento de al lado, y como si me conociera de toda la vida, me preguntó el motivo de mi presencia en aquella consulta abarrotada. Antes de contestarle, de nuevo y sin motivo aparente mis ojos volvieron a llorar desconsoladamente. Cuando el nudo de la garganta me lo permitió, le hablé de mis síntomas, alegando que por lo general solía ser una persona positiva, alegre, y mi vida rebosaba éxito, tenía amor cuando quería y soledad cuando la necesitaba, era dueña de  mis emociones, pero ahora, había perdido el control absoluto  de mi existencia.

La desconocida asentía con la cabeza, y al concluir con mi monólogo existencial, me cogió de las manos y me preguntó si creía en las vidas  anteriores. La verdad es que ni  creía ni dejaba de creer, en ese sentido me  declaraba agnóstica. Enma me contó que ella realizaba regresiones y creía que yo era víctima de una vida anterior, lo que hacía que mi presente se tambaleará. En ese momento no entendí cómo había llegado a aquella conclusión, pero mi desesperación era tan grande que accedí, y deje mi dolor en manos de aquella desconocida, que podía perder.

Concertamos una cita, y al cabo de los días bajo sus indicaciones, fui  a su casa. Durante algunos días simplemente estuvimos charlando de nuestras vidas, nuestra infancia, nuestros orígenes, como si fuéramos viejas amigas que recordando sus autobiografías. Según ella esto era necesario para realizar la regresión, conocernos, confiar la una en la otra. Enma me dio sus referencias, me habló de sus experiencias en otras sesiones, de sus éxitos y también de sus derrotas, siendo franca conmigo  admitió que no siempre daba buenos resultados, pero que era un porcentaje muy bajo. Pero confiaba en ella.

Al cabo de tres semanas, para Enma ya estábamos listas. Había dejado de llover, y el invierno estaba instalado por completo, y aunque mis ojos me habían dado una tregua, aquella oscuridad invernal me seguía provocando tristeza, ahora acompañada por náuseas y vértigos. Y llego el día señalado,  casualmente bañado por los rayos del sol y yo estaba medianamente bien, animada como hacía tiempo que  no lo estaba.

Me dirigí a su casa dándome un paseo, absorbiendo la vitamina D que me regalaba el sol invernal. Apreté el timbre y sin preguntar quién era, Enma abrió. Me estaba esperando con una taza humeante de uno de sus brebajes, una mezcla de hierbas con una cucharadita de azúcar moreno, me dio un abrazo de treinta segundos e invitó a  mi persona a sentarse en el sofá. Mientras nos  bebíamos la infusión, Enma  me iba contando: “se trata de alterar los estados de tu consciencia, de que recuerdes acontecimientos de tu supuesto pasado, intentaremos reestructurar la situación y entender el posible origen de tus afecciones psicosomáticas. No te puedo garantizar que demos con la solución hoy, posiblemente necesitaremos otra sesión, pero nunca se sabe”.

Me recosté en el sillón, cerré los ojos, estaba relajada, cómoda y escuchaba la voz de Enma, diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno…

“Estoy en una casa que me resulta familiar, conozco los muebles, escucho el repiqueteo de la lluvia en las ventanas, hace frío. Estoy de pie frente a  una puerta, la abro y de ella sale un fuerte olor metálico, es repugnante. Busco en la pared el interruptor de la luz, pero no doy con él, en su lugar encuentro un quinqué, lo enciendo y me mareo al ver sangre por todas partes. Me acerco a la cama, hay un bulto cubierto con una sábana bordada empapada de sangre, la estoy quitando lentamente, siento pánico pero a la  vez curiosidad…soy yo, ¡estoy muerta! Oigo un ruido, ¡me quiero ir! ¡me quiero ir!”

Uno, dos, tres, y desperté con la voz de Enma. Las lágrimas  saltaban de mis ojos, aterrorizada, pero no sabía por qué, no me acordaba de nada. Todo lo que había dicho bajo el trance estaba anotado en un cuaderno. Respiré buscando resuello y cuando mis nervios se calmaron, concertamos otra cita para la semana siguiente.

Ya estaba recostada, me había tomado la infusión, y Enma ya iba por el cinco, y de nuevo ya estaba dentro de mi consciencia.

“Oigo un ruido, alguien viene. Me escondo detrás de una butaca, tapizada con raso color gris marengo, el tacto me resulta familiar. Alguien entra. Es un hombre, lo conozco, pero no sé de qué. Se para delante de la cama y llora mientras acaricia mi rostro sin vida, yo estoy paralizada, siento un hilito de respiración. El hombre se dirige al escritorio, enciende un quinqué que hay encima, y saca de la gaveta un cuaderno con las tapas de piel. Se pone a escribir, golpea con el puño la tabla y termina la escritura guardando el cuaderno del lugar de donde lo extrajo. De un soplido apaga la luz y vuelve a la cama para besar mi frente cadavérica y cubre el cuerpo con la sabana. Lo oigo salir. Salgo de mi escondite y coloco la oreja en la puerta pero no consigo oír nada. Me dirijo a la gaveta y saco el cuaderno: Diario de Antonio De Rajuela Iriarter. Lo dejo caer al suelo, el corazón me aprieta el esternón, es el nombre de mi tatarabuelo, y recuerdo la historia  de la muerte de su mujer, un crimen pasional perpetuado por un criado obsesionado con ella.  Y recuerdo la casa y los muebles, y mi parecido con ella. Recojo el cuaderno y leo las últimas páginas donde Antonio confiesa el crimen, dos crímenes, ya que al inocente acusado lo cuelgan en la finca de las ramas de un roble. El motivo de su crimen fue por celos, era tan hermosa que no soportaba compartirla ni siquiera con sus cinco hijos, no soportaba que la miraran por la calle, le hervía la sangre incluso cuando el tendero le rozaba la mano para coger las monedas, la quería solo para él…y sigo escuchando la lluvia golpeando los cristales de los enormes ventanales”.

Uno, dos, tres,  y desperté delante de Enma. El dolor se había ido. Sentía alivio y llore, pero de felicidad.

Volví a la casa de mis tatarabuelos, derruida, abandonada, y el roble todavía estaba allí seco y viejo, plantado en la finca poblada de malas hierbas y trastos oxidados de labranza. Entre y busque la habitación, destartalada, polvorienta, y milagrosamente encontré el cuaderno. La tinta estaba algo borrosa pero allí seguía legible la confesión.

Transmití el mensaje a mis familiares, incrédulos comparamos la letra de Antonio con cartas que tenía mi madre de su puño y letra, y por fin la verdad me hizo libre.

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miércoles, 10 de diciembre de 2014

La habitación.



Mientras el agua se iba deslizando hacia el desagüe  de la bañera, mezclada con la espuma que salía expulsada a borbotones de la esponja, la colocó de espaldas y lentamente comenzó a enjabonarla fijándose en cada detalle de su piel, dejando que la espuma se deslizará hasta llegar a  sus firmes nalgas. Las frotó con delicadeza, para continuar con las extremidades inferiores. Seguidamente, la giró hacia él, y mirándola a los ojos enjabonó sus brazos, sus manos, su largo cuello, llegando a los pechos, firmes y redondos, apretando la esponja entre ellos, donde se formaba una  cascada que bajaba hasta el pubis y desaparecía en los muslos. Bajó hacia los pies, para volver a subir pasando por sus rodillas y levemente, rozó su entrepierna.

Cuando finiquitaron el baño, secaron sus cuerpos, él uno al otro, con dos  minúsculas toallas eliminando por completo de sus pieles cualquier atisbo de humedad. Se rodearon con los brazos y sumidos en el arte de besar se dirigieron a la habitación, colocándose delante del espejo, para observar sus cuerpos desnudos, encontrados.

La cama solo vestía la sábana bajera, dos cojines, y una jarra de agua en la mesita; era su lugar predilecto para dar rienda suelta a sus erotismos. Con unos leves empujones, poco a poco ella lo guió hacia el camastro, dónde se acomodaron uno frente al otro para contemplarse una eternidad. Las miradas, reanudaron el intercambio de saliva y las manos de ambos empujados por las ganas, envolvieron la desnudez de uno y de otro. No se podía adivinar dónde empezaba él y dónde acababa ella, se habían convertido en un amasijo de piel sudorosa, que retozaba a un ritmo pausado y elegante. Ningún pedacito de sus cuerpos se quedo sin una caricia de sus labios, dejando un rastro de saliva que provocaba en ambos altas dosis de excitación.

Los labios húmedos de él recorrieron ambos lados de su cuello, pasando por la barbilla que mordió suavemente. Con paciencia y lentitud fue besando su esternón hasta que se concentró en su pecho derecho, lo succionó, dándole ella un suspiro a cambio de tanto placer. Fue a por el otro pecho con más ímpetu, y se mantuvo enganchado a él hasta que se quedó satisfecho, mientras su compañera le acariciaba el pelo y los lóbulos de sus orejas con las yemas de los dedos. Continuó besando su barriga, su ombligo, hasta encontrarse con el pubis, y deslizándose como una serpiente, encajó su cabeza entres ambos muslos, saboreando cada momento, y cuando los gemidos de ella dejaron de oírse en la habitación, él concluyó con su inmersión.

Se acariciaron largo tiempo, hasta que ella cogió las riendas, y bajando sinuosamente por el cuerpo de su amante, introdujo en su boca el miembro viril, que la esperaba desconsolado. Él ardió, se conmovió y con un arranque de pasión descontrolada la agarró por las axilas y la subió hasta su boca para volver a tenerla de frente, necesitaba comerse sus labios.  Seguidamente, ella se instaló a su lado dándole la espalda, dejándose querer, y él con lentitud y firmeza introdujo su falo en el contorsionado cuerpo de su amante, apretándola contra él, comenzando un baile erótico que terminó con las primeras luces del ocaso.

Las sábanas amanecieron empapadas de sudor, revueltas, testigo de aquel encuentro secreto, amoral y perverso para las mentes de muchos, para la sociedad acusadora  y temible. Algo que irremediablemente pensaban los dos en silencio, mientras él se colocaba el alza cuellos y ella su pequeño hábito color azul, para dejar tras de sí al amor y al arrepentimiento, en aquella habitación de las afueras con baño privado.

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sábado, 29 de noviembre de 2014

Gabriel.


¿Cuánta pena se puede soportar? ¿Cuántas lágrimas pueden derramar los ojos? ¿Cuánto dolor puede padecer el alma? Pues hubo un hombre que lo soportó todo.

Gabriel nació con un don o una desgracia, según se mire. Desde muy pequeño comenzó a demostrar una excesiva empatía, se conmovía, se reía, sufría el dolor de los demás e incluso llegó a tener la capacidad de absorber lo que sentían, aliviándolos. Podía sentir la ira, la furia desmedida, y se la quedaba, sin querer se adueñaba de las emociones, almacenándolas unas sobre otras.

Con las mujeres tuvo mucho éxito, las comprendía, las escuchaba, se zambullía de lleno en sus inquietudes, deseos y miedos, y demostraba una sensibilidad desmedida, que hacía que las féminas cayeran rendidas a sus pies. Las hacía sentir únicas, especiales e incomparables. La misma magia que tenía para conquistarlas, la tenía para dejarlas sin malos sentimientos, se llevaba todos sus conflictos con él convirtiéndose en una persona inolvidable.

Todas aquellas emociones se iban acumulando en su persona, entraban pero no salían, y se fueron enquistando. Se anclaron tan fuerte en su ser, y estaba tan lleno que hasta el hecho de mover un pie le provocaba un cansancio terrible. La rabia le perforaba el estómago y la pena y el dolor le taponaron los ojos. Por mucho que deseara y necesitara llorar, ni una sola lágrima brotaba de sus ojos deshidratados. El mal humor se convirtió en su estado natural, y a pesar  de estar lleno seguía tragándose las emociones ajenas.

Su empatía estaba descontrolada. Evitaba salir a  la  calle, tener ningún tipo de contacto mantendría a sus emociones a raya, pero estaba tan acostumbrado a  padecer por los demás, que incoherentemente necesitaba sentirse como un recipiente, sentía la absurda responsabilidad de aliviarlos. Su corazón había envejecido prematuramente, toda esa basura emocional le provocaba taquicardias, pero según pasaban se le olvidaban, haciendo caso omiso a su  estado de salud.

Lo que se pudría en su interior, fue haciéndose visible en su exterior. En sus ojos, en su piel, caminaba encorvado, arrastraba sus pies como si llevara atada una bola de acero a sus tobillos. Aparentaba ochenta años, cuando solamente tenía treinta y dos, había perdido su trabajo, su suerte con las mujeres, sus amigos se habían alejado y su casa era un caos.

Caminando hacía el mercado, pudo contemplarse en un escaparate, pudo ver su deterioro, sus ojos apagados, canas hasta en las cejas y tuvo compasión de sí mismo. Algo comenzó a  moverse en su interior, algo que nunca había experimentado, una emoción nueva, aún sin nombre para él. Después de contemplarse siguió su camino y los primeros puestos  de frutas y verduras  comenzaron a  asomar. Compró carne y marisco, algunos  frutos secos y fue directo a  un puesto de verduras, de alguna manera invitado por la mirada de la verdulera que lo empujó a  acercarse. Le pidió apio, bubangos, lechuga, tomates para ensalada, un trozo de calabaza, y ésta le ofreció, más bien le metió por los ojos unas pequeñas cebollas, dulces, idóneas para cualquier tipo de guiso, fritura o platos fríos. La señora no dejaba de mirarle a los ojos, amable, dulce e incluso con algo de compasión y Gabriel se sintió reconfortado. Al despedirse, después de abonar la cuenta, le dijo que ya le contaría qué tal con las cebollas.

De camino a casa, recogió la pena de una madre por la pérdida de un hijo, y el dolor por una herida, además  de la rabia de un conductor alterado, y si no llega a doblar la esquina también se hubiera llevado la soledad de un anciano. Arribó a su casa y suspiró el cansancio colocando la compra, separando antes los ingredientes para hacer unas lentejas. Del mueble sacó una tabla para cortar la cebolla, el ajo y la zanahoria, y dejó preparado el caldero con un chorrito de aceite de oliva y una hojita de laurel.

Cuando hincó el cuchillo en la primera cebolla, una de las tres que iba a incorporar al caldero, inhaló un olor dulce, apetitoso, la partió en cuatro y comenzó a picarla como un cocinero profesional. La segunda cebolla tenía un olor dulce y fuerte, que le penetró en sus fosas nasales provocándole un ligero hormigueo. La última cebolla era muy jugosa, y con el primer corte salpicó sus ojos de lleno y sintió como los tapones que tenía en los ojos saltaban por los aires, y cuando empezó a llorar, aquella extraña emoción que sintió delante del escaparate apareció de nuevo, y le puso nombre “autocompasión”. Toda la carga emocional brotó por sus ojos y estuvo llorando siete días con sus siete noches, vomitó lo inservible y cuando se miró en el espejo volvía a tener treinta y dos años, por dentro y por fuera. Había llegado el momento de poner a raya a su empatía.

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domingo, 16 de noviembre de 2014

El cartero.


La bicicleta le estaba pidiendo la jubilación anticipada, pero consideraba que todavía podía alargar un poco más su vida laboral. En la parte de atrás, llevaba enganchada la saca de las cartas y un callejero de la parte nueva del barrio. Todavía corrían los tiempos, en el que el medio de comunicarse por excelencia  era por carta y el cartero era una figura familiar para todo el vecindario, alguien al que  siempre esperaban a veces con ansiedad, a la espera de alguna noticia importante.

Siempre se imaginaba que noticias podían contener aquellos sobres, con sellos de distintos lugares del planeta. Se inventaba historias, malas y buenas noticias, confesiones de amor, adulterios, chismes, consejos, felicitaciones, y cuando las dejaba deslizar por la boca del buzón, realizando el mismo movimiento de muñeca una y otra vez, sentía una nostalgia profunda. Abandonaba en cada entrega los  recuerdos inventados, que en cada jornada de trabajo le hacían soñar.

Para saciar su curiosidad, tenía la posibilidad de leer cartas olvidadas, sobres con la dirección incorrecta o con un destinatario inexistente en aquel barrio, que nadie reclamaba en meses e incluso en años. El interior de aquellos sobres amarillos y polvorientos, le revelaban la vida  de otras personas y disfrutaba con cada palabra.

La caja que contenía las cartas sin rescate ya estaba llena y había transcurrido el tiempo suficiente, para que el cartero se las llevara a su casa. Sentía tanta curiosidad, que nada más entrar por la puerta, ya estaba abriendo la primera  de muchas mientras se  sacaba la chaqueta a  trompicones.
La primera venía de un pueblo de al lado, su contenido era aburrido, así que ni se molestó en terminarla. La segunda venía de Venezuela, emigrante que añoraba su tierra, su gente, su comida favorita; la tercera, una invitación para llorar en un funeral. Hubo una cuarta, una quinta, una sexta, hasta que llegó a la séptima, provocándole un estremecimiento brutal. La carta decía así:

                 “Estimado señor:
                  En cuanto a nuestro trato, recuerde que la fecha debe
                  de ser la acordada, el veinte de noviembre. Acuérdese
                  de la rosa. Que parezca un suicidio. Escríbame en cuanto
                  termine el trabajo”.
                  J.M.R.

Más que una carta, era un escueto telegrama. Nervioso miro el sello, venía de Barcelona, pero eso tampoco era de mucha ayuda. No podía acudir a la policía, ya que  eso de abrir correspondencia ajena, aunque nadie las  reclamara, no era del todo legal. Tampoco podía saber si ocurriría en aquel barrio, ya que el destinatario era erróneo. Solo tenía cuatro pistas, la fecha, la rosa, el origen y las iníciales J.M.R.

El veinte de noviembre estaba cerca. El cartero no sabía qué hacer. Guardo la carta en el sobre y la metió en la gaveta de su mesilla de noche, ocultándola debajo de una revista. La tarde se le hizo eterna. Le invadían millones de preguntas, hasta que decidió investigar un poco, le llamaba la idea de convertirse en un héroe y salvar la vida de aquella victima anónima.

Lo primero que hizo fue buscar si aquellas iníciales coincidían con el listado de nombres y direcciones que tenía de sus vecinos, que era de dudosa legalidad que lo tuviera en su casa, ya que no podía salir de las oficinas de correo. Había dos nombres que concordaban, pero ¿cuál de los dos sería? Dos nombres de varón; uno vivía con su mujer y dos hijos y el otro era viudo y vivía con su hermana y su cuñado.

Ya era tarde, así que dejo la investigación y se fue a la cama, aunque apenas pudo mantener los ojos cerrados. Faltaban dos días para el asesinato.

Por la mañana temprano, llamo a la oficina para decir que estaba enfermo. Anotó las direcciones en un papel y salió a la calle, bastante abrigado y la nariz colorada, que previamente había frotado con fuerza para parecer congestionado, por si se encontraba con algún compañero, así sería más creíble lo de su enfermedad. Caminó calle abajo. La casa del viudo no estaba muy lejos. Se situó delante de ella, en un lugar estratégico, dónde podía ver quien entraba y salía. Todo estaba tranquilo, hasta que vio llegar al cuñado, solo. Éste introdujo la llave en la cerradura y empujo la puerta, que cerró tras de sí. Al cabo de diez minutos, una  guapa señorita tocaba con sus nudillos la puerta del viudo, y ésta se abrió como por arte de magia, aunque pudo ver la aguileña nariz del cuñado asomando tímidamente. Todo apuntaba a que le era infiel a la hermana del viudo, o eso parecía, además de un posible móvil. Quizás el viudo había pillado a su cuñado infiel, y éste quisiera quitarlo de en medio.

Tres calles más abajo vivía el matrimonio, y allí que fue. Era una casa grande, con jardín delantero y un hermoso aguacatero. El buzón estaba muy cerca de la puerta de entrada, y en ese momento salía la esposa  a revisar si había correspondencia. Era una mujer hermosa, delicada en sus movimientos, elegante. Tras revisar el buzón, extrajo el contenido y tras echar un vistazo a su alrededor volvió a entrar en casa. El cartero se quedo allí un buen rato, sin ver nada interesante, así que se marchó.
Al día siguiente fue a trabajar, y después de terminar su ruta, volvió a visitar las dos casas, y esta vez con la ayuda de su uniforme podría acercarse más sin parecer un fisgón. Primero fue a la casa del viudo, y allí estaba sentado en un banco de piedra que tenían en un pequeño y feo jardín. El cartero y el viudo se saludaron y el primero agilizo el paso, hacia la  casa del matrimonio. No tenía mucho y solo quedaba un día para el asesinato. Cuando llego al domicilio, se acercó  a la puerta con la excusa de depositar un panfleto informativo sobre los nuevos servicios de correos y pudo observar que el buzón tenía un dibujo. Una rosa roja decoraba la tapa, no podía ser una coincidencia. Definitivamente estaba convencido de que al día siguiente, alguien iba a morir en aquella casa, pero ¿quién? ¿a quién quería ver cadáver el marido?

Se marchó a casa con unos milímetros menos de uñas. Tenía que hacer algo, evitar el asesinato, pero era cobarde, estaba muerto de miedo. ¿Qué podía hacer un hombre solo? Tampoco estaba seguro del todo, podrían ser simples coincidencias. Y pensando en los datos que tenía, ¿qué sentido tenía que el marido mandara la carta desde Barcelona? Y era evidente que el asesino vivía en las cercanías. Le dolía la cabeza debido a tanta emoción.

El día del crimen había llegado, y decidió hacer algo. Cogió una barra de metal y un espray de pimienta, regalo de su hermano, de cuando era vigilante nocturno. Se puso ropa  y calzado cómodos y se lanzó a la  calle. Llevaba la barra de metal metida en los pantalones y el espray en el bolsillo de la chaqueta, a mano, por si tenía que entrar en acción. Llegó a la casa, y no había movimiento. Estuvo rondando, paseando por delante durante un buen rato. La sed lo agobiaba, así que entró en el bar de la esquina a refrescarse, unos minutos, y cuando salió algunas ramas del aguacatero estaban partidas. Se acercó a la casa, llegó incluso a la puerta, y ésta estaba entreabierta, la habían forzado. Mil cosas le pasaron por la cabeza, pero entró con ímpetu sujetando la barra, dispuesto a reventarle la cabeza al homicida.

Del piso de arriba llegó un grito, un golpe y pisadas. Subió los escalones de dos en dos, de tres en tres. Los pasos venían de la habitación del fondo, cuando escuchó otro grito, entonces corrió sin pensárselo hacia ella con la barra por encima de la cabeza dispuesto a machacar al asesino, con el corazón a diez mil por hora. Entró como un vendaval, ciego de adrenalina, cuando….

¡Sorpresa!  Bienvenido al Club del Misterio. Has resuelto tu primer caso.

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domingo, 9 de noviembre de 2014

Qué será???...



No sé cuándo llegarás a mí, ni lo que harás para conseguirlo, pero puedo presentirte cerca.

No puedo imaginar cómo será tu cara, ni cómo será tu voz, sólo sé que te necesito. Pienso en ti cada segundo de mi existencia, anclado en la ventana por si te veo llegar para rescatarme de la oscuridad y el desamparo que me ahoga. Eres mi primera y última  esperanza, mi primer y último pensamiento. Eres todo lo que quiero, y te espero impaciente, ansioso por sentir tu aliento, tus dedos entrelazados con los míos, tu compasión.

La soledad se derrama por todos los poros de mi cuerpo anquilosado, porque te necesita, te desea y te espera. Estoy muerto en vida sin ti, estoy en la sala de espera de la incertidumbre, esperando mi turno, deseando que pronuncies mi nombre, deseando ver tu rostro por primera vez.

Todos los días son iguales, la luz es tenue y parpadeante, la comida no sabe a nada y a penas puedo dormir, me duelen las articulaciones y tengo los ojos irritados de llorarte. Solo espero que no te demores mucho, que estés de camino, que te reúnas conmigo antes de quedarme ciego de cordura y convertirme en un saco de huesos.

No sé cuáles serán tus primeras palabras, la mía será “gracias”, por sacarme de este presente y por traerme esperanzas de un mañana, que sin ti no puedo imaginar. Necesito que borres de mi los instantes en los que el pesimismo fundió algunas de mis  neuronas, dejándome en la oscuridad, haciéndome olvidar lo que es la felicidad. Necesito que me ayudes a  recuperar  los buenos recuerdos, la risa y al optimismo que se fue hace tiempo de esta habitación.

Cuando te tenga a mi lado voy a cuidarte, voy disfrutar de cada momento a tu lado, voy valorar cada suspiro, cada mirada todos los días de mi vida. Cada vez que abra los ojos a un nuevo día, te agradeceré esta nueva oportunidad de vivir, de sentir el aire de nuevo en mi cara y no a través de esta ventana informe llena de barrotes retorcidos.

Percibo tu olor cerca, oigo lejanos tus pasos aproximándose a mi escondite involuntario y mi ritmo cardíaco responde con entusiasmo. Sé que estas cerca.

Te espero libertad y contigo a mi libertador. Te espero con las manos  llenas de herrumbre de agarrarme a los barrotes para gritar tu nombre día  tras día, con el único traje que tengo y casi sin identidad.

No sé cómo serás, no te puedo ni imaginar, solo sé que te necesito.

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domingo, 2 de noviembre de 2014

La reunión.



-      ¿Y cómo te fue?
- Bien. Me gusto la experiencia. Hicimos muchas cosas que no había probado en mi vida.
- Y ¿dónde lo hicieron?
- Quedamos en casa de un amigo que también estaba interesado, y allí se unió otra amiga que nos encontramos casualmente en el portal. Le conté lo que íbamos a hacer y se animó. Primero empezamos en la cocina, pero era muy pequeña para los cuatro, no tenía ventilación y hacia un calor insoportable, así que terminamos en la mesa del salón.
- Pero, ¿hicieron todo lo que vimos en Ia página?
- Todo eso y más. Ya sabes lo que me encanta probar cosas nuevas y exóticas, disfrute desde el primer minuto hasta el último, y hasta me  quedé con ganas de más. 
- Pero, ¿descansaron entre uno y otro, o fue intensivo?
- Ni descansar ni nada, uno detrás de otro. Parábamos para ingerir líquidos y a por otro, y aunque estuvimos más  de  tres horas el tiempo se pasó volando.
- ¿Vas a volver?
- Si, de hecho voy con unas compañeras de trabajo la semana que viene, cuantas más mejor, ¿te animas para la próxima?
- Ya sabes que yo no estoy hecha para esas cosas, ya sabes que me va más lo tradicional. 
- Pues tú te lo pierdes, porque es una maravilla y te dan muchas ideas y trucos que después puedes poner en práctica en casa y dejar a más de uno con la boca abierta…Ah, y no te conté que vecino tan guapo nos tocó en la puerta alertado por los olores, mi amigo le explicó con todo lujo de detalle lo que estábamos haciendo y se apuntó para la próxima. 
- ¿Cuántos van a ser?
- Por lo menos unos siete, pero esta vez vamos a una casa más grande, para estar más cómodos, porque la primera vez fue bastante sofocante, no había sudado tanto en mi vida como aquel día. Estoy deseando volver y si me gusta tanto como la primera vez, posiblemente me lleve uno para casa.
- Pues avísame para que me enseñes todo lo que aprendas.

        Al cabo de los días…

- Ya lo tengo aquí. Ven que te presentó a mi robot de cocina “chef 10.000”, una maravilla de la tecnología que me ha enseñado los placeres de comer platos sencillos y económicos, no ensucias mucho y es fácil de limpiar, ¿te gusta?
- Queda un poco fuera de lugar en tu cocina rústica, pero habrá que probarlo.

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domingo, 19 de octubre de 2014

Mi abuelo



 Mi abuelo vivía en el campo, en una casita blanca, con tejas de un color anaranjado, pobladas de verodes y gatos hambrientos, que mantenían alejados a roedores y lagartos. Era grande, bien distribuida y confortable. En invierno su interior se mantenía cálido y en verano era un placer echarse una siesta en el saloncito, arrullado por el fresco que te regalaban las paredes encaladas. No había muchos muebles, los necesarios para vivir cómodamente, nada de trastos inútiles. Aquella casa respiraba armonía, cada cosa tenía su lugar y estaban colocadas de forma estratégica para hacerte la vida más fácil.

La humilde casa tenía un pequeño terreno en la parte de atrás, y allí mi abuelo había levantado dos muros de piedra, que sirvieron de soporte para una enorme plancha de uralita. En aquel cuarto improvisado colocó dos burras y encima una  tabla, puso algunas estanterías en la pared del fondo con herramientas varias y botes de mermelada que él mismo hacía, y terminó construyéndose un pequeño cuarto de trabajo, sin puerta. Le encantaba hacer cosas con las manos, desde un timple con una calabaza de agua a una jaula para hurones. Había construido un baúl donde guardaba una escopeta de cartuchos, de cuando cazaba, afición que tuvo que abandonar por un problema de la vista, y que yo tenía terminantemente prohibido abrir, no podía ni mirarlo.

Mi abuelo era como aquella casa. Ordenado, tranquilo, cálido y fresco a la vez. En su pequeño armario solo tenía lo necesario, tres pares de pantalones, dos largos y uno corto; tres camisas, dos de invierno y una de verano; un traje elegante de tergal; cuatro calzoncillos y cuatro pares de calcetines, dos gruesos y dos finos. En su zapatera, colocados en diminutos  estantes, unas playeras, unos zapatos de vestir bien betunados y su tesoro más preciado, un par de botas de cuero, de aspecto bruto, tosco, con la suela de caucho, hechas y cocidas a mano por un viejo amigo argentino. Llevaban con mi abuelo cuatro décadas, y lo habían acompañado por riscos, arena, barrancos y veredas. Cuando se las ponía parecía más ágil, y nos echábamos a caminar por el campo, hasta el risco y desde allí veíamos el atardecer comiendo manises.

Tenía buen físico para su edad, era alto, corpulento y tenía casi todas las piezas dentales. Su cabeza conservaba el pelo en su totalidad, alguna entrada asomaba en su frente, pero nada alarmante, y blanco como la espuma de la malta. Todo lo que vivía en su cara era grueso, sus cejas, su nariz, que le había crecido considerablemente y desde donde últimamente le solía colgar una gota de moquillo. Las arrugas también eran gruesas, tan gruesas que cuando se acostaba de lado, todas ellas se superponían y su cara parecía la de un sharpei. Sus orejas habían crecido igual que su nariz, y de ellas brotaban unos pelos canosos y retorcidos que nunca se cortaba; decía que si estaban ahí, por algo sería.

Su dieta se basaba fundamentalmente en frutas, manises, queso azul, sopa de ajo, malta, arroz y sardinas, y lo mejor las papas fritas crujientes. Las cortaba finitas y las freía hasta dejarlas con un aspecto churruscado, las rociaba con sal y para rematar aquella delicia rayaba queso por encima, que se fundía suavemente. Me encantaba observarlo durante todo el proceso, mientras la boca se me llenaba de agua, eligiendo con la mirada las papas que mas rebosado de queso tuvieran para comérmelas en cuanto el plato chocara con el mantel de la mesa.

En casa de mi abuelo no había ni televisor ni lavadora. Junto al nuevo cuarto de las herramientas, había una pila de lavar donde dejábamos la ropa impoluta, y colgadas de pared a pared había unas liñas para tender la colada todas las mañanas después de desayunar. Era un hombre de rutinas. Prácticamente todos los días repetíamos lo mismo, menos los sábados que lo dedicábamos  a la pesca y los domingos que íbamos a jugar a la petanca. Por la mañana desayuno, lavar la ropa, arreglar el jardín de la entrada, una ducha, ir a comprar el pan y fruta al mercado municipal, comernos un codito de pan de camino a casa, preparar la comida, y echarnos en las hamacas del saloncito a escuchar la radio. Mi abuelo era devorador de crucigramas, se pasaba horas consultando las páginas de un diccionario de sinónimos y antónimos, gordo y viejo, que le servía  de ayuda para completar complejos galimatías de palabras, que eran todo un desafío. A media tarde nos íbamos a caminar por el campo, y ya de vuelta preparábamos la cena.

Yo aprovechaba para leer los libros asignados por mis padres para aquel verano, pero mis ojos se posaban en las botas que asomaban por la zapatera mal cerrada, y me imaginaba la tierra que habían pisado, el polvo y la arena. Podía ver a mi abuelo subiendo dunas, cruzando puentes de piedra, levantando las piedrecillas del camino y sumergiendo aquellas curtidas botas en las huellas de la lluvia.

La lectura que tenía ante mí, era distinta a las de otros veranos. El personaje principal me recordaba a alguien, me resultaba familiar. El libro narrado en primera persona, contaba la historia de un hombre secuestrado en Argentina, en Buenos Aires, dónde contaba con todo lujo de detalles las atrocidades que había padecido durante su cautiverio. No sé por qué a mis padres se les ocurrió darme aquel libro tan inquietante. Seguí leyendo, asqueado en algunos momentos, pero la historia me atrapó. Aquel hombre valiente sobrevivió a la picana, a las interminables sumersiones en agua fría, golpes, hambre, a la privación de sus sentidos y a la pena de perder a amigos muy queridos, y al final del relato se convirtió en un nuevo superhéroe para mí.

Nunca me interesaba por el nombre del autor, la lectura era una obligación, pero esta vez miré detenidamente en la cara del libro, y allí escrito en letras negras con algo de relieve estaba el nombre de mi abuelo.

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sábado, 11 de octubre de 2014

El tren



En tiempos bélicos todo vale y todo cambia. Desaparecen paisajes, se hacen añicos los recuerdos de los muros que el viento arrastra hacia las esquinas que ya no existen, las personas pierden la voz y se llenan los cementerios de héroes sin nombre y las calles se abarrotan de niños sin rumbo.

Una mañana de marzo de 1944 irrumpieron en las vidas de seis hombres un grupo de las S.S. El primer individuo fue un médico polaco, lo pillaron visitando a personas impedidas bajo un coste elevado. Era un superviviente, los pogromos hicieron que huyera de Polonia y paso de ser un hombre humilde, a un hombre chanchurero que se aprovechaba de los demás sin miramientos. Al segundo individuo lo encontraron escondido dentro de un baúl en la trastienda de su joyería, con toda la mercancía puesta encima, esquelético y delirando. Había preferido su riqueza antes que a su familia, que se habían marchado todos, quedándose sólo con aquella tienda llena de cristales rotos, con la única compañía de cucarachas y roedores, y su kipá casi pegada a la sucia y grasienta cabellera. El tercer delito lo cometió un camarero homosexual, al que pillaron con fotografías donde su persona aparecía en situaciones deshonestas. A pesar de que era discreto con respecto a su sexualidad, era evidente que alguien lo había delatado. Al cuarto individuo, ruso de nacionalidad, lo abordaron en la puerta de la oficina de correos, acusándolo de espionaje. El hombre había servido en instituciones educativas durante más de veinte años, educando a  aquellos que ahora se lo llevaban como a  un animal, decepcionado y humillado. En una iglesia, durmiendo en el confesionario, detuvieron al quinto individuo, un alemán al que la polio le había convertido su pierna izquierda en algo inservible, y su delito era ser una carga económica para el estado. Y cogieron al sexto y último individuo en una cafetería, mientras saboreaba un delicioso café bautizado con un poco de coñac. Era de etnia gitana, trabajador y muy activo en la vida social, iba a la iglesia y ayudaba a los más necesitados, que en aquellas alturas del conflicto eran demasiados, pero para el Estado él era uno más.

Este pintoresco grupo fue llevado a la estación de Sobibor. Aturdidos por el sonido de los trenes que salían llenos y llegaban vacíos, los seis individuos se bajaron de los vehículos de sus captores, y fueron conducidos a uno de esos vagones de ganado de los que algunos de ellos habían oído hablar. Tras empujones e insultos, los colocaron delante de aquella enorme caja de madera, provista de una única y pequeña ventana ataviada de barrotes y alambres. Una masa de hombres los recibió, ayudándolos a subir, para que se unieran aquel amasijo desordenado de seres humanos que ocupaban por entero el espacio. Tras un grito de unos de los S.S., la puerta del vagón se cerró, produciendo un sonido que nunca olvidarían, tras el que se pudo escuchar el silbido del tren avisando de su salida.

Los raíles atravesaban paisajes que tenían todavía un aspecto invernal. El frío había convertido al vagón de ganado en una enorme cámara frigorífica. Para combatirlo, se abrazaban unos a otros, soportando sus alientos hambrientos. Los seis individuos, como fueron la última adquisición, estaban aplastados contra la puerta de hierro herrumbrosa y congelada, notando como el entumecimiento se instalaba en sus articulaciones, en sus músculos, calando al fin sus huesos. Sin mediar palabra, se fundieron en un abrazo colectivo, como si fueran un grupo de amigos que hacía mucho tiempo que no se encontraban. Pasadas las horas, algunos tuvieron la necesidad de consumar una necesidad fisiológica, y el cubículo comenzó a heder a orina, y se escucharon los primeros lamentos y preguntas, en ruso, alemán, polaco, rumano. Un polaco opinaba que las guerras se creaban para equilibrar la natalidad, y ahí es a donde iban, al lugar donde se deshacían del exceso de población. Otro, alemán, que había vivido en el gueto de Lodz, estaba convencido que los trasladaban a un lugar similar hasta finiquitar la guerra, a lo que tuvo respuesta. Un grupo de alemanes, a los que apenas podía ver entre la muchedumbre, afirmaban con la voz apesadumbrada que se dirigían directos a los brazos de la parca. Otros pocos callaban, y el grupo pintoresco comenzó las presentaciones. El judío, el gitano, el cojo y el homosexual, hablaban alemán y el ruso hablaba algo, pero lo entendía todo. El polaco solo hablaba en su lengua natal y algo de esperanto, así que tuvo que valerse de las señas para  concluir con las presentaciones.

El judío era un tanto vanidoso, aseguraba que estaba allí por error, que tenía mucho dinero, que se iban a enterar cuando llegaran, que conocía a alguien importante que lo iba a poner todo en su sitio. El  gitano desprendía templanza y se limitó a escuchar al resto. El cojo, no se cortaba en nombrar a las santas madres de algunos, blasfemando y despotricando sin ningún tipo de pudor. El camarero usaba la razón y sabía que su futuro cercano era cavar sus propias tumbas. El ruso se ofrecía a intentar solucionar esta situación cuando llegaran a su destino, aportando que era un buen orador. Y el polaco, que llevaba abrigo de sobra, calló reflejando en sus gestos ignorancia.

Lo que todos tenían claro, menos el judío que estaba envuelto en soberbia y el polaco que no se enteraba de nada, era que no estaban dispuestos a dejar que acabaran con sus vidas fueran a donde fueran sin luchar.

Había pasado un día y medio cuando el tren comenzó a aminorar la marcha. Todos se quedaron en silencio, intentando escuchar algo de lo que ocurría en el exterior, hasta que sintieron la sacudida de la frenada. Al cabo de unos minutos, comenzaron a escuchar disparos, órdenes y gritos, seguidos de una fuerte explosión. El silencio volvió, acompañado de leves quejidos y pasos lentos, cautos, que se acercaban al vagón. Estaban algunos a punto de vomitar, debido al intenso olor a orina concentrada, cuando oyeron el sonido con el que habían comenzado el camino, y se hizo la luz.

El vagón echó el aliento, y los individuos saltaban a borbotones, empujándose, torpes en sus movimientos debido a la incomodidad de sus ojos al encontrarse de nuevo con la luz solar, lo que les impedía ver quién había abierto aquella jaula, y sus piernas débiles que a más de uno lo hizo desplomarse.

Poco a poco, la figura de varios hombres y mujeres se fueron desvelando ante sus ojos. En alemán les indicaban que corrieran, haciendo aspavientos con los brazos cargados de pistolas y fusiles indicando ambos lados del camino, con los rostros salpicados de sangre. En un principio, algunos de ellos dudaron, pensando que en cuanto salieran corriendo les dispararían por la espalda, pero al ver a otros decididos desapareciendo entre la maleza, se animaron y dejaron el miedo y la desconfianza atrás.

Aquellas personas eran lo que quedaba del grupo de resistencia La Rosa Blanca, que aunque eran pocos seguían luchando contra aquel sistema cruel y homicida. El grupo pintoresco se quedó plantado delante de ellos sordos a sus indicaciones, sólo admiraban a sus libertadores, con el rostro inundado de alivio hasta que el ruido ensordecedor de los bombardeos hizo que corrieran y corrieran sin mirar a atrás, olvidando quienes eran y porque estaban allí.

Lograron salvar sus pellejos, se mantuvieron unidos hasta el final de la guerra, hasta el final de sus días, los que terminaron luchando por recuperar su sitio en aquella sociedad desmoronada llena aún de prejuicios.

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miércoles, 24 de septiembre de 2014

Transformación




Si sumamos el dinero con la mala educación, el resultado que se obtiene es una nefasta combinación.

Así era Francisco, ni Fran, ni Paco, ni Pancho, si era llamado bajo alguno de estos diminutivos ni se molestaba en levantar la cabeza. Su naturaleza era antipática y ante aquellos que consideraba de una clase social inferior a la suya, sufrían sus malos modales.

Francisco era un hombre bastante solitario, no quería compartir absolutamente nada con nadie, ni sus sentimientos  ni sus bienes materiales. Valoraba mucho su tiempo de ocio, le gustaba el arte, la literatura y la buena cocina. En su casa no existían los alimentos, en su nevera solo vivía una botella de cristal llena de agua de los pirineos franceses, que adquiría en una pequeña y selecta tienda de exquisiteces. Se alimentaba en restaurantes destacados de la ciudad y no se privaba de  catar los vinos más caros de la carta. Su ropa hecha a medida lo convertía en un hombre elegante, distinguido, y fuera a donde fuera lo trataban como a un marqués, aunque por detrás recibía puñaladas e insultos a destajo.

Le gustaba andar. Todos los días de lunes a viernes, recorría religiosamente el mismo camino de casa al trabajo y del trabajo a casa. Un par de calles y llegaba al parque, su parte del camino favorita. Pero cuando doblaba a mano izquierda de la fuente se encontraba con la misma mendicante, en el mismo banco y casi con la misma y gibosa postura. Su sola presencia le provocaba arcadas, se sentía ofendido por tener que pasar al lado de aquel despojo humano, por tener que respirar el hedor que emanaba ese bulto cubierto por capas informes de chaquetones, americanas, bufandas, tres gorros superpuestos, y piezas de ropa difíciles de determinar por la mugre que los cubría, formando una capa aceitosa.

Una tarde que rozaba la noche, Francisco regresaba a su casa. Cruzó la rambla, dos calles más y ya estaba de nuevo en la entrada del parque. Antes de experimentar el segundo mejor momento del día, colocó un cigarro entre sus húmedos labios y lo prendió majestuosamente con un fósforo. Disfrutó de los primeros diez minutos, chupando del filtro, expulsando el humo suavemente, saboreando el primer y último pitillo del día. Cuando tiro la colilla y la escacho con su zapato de piel de cocodrilo, cogió aire y ahí estaba la mujer mugrienta que tanto repudiaba. Pero esta vez estaba de pie, observándolo, analizando cada uno de sus movimientos mientras se acercaba a su domicilio al aire libre. Los nervios de Francisco estaban como si hubieran recibido un disgusto, miraba al frente, con la cabeza alta y la mano izquierda metida en el bolsillo, agarrando tan fuerte la  cartera que la mano le dolía.

Cuando ya estuvo a la altura de la mendiga, esta se interpuso en su camino torturándolo con su desagradable olor corporal. Alargó su mano y casi rozando la mano de Francisco con sus uñas largas, algunas rotas y rellenas de mugre, le suplicó unas monedas, y éste le respondió que no  era él responsable de que estuviera en la calle, de su ausencia absoluta de higiene; le dijo que si por él fuera hacía mucho tiempo que la hubiera borrado del parque, de aquel banco que ocupaba día y noche, quitando  un asiento a las personas  decentes y trabajadoras. Terminando su discurso, añadió que solamente era una carga para el desarrollo de la sociedad y la apartó suavemente con su hombro para continuar su camino.

La mendiga comenzó a  reírse, carcajadas de burla ante el alegato. Notando el tono de su risa Francisco detuvo sus pasos y se dio la vuelta, bastante desconcertado por la reacción de la mujer. Ésta consiguió lo que quería, tener al hombre bajo su merced provocándole curiosidad, el mejor cebo para atraparle. Y entonces fue ella la que le habló alto y claro, elocuente y firme..."En este banco se han sentado personas decentes a masturbarse delante de los niños, personas trabajadoras  que contaban aquí mismo lo que le  habían robado a sus clientes también trabajadores, mujeres de la alta sociedad comiendo bocaditos dulces mirándome a los ojos, tirando a la papelera lo que no les cabía en sus enormes cinturas. No olvide la esencia, no se concentre  tanto en la apariencia  y no juzgue la vida de los demás, porque primero debe juzgar la suya. Por mí,  hombres y mujeres han muerto, han resucitado, derramado lágrimas dulces y amargas, según la ocasión; por mi han bajado al mismo infierno, se han dejado la piel arrastrándose por mí en tantas ocasiones que ya he perdido la cuenta. He sido creatividad, luz y penuria, protagonista y secundaria. He logrado celebrar sueños y esperanzas, he sido testigo de incontables actos abominables o infinitamente generosos y sin recibir nada a cambio, ni en un caso ni en otro. Y nunca, bajo ninguna circunstancia han importado mi aspecto o mi olor"...Se podría decir que le habló con el corazón en la mano.

Francisco la miró durante unos instantes  y entonces fue él el que rompió su cuerpo en carcajadas, aunque asombrado por el buen hablar de aquella harapienta mujer. A lo que ella respondió con una única frase..."no tienes ni tendrás corazón"...Se dieron la espalda, él a  recorrer el camino que le restaba hasta su casa y ella a acostarse en la suya.

Al día siguiente Francisco no se encontraba bien. Vista nublada, sordera progresiva, dolor en el pecho, falta de apetito; se tomó el día libre para ir al médico. Revisión completa y todo perfecto. Le dijeron que podía ser psicológico. Pensó que era absurdo, pero no tenía cuerpo para pedir una segunda opinión.  Caminó hasta su casa, cambio las escaleras por el ascensor, se situó ante su puerta y con torpeza logró abrirla. Se desplomó en el sillón, y poco a poco el dolor del pecho fue siendo menos agudo, menos ahogante. Unas revistas de arte esparcidas por la mesita que tenía delante, le sirvieron para incorporar su cuerpo hasta ellas, se puso las gafas de cerca y cogió la que  más a su alcance tenía colocándola en su regazo. Cuando se dispuso a leer su contenido en la portada no pudo ni enfocar los vivos  colores con los que solía trabajar esa revista, se frotó los ojos y nada, borroso, en blanco y negro. Se levantó del sillón, necesitaba agua. La nevera le parecía lejana, abrió la puerta y con esfuerzo extrajo la única botella. Cuando llevo el vaso a su boca y tomó el primer sorbo, levemente notó el exquisito líquido bajar por su garganta, que seguía con la necesidad de refrescarse. A ese vaso le siguieron dos más, pero seguía teniendo la misma sed. Estaba al borde del desquicie absoluto.

Se sentía perdido, como si le faltara una parte importante de sí mismo. Se sentó a los pies de la cama, y lentamente con la mirada pérdida se desabrochó la camisa, para seguidamente llevarse las manos al pecho. En ese instante se quedo paralizado, muerto de miedo, al comprobar la ausencia de latidos en él. La racionalidad no le servía de nada, no podía pensar, era demasiado surrealista, estaba respirando, estaba vivo, pero sin corazón. Al repetirse varias veces que no tenía corazón, recordó el día anterior, recordó a la mujer de los harapos, las palabras que se habían ofrecido el uno al otro, y la frase final a la que le dio la espalda.

Otra camisa y se lanzó a la calle. Cuando llegó al banco ocupado del parque no había rastro de la mendiga, la buscó por todas partes pero nada. Miro en los alrededores, dentro de las cafeterías, en la puerta de los establecimientos cercanos y ni rastro de ella. Y se dio cuenta de que la necesitaba, de que haría lo que fuera por encontrarla, estaba desesperado, no podía buscar en todos los rincones del mundo, así que sin saber porqué comenzó a gritar, ¿dónde estás?¿dónde estás? Como un loco recorrió calles sin orden ni sentido, gritando y gritando, hasta que de su boca broto sangre desde su garganta despedazada. Derrotado se dejó caer sobre el barro de una calle sin asfaltar  y suplicó por ella una y otra vez.

La lluvia volvió a ser acto de presencia después de una pausa de un par de horas, y cuando levantó la vista la vio a pocos metros mirándolo fijamente. A trompicones inició una carrera hacia ella y se lanzó a sus brazos, se puso de rodillas y mirándola a los ojos le dijo que no había peor cosa que morir que sentir su ausencia, le suplicó que le devolviera los latidos a su pecho. Ella  lo empujo y señalándolo con el dedo le dijo que le daba una segunda y última  oportunidad.
A partir de ese día dejo de llamarse Francisco para convertirse en Paco, Paquito para los amigos.


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lunes, 15 de septiembre de 2014

En la azotea



Las azoteas por las noches son como diapositivas en blanco y negro. Escenarios parados en el tiempo, en calma, pero detrás de cada uno de ellos se oculta un momento, un secreto,  un motivo.

Desde la azotea más alta de la calle del viento se pueden observar todas las alturas del resto  de las viviendas. Una vista privilegiada del cielo, de la pared que parece el mar y las montañas. Por las noches las azoteas se convierten en lugares misteriosos, inquietantes, donde se dejan al desnudo secretos y frustraciones.

La casita azul del principio de la calle fue reformada hacía unos años, y la habían transformado en un pequeño edificio de dos plantas, incluyendo dos viviendas por piso, y una tercera planta, la azotea. La habían provisto de cuatro cuartos de lavar, y varios tubos de aluminio fijados en ambos lados de los muros, colocados verticalmente, donde ataron cuerdas verdes fluorescentes de lado a lado, que de noche parecían rayos X. Justo después de haber terminado el lavado de cara del inmueble se mudaba al segundo A Lucía.

Lucía tenía una belleza exótica y una figura prodigiosa. Su carácter por lo general era siempre el mismo, alegre, optimista, amable, de esas personas que se desprendían de los saludos, aunque no fueran correspondidos. Trabajaba en la biblioteca municipal, algo que le causaba satisfacción. Era independiente, tenía el trabajo que le gustaba, económicamente no se podía quejar, pero le faltaba un compañero. Se preguntaba qué tenía de malo, qué le pasaba al destino que no pasaba por su vida. Deseaba tanto ser amada, idolatrada, mimada, odiada, que se conformaba con poco. Y casualmente se cruzó con Félix. La perseguía, insistía en tener un encuentro con ella, y ella aceptó, aunque no lo deseaba a él sino al beso, al abrazo, a la sexualidad que había guardado en una gaveta. Sus encuentros se organizaban siempre de noche en casa de Lucía, y ésta después de que el amante se fuera, se ponía un chaquetón sobre su piel todavía envuelta en sudor y saliva, y subía a la azotea.

Allí sus pensamientos volaban y el aire fresco en contraste con el calor de su cuerpo recién fornicado la confortaba. Sentada en el suelo, contemplando la noche, se encendía un cigarro y pensaba en lo que estaba haciendo con su vida, con su joven vida. Sabía que él estaba casado, y que jamás apostaría por ella, y se sentía mal por la esposa y por el hijo, y cada vez que él cerraba la puerta tras de sí, se le revolvía la consciencia, se sentía sucia. Y allí sentada decidió que  esa iba a ser la última noche que se dejaba seducir por aquel desdichado ser.

Los pensamientos de Lucía volaron a la azotea de la vivienda  contigua, topándose de frente con un bollo  de crema pastelera. Éste se dirigía a la velocidad de la luz a la boca de Jaime, que todas las noches se escabullía a la azotea a zampar toda clase de dulces y chocolates. Padecía una atracción fatal por todos estos ricos manjares. Engullía cantidades ingentes de grasas saturadas y azucares, que se habían alojado en su cuerpo, dándole una forma exageradamente redonda llena de pliegues echados unos sobre otros. Pero no podía parar. Escondía  la dulce mercancía en la azotea, en un hueco que había entre uno de los depósitos de agua y la pared. Su peso dificultaba la  realización de actividades normales como atarse los zapatos o subir y bajar escaleras, pero ni aún así dejaba su vicio. Cuando llegaba a la azotea como un fugitivo, se aseguraba de que allí no hubiera nadie, y se dedicaba tiempo para aliviar el mono que tenía de azúcar. Cogía la bolsa, le deshacía el nudo lentamente e inhalaba el olor que expulsaban aquellas delicias. Se sentaba en el suelo, estiraba las piernas, colocaba la bolsa sobre sus muslos, y poco a poco iba saboreando cada bocado, cada trocito de chocolate, y se sentía bien, sonreía, era el mejor momento del día. Aquel azúcar sustituía por completo a los conflictos de la  jornada, aunque después de la ingesta se arrepentía, la culpa lo golpeaba en el estómago, y a veces lloraba. 

Pero como no lo podía dejar, más bien no lo quería dejar, en unas de esas noches en la azotea, bajo el cielo derramado de estrellas, pensó en sacarle provecho a su adicción, decidió hacerse pastelero. Abrió una tienda de bollería casera, elaborada con mucha dedicación. Se pasaba el día rodeado de natas, merengues, chocolates, bizcochos, rosquetes, vainilla, limón, y tanto empalague lo llevo a un aborrecimiento absoluto a los dulces. Y  consiguió sin proponérselo quitarse de encima aquellos pliegues que le rodeaban el cuerpo.

Mientras Jaime satisfecho, contemplaba el cielo nocturno, pero esta vez bebiéndose una cerveza, dos azoteas mas allá Luzma se disponía a tomar rayos de luna, provista solamente por la braguita de un diminuto bikini. Esta chica menuda, excéntrica y nerviosa subía a la azotea de su vivienda, en noches de luna llena para recibir su luz purificadora, que renovaban su energía y le aportaban belleza a su tersa y blanquecina piel. Era una muchacha despreocupada, no le importaban las modas, ni lo que ocurriera a su alrededor, solo se enganchaba a las cosas que le hacían sentir bien. Pero en la intimidad de sus excursiones nocturnas a la azotea, pensaba, allí tumbada, en que quizás tenía que renovar su vestuario, se daba cuenta de que la gente la observaba, obsequiándola con miradas que la repasaban de arriba abajo, y ella se imaginaba que era por su peculiar sentido de la moda. Pero de sus intrincados pensamientos, se podía oír otra voz que le decía lo contrario, ¿por qué  cambiar su estética, cuando era el reflejo de su personalidad? Y ahí en aquella azotea, mientras se daba la vuelta para broncear su espalda, se daba cuenta de que realmente sí que le importaba lo que pensaran los demás sobre su apariencia, y comenzaba un debate mental  que siempre la llevaba a la misma conclusión, ¿para quién me visto yo? Para mí, y lo que veo en el espejo me gusta. Si me miran será simplemente porque les gusta lo que ven.

Quedan unas horas para que el sol salga por este lado del planeta, y en la segunda azotea más alta de la calle, esta Alejandra. Es de madrugada, y allí esta ella tendiendo ropa y limpiando los zapatos del colegio de los niños, para levantarse dentro de cinco horas, y rezar para que la ropa esté seca, sino es así no le quedara más remedio que plancharla una y otra vez para quitarle la humedad, ya que es la única  limpia. Y mientras traba las camisas en la cuerda, repasa el día, y le pone un seis y medio, y repasa todo lo que tiene que hacer al día siguiente. Mira al cielo oscuro y nublado, y así se siente ella. Termina  de transportar la ropa mojada a las cuerdas de tender, y se alonga a la calle silenciosa, poblada de coches aparcados de cualquier manera, con el eco de fondo de los camiones de basura, que hacen su ruta nocturna. Piensa en su vida, en sus experiencias, en lo que echa de menos su libertad,  en lo difícil que era tener a dos personitas bajo su absoluta responsabilidad, cuando le faltaba madurez, cuando todavía las decisiones le echaban un pulso, ¿cómo iba a poder educar a aquellas criaturas que había parido? ¿qué consejos podía darles? El futuro la inquietaba.

Se tomaba su tiempo en la azotea para sacar de su cabeza la basura. Y cuando sentía que el frío le congelaba las orejas y la nariz, sabía que era hora de bajar a casa. Y antes de salir, percibía el olor de la ropa, y contemplaba aquellas prendas diminutas con dibujos dulces e inocentes y suspiraba, recordando lo graciosos que estaban aquellos dos pequeños individuos con ella puesta y sonreía, asumiendo al terminar la sonrisa el reto de vivir sin miedos.

Así que después de dejar en la azotea la basura, cerró la ruidosa puerta  y bajo descansada.

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martes, 9 de septiembre de 2014

La fiesta



Cuando llegué se habían marchado todos. Me había perdido la fiesta más salvaje del año, y allí estaban los restos del naufragio del aquel evento que no se volvería a repetir. Eche un vistazo desconsolado imaginándome la música, los invitados bailando gradualmente, de formal a desinhibido, con la ayuda de cócteles y chupitos. Patiné con los brebajes que habían caído al suelo e incluso encontré un sujetador colgando de la baranda, haciéndome pensar que aquello había terminado en una ferviente bacanal. Y yo me lo había perdido.

El día de la fiesta llevaba marcado en mi almanaque con rotulador amarillo fluorescente desde hacía meses, tenía la ropa elegida, hora en la peluquería, había pedido la tarde libre en el trabajo, lo tenía todo preparado para el gran evento que me hacía tanta ilusión. Iban a ir todos, y probablemente sería la última vez que eso ocurriera, estábamos todos apuntados.
La ocasión estaba preparada hasta el más mínimo detalle, la decoración, la zona de aparcamiento, alimentos en abundancia, canapés de cangrejo, salmón, a las finas hierbas, de higaditos, de berenjena con parmesano, pastelitos de atún, barquitos de ensalada con huevo, enrollados de morcilla dulce y de tortilla de espinacas; bebidas exclusivas y no tan exclusivas, música, zona de confort, en fin lo que es una fiesta del año, que yo me perdí.

Recorrí la estancia para comprobar si quedaba algún alma descarriada a la que su estado le hubiera impedido marcharse, pero no encontré a nadie. Seguí rondando por allí, imaginándome el sonido de las voces unas sobre otras mezclándose con la música, con el tintineo del cristal al brindar, por las risas sinuosas y las carcajadas estridentes. Los canapés se habían borrado de las bandejas, no quedaban ni las migas, sólo había alguno que otro en el suelo, mordidos y pisoteados junto a decenas de colillas y cristales rotos. De la lámpara de araña que habitaba el techo, colgaba un sujetador de encaje negro de esos que se abrochan por delante, y mirándolo fijamente, especulé sobre los  distintos motivos que habría para que aquella prenda de lencería terminara ahí. Y solo podía pensar en aquellos sabores que me había perdido, en aquella música que no había sentido y bailado, en aquel sudor que no había derramado sobre mi espalda y mi camisa. Me sentía tan decepcionado.

Escuché un ruido que venía del fondo del pasillo y me adentré en él. Nada. Se habían dejado una ventana abierta, la verdad es que aquel sitio necesitaba ventilación.

Ya era hora de dejar de lamentarme, no llegué y punto, que no habría otra como aquella fiesta, es verdad, posiblemente no la hubiera, pero de nada hubiera servido continuar con el drama.

Al fin me encontré delante de la puerta del cuarto del fondo, le di un suave empujón y allí estaba la mujer del difunto, sola, con un traje rojo que hacía que su figura pareciera una tubería, con una copa de vino blanco en una mano y en la otra un puro, expulsando el humo sobre la cara de su compañero, entre lágrimas y sollozos. El  ataúd era de madera, elegante, y la cabeza del que había sido mi amigo, que parecía haber encogido, reposaba en un acolchado y suave raso rojo, como él había pedido. La viuda me ofreció un habano en total silencio y comencé a chuparlo, entre los dos expulsamos tanto humo que aquella habitación parecía Londres envuelto en su famosa niebla. El difunto se había enterado de su mortal enfermedad  hacia unos meses, y llevaba preparando este fiestón de despedida desde entonces. Lo que ninguno supimos jamás es cómo pudo adivinar la fecha exacta de su fiesta de despedida. Y nos dejó  bastante claro que no deseaba llantos, ni gente a su alrededor enlutada, quería música, vicio, risas, colores llamativos y que lo recordaran en cada instante que durara la fiesta  con una gran sonrisa. Que recordaran aquel evento como algo inolvidable, como la mejor fiesta del año, que bien podría haber sido de despedida porque se mudaba a otro país. Deseaba que celebrásemos su vida, no su muerte, y así lo hicimos, bueno, yo no porque me la perdí.


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lunes, 1 de septiembre de 2014

La última pieza




La vivienda te recibía con lo que había sido antaño un enorme jardín, cubierto por fósiles de rosales, violetas, begonias, campanillas y un enorme aguacatero viejo que ocupaba casi toda la parte derecha. La puerta de entrada era de madera, con la pintura despellejada por el Sol, con una enorme mano de hierro en el centro que se había tornado de color verde por el paso del tiempo, que en el pasado había servido de timbre.
Saqué la llave del bolsillo introduciéndola en la herrumbrosa cerradura, la giré pero se resistía a dejarme entrar .Cuando pude abrir la puerta se produjo un grito que provenía de las bisagras, seguido por un olor a abandono que me hizo mirar hacia atrás. Ante mi se extendía un largo pasillo sellado por una puerta, sus paredes estaban empapeladas de mitad para abajo con un papel de flores, de tonos marrones y naranjas, y de mitad para arriba pintadas de  blanco. Dos marcos colgaban de la pared, uno portaba el retrato de una niña con un traje propio de primera comunión y el otro estaba vacío. El suelo lo habían cubierto de linóleo de un tono verde botella, salpicado de dibujos, imitando piedras triangulares de varios colores, dándole al suelo el aspecto de una avenida empedrada.
Una máquina de coser marca Signer, se encontraba estacionada en la mitad del corredor y al lado un pequeño taburete de tres patas cubierto por un mantel de polvo. Lo observé durante unos segundos y avance hacia la puerta que me llevaría al corazón de la casa. Abrí despacio y la luz del día inundó un patio cuadrado, con las paredes empanadas de pajareras todavía con plumas y restos de excrementos secos. Al fondo en una esquina descansaba un aljibe con la piedra mohosa, obstaculizando el paso a un cuarto de herramientas que desprendía un fuerte olor a grasa. Siguiendo la pared había un baño, seguido de una pequeña cocina y ésta a su vez por una escalera. 
Antes de comenzar el ascenso mire varias veces hacia arriba, llene mis pulmones de aire y subí ocho escalones que se torcían hacía la derecha sumando diez escalones más. Cuando llegué arriba podía escuchar los latidos de mi corazón, estaba excitado, lo que me llevo a pararme, inclinarme hacia delante y apoyar las manos en las rodillas para coger aire. Un calor pegajoso flotaba en el ambiente y entraba por mi nariz con cada inhalación, proporcionándome un fuerte dolor de cabeza que me hizo flaquear.
Cuando me repuse continué por un estrecho pasillo que me llevó a una sala amplia con armarios empotrados, cajas apiladas escachándose unas a otras y un enorme espejo incrustado en la pared. Cuando me dispuse abrir una de las puertas del armario escuché un crujido y corrí a esconderme a una habitación contigua. Hasta donde yo sabía, allí hacía mucho tiempo que no vivía nadie pero estaba claro que no estaba solo, ¿habría alguien más interesado en lo que guardaba esa casa?
Al cabo de diez minutos abrí un milímetro la puerta y no vi a nadie, aunque podía sentir una presencia. Los crujidos se convirtieron en nítidos pasos que se acercaban a la habitación. Seguidamente la puerta se abrió y surgió un hombre de unos setenta años cargando una caja de cartón. Parecía bastante pesada y aquel tipo se tambaleaba colocando con gran esfuerzo la carga en la torre de Pisa. Se quedó mirando a su alrededor, posando sus ojos en la puerta que nos separaba y mi corazón comenzó a correr dentro de mi pecho. Estaba perdido si me encontraba. El tiempo pasaba pesado y me aplastaba en aquella habitación, mientras el individuo continuaba allí parado carraspeando y absorbiendo mucosidad.
El momento que tanto anhelaba llegó, y mi compañero de casa por fin se marchaba con pasos apurados, que se tornaron crujidos y luego silencio. Esperé un poco y salí de mi escondrijo. Tenía que darme prisa y terminar el trabajo, así que me volví a colocar delante del armario y abrí la puerta del medio, aparte unos trajes longevos y arrugados, palpé la pared y la encontré. Entre mis dedos tenía una argolla, como un tirador, jalé de ella y se abrió como una especie de caja fuerte incrustada dentro del tabique. Y allí estaban.
Saqué un montón de hojas amarillentas, sucias y frágiles, atadas con una tira de cuero, las coloqué encima de las cajas y con gran emoción me dispuse a leer la primera página. Y escrito en negro el nombre que buscaba “Giacomo Casanova”. 
En aquellos documentos estaban escritas las confesiones de Casanova, masón, maestro de la seducción, estafador y asesino. Esta era la última pieza del puzle. Mi trabajo había concluido.

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Relato: "La última pieza". por María Vanessa López Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Basada en una obra en relatosdelacolmena.blogspot.com.es.

martes, 26 de agosto de 2014

El escritor



Llevo delante de la pantalla semanas y nada. No se me ocurre nada. Después de tanto éxito, de tantas alabanzas, premios, palmadas en la espalda, de páginas inigualables, no se me ocurre nada. Intento rebuscar en mi memoria algún atisbo de mi creatividad, pero lo único que consigo es un tremendo dolor de cabeza.

Me voy a la calle a ver si pasa algo. Lo observo todo con mi mirada especial, busco alguna historia, a algún personaje pintoresco, una riña de enamorados, algo que alimente a mi imaginación. Veo a los abuelos vigilantes acomodados en un banco del parque, apretados unos contra otros, con los ojos puestos en los nietos que se lanzan por lenguas de acero, que se balancean directos al cielo en esos asientos que chirrían, oxidados. Sigo caminando, a mi derecha ruge una fuente y el sonido del agua cayendo al enorme recipiente de piedra amarillenta hace que me detenga. De repente recuerdo que tengo que pagarle al casero la factura del agua. Introduzco los dedos debajo de la gorra y me rasco la cabeza, porque tengo el cuero cabelludo irritado, se deberá a que no paro de rascarme, estar en blanco me provoca ansiedad. El timbre del teléfono me hace dar un respingo, ¿quién será?, espero que no sea él. Pero en la pantalla leo su nombre, y no lo descuelgo. Lo dejo sonar.

Cruzo la avenida, y tengo que apresurarme porque el semáforo es muy rápido. Una señora que va casi corriendo, embutida en un traje con estampado de leopardo, para mi gusto vulgar, me golpea suavemente en el hombro, y me doy cuenta de que todas las personas que deambulan a mí alrededor tienen prisa, pero yo en estos momentos no necesito a la prisa. Detengo mis pasos delante de un escaparate, es una joyería, me quedo embelesado con el brillo de las piedras preciosas engarzadas en anillos de oro y platino, en gargantillas delicadas que embellecerían el cuello de cualquier mujer por muy difícil de mirar que fuese, pendientes, aretes, pulseras cargadas de puñados de diamantes y zafiros, que parecen pesar un quintal. Repaso el interior de la tienda, pero nada interesante que destacar.

Me dejo llevar por mis pies hasta la plaza mayor, y siento que mi cerebro está podrido, nada me motiva. Los escalones que llevan a la catedral están cubiertos de plumas y excrementos, y pienso en los pobres desgraciados que se habrán resbalado encima de ese rastro de cigüeña. Bajo lentamente y me siento en el suelo. Cierro los ojos y respiro profundamente, inhalo por la nariz, exhalo por la boca tres veces, abro los ojos, y me imagino a mí mismo contemplando el espectáculo que está a punto de comenzar. En la plaza se concentran todo tipo de personas, gitanos palmeando cajas y tambores, otros cantan y bailan, con una fresca cerveza en la mano y un cigarro en la otra, que la mayoría de las veces les abrasa la piel. Los bancos de piedra están repletos de gentes, que admiran el arte calé. Estudiantes, personas que simplemente pasan por delante sin inmutarse, ancianos alimentando palomas, mendigos, borrachos que se animan con el baile, niños moviéndose  al ritmo de los tambores, y a pesar de tal estampa, no se me ocurre nada. Es como si a mis musas se las hubiera tragado el triángulo de las Bermudas. Tengo hambre sobre hambre, me había olvidado de comer, creo que esta mañana comí algo, o fue anoche, no me acuerdo, pero mi estomago gruñe y se retuerce recordándome que está ahí. Conozco un bar aquí cerca donde hacen buenas tostas. Me dirijo hacia allí, arrastro una silla hacia una mesa solitaria, y le pido al chico de la barra una tosta de gambas y una caña de cerveza. Tres tostas y tres cañas más tarde, abono mi factura y salgo más derrumbado que nunca.
Nada de lo que veo y oigo me entusiasma. Es hora de volver a casa.

Antes de encender la luz, veo el piloto del ordenador brillando, parece que respira. Me quedo delante del escritorio a oscuras pensando que tengo que comprar un radiador, la casa está helada. Le doy al interruptor, se hace la luz, levanto la tapa del ordenador y ahí está esa página en blanco, ese galimatías que no puedo resolver. Derrumbo mi cuerpo en el sillón, me pongo el cojín en la boca y grito, grito, grito.

Estoy vacío, se acabó, no me voy a permitir más oportunidades. Por todas esas obras, por la literatura misma, perdí la posibilidad de ser amado, olvide mi camino  y la noción del tiempo, me olvidé de lo que se siente al recibir un abrazo de treinta segundos, me olvide de trabajar para vivir y lo que hice fue vivir para trabajar. Y ahora me abandona la inspiración, lo único que mantenía a mi espíritu. Me quito de en medio, nadie me va a echar de menos, bueno sí, mi editor que no deja de llamar.

Subo a lo más alto del edificio, la puerta está cerrada, no se permite a los inquilinos entrar aquí. De una patada reviento el candado, abro un poco y me cuelo. Cierro tras de mí, la puerta produce un sonido hiriente. Estoy en la azotea de un edificio de doce plantas, y si me lanzo desde aquí, seguro que no sobrevivo, mi cuerpo se estallará contra la acera rompiéndose como un puzle. Asomo mi cabeza a la cornisa y me mareo porque tengo algo de vértigo, la verdad es que no sé por qué se me ocurrió este plan, pero estoy decidido a hacerlo, ahora o nunca.

Estoy intentando encaramar mi cuerpo al muro para lanzarme al olvido, y a la vez que cojo impulso me vuelvo a marear al comprobar la acelerada caída que me espera. Estoy recobrando el aliento, y mi nariz percibe un olor agradable, a limpio, haciéndome recordar que tengo dos trajes y una camisa en la tintorería, bueno, se lo darán a alguien que los necesite. La verdad es que son mis trajes favoritos, ¿y si caen en malas manos?, bueno, ya no puedo hacer nada. Estoy aquí para acabar con esta burla de vida. ¿Qué día es hoy?, se me olvida algo que pasaba hoy, ¿qué era? ¡ah, sí, me traían la nueva impresora, me había olvidado! Está empezando a oscurecer, voy a intentarlo otra vez, al menos esto me tiene que salir bien. Y justo cuando consigo sentarme en el muro entra un mensaje en mi teléfono. Será mi editor, ¿y si es otra persona? Intento no mirar al frente, pero el vértigo aparece más agudo y el viento moldea mi ropa como si fuera plastilina, pero bajo esa ropa mi cuerpo está tenso, tengo un nudo en el estómago. Con una mano me aferro al muro para no caerme y con la otra saco el teléfono del bolsillo y me dispongo a leer el mensaje. Son buenas noticias. La declaración de la renta me sale a devolver, mil quinientos treinta y seis euros. Me da que pensar. Ese dinero me vendría muy bien. Está la tintorería, el recibo del agua, la impresora e incluso me podría permitir un capricho. No sé qué hacer, ¿me quito de en medio o lo dejo para otro día? Bueno, mejor será dejarlo para otro día.

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Relato: "El escritor" por María Vanessa López Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Basada en una obra en http://relatosdelacolmena.blogspot.com.es/.