lunes, 11 de julio de 2016

El tranvía


Cada mañana, cuando todavía el sol no había despuntado, cuando todavía el sereno inundaba todo lo pequeño, pasaba mi tranvía. A pesar del madrugón, disfrutaba del trayecto de treinta minutos hasta llegar a mi pequeña pastelería. El tranvía a esas horas iba casi vacío, practicamente siempre los mismos pasajeros, como si fuésemos un club o un grupo de terapia. Me gustaba observarlos, imaginarme sus vidas, suponer y suponer…

Mi pasajera favorita, era una mujer con cuerpo de tetera y piernitas de palillo. El pelo era de un color rubio del tipo agua oxigenada, estropajoso, no se podía adivinar si aquel rebumbio de cabellos era rizado o liso. Llevaba gafas con montura de pasta y me imaginaba que sus ojos eran verdes, maquillada casi como una auténtica miss. Siempre vestía traje de falda y chaqueta americana, y por la presión que su barriga ejercía sobre los botones a punto de salir disparados, supuse que dos tallas más pequeñas a la que le correspondían a su voluptuoso cuerpo, que por cierto meneaba con mucha gracia. Hice una pequeña estimación de su edad, entre sesenta y sesenta y cinco abriles. Daba la sensación, por la hora (¿quién madruga tanto por amor al arte?) y por el maletín que siempre la acompañaba, que era una mujer aún en activo en el mundo laboral. La imaginaba en un trabajo muy humano, tierno, esos trabajos para los que no está hecho cualquiera. Parecía una mujer feliz, siempre se le dibujaba una ligera e insinuante sonrisa en sus labios cuando miraba por las hermosas ventanas de aquel tranvía de madera, y me permitía poner en su cabeza recuerdos, anécdotas, momentos que la hacían parecer la persona más feliz del mundo a esas horas de la mañana.

Otro pasajero que llamaba bastante mi atención, era un hombre  alto y  bastante delgado, lo que le hacía parecer más alto aún; nunca se sentaba, parecía una farola, apenas el vaivén del tranvía perturbaba su equilibrio. Si le hubiera tenido que poner un color, hubiera sido el gris, y aunque daba un poco de escalofríos, había días que no podía dejar de observarlo. Siempre llevaba un abrigo de paño negro, ceñido, pantalón y zapatos de cordones negros, casi siempre bien afeitado y siempre esa expresión seria, con los labios casi en morros, como si siempre estuviera a punto de sufrir una pataleta. Su piel era pálida, casi transparente ya que se distinguía claramente el color de sus venas, ojeroso, encorvado, pero con las manos masculinas más bonitas que he visto en mi vida, no había nada malo que decir sobre ellas, eran perfectas, ni un cuerillo fuera de su sitio, ni una uña mal limada, parecían suaves, parecían que no le pertenecían a aquel ser tan siniestro. Sin dudarlo le venía al dedillo un trabajo como el de sepulturero o profesor de matemáticas.

Tres paradas antes de bajarme, siempre se subía un muchacho desaliñado, de unos dieciocho años más o menos, no muy alto y ropa larga. Apenas se le podía ver bien la cara, ya que un enorme fleco le cubría prácticamente la mitad. Yo se que estaba mal sentir algo de pena,  de lastima, pero parecía tan triste por la forma de caminar, de sentarse, encorvado como si quisiera esconderse dentro de sí mismo. Me imaginaba que era un chico solitario, perdido como la pieza de un puzle fuera de su caja, enfadado hasta con el aire que le movía el pelo antes de que se cerraran las puertas. Llegué a sentir compasión por él, y siempre le dedicaba una sonrisa antes de bajarme y casi, casi me la devolvía, me gustaba pensar que le daría un poquito de alegría a su día.

En semanas alternas, hacían uso del tranvía una pareja de dulces ancianitas que se subían una parada después que yo. Iban vestidas muy cómodas, con unas mochilas y unos buenos coloretes que les daban un aspecto bastante saludable a las dos. Me imaginaba que iban al parque a caminar, a mover esos cuerpos casi octogenarios, y me veía en ellas en el futuro. Desprendían pura energía, cuchicheaban y se reían durante todo el trayecto, y alguna que vez que otra me pillaron riéndome de algunos de sus chismes.

El trayecto hasta la pastelería era unos de los mejores momentos del día. Antes de abrir la tienda, era profesora de escultura, pero me canse de tener que puntuar  el arte de mis alumnos. El último día como tal, mientras recogía mi pasado de la sala de profesores, me encontré con una libreta que daba por perdida. Era de mi abuela, recetas de tartas, galletas, rosquetes, pastas, de cosas que había aprendido con su madre en los múltiples viajes que hicieron por el mundo  debido a la profesión de mi bisabuelo. Y en ese instante, mientras observaba las caras largas de mis futuros ex-compañeros tome la decisión de enfocar mi vida por otro lado, que mejor combinación  que la repostería y la escultura. Y así empezó todo.

Solía tener clientela fija, y muchos encargos de tartas, ya que me había hecho bastante conocida por mis fabulosas decoraciones, bueno yo y mi inmejorable equipo. Además de decorar las tartas, me gustaba estar de vez en cuando en el mostrador, atendiendo y hablando con los clientes, y cuál fue mi sorpresa un buen día, cuando entró en la tienda como un tapón saltarín mi pasajera favorita, la señora tetera. Abrí los ojos de sorpresa, puedo decir que hasta un poco emocionada,  pero ella no me reconoció. Vino directa a mí, y después  de los buenos días pidió encargar una tarta. Cogí mi bloc de notas y le puse toda mi atención, y cuando comenzó a describir lo que quería, todas mis suposiciones se vinieron abajo como un castillo de arena destruido por una pisada inesperada. La temática que quería para su tarta, era erótica, para un cliente suyo…un buen trasero con un tanguita rosa, finito, nada grosero, con la palabra feliz en una nalga y jubilación en la otra…Resulto ser la madame de una casa de señoritas, que estaba dos calles más arriba…no me lo hubiera imaginado jamás.

Y no sé si fueron cosas del destino, que esa misma mañana, entraba el pasajero siniestro a mi pequeña y humilde pastelería. Se veía que su cara era así durante todo el día, y con esa cara me miro como si le sonase de algo  pidiendo hacer un encargo para una tarta. Eché mano a mi bloc y tome nota del encargo más raro de mi vida…lo que quiero es que me hagan una tarta con forma de corazón, para unas cien personas aproximadamente, con todos los detalles que sean posibles, arterias, ventrículos, aurículas  y todo lo demás, y que ponga la frase “de todo corazón, gracias”…al ver mi cara de asombro, me confesó rápidamente que era cirujano vascular, cardiólogo, por eso tenía esas manos tan delicadas y estupendas. El hombre se jubilaba y como broma, quería dedicarle la tarta a su fiel equipo y compañeros de años  de profesión. Resulto ser entrañable, bastante lejos de mis suposiciones.

Al día siguiente cuando los vi en el tranvía, los miré a ambos y los salude ligeramente con la cabeza. Espere a las octogenarias y al muchacho, pero extrañamente faltaron a su cita, así que enfoqué mis suposiciones en el conductor, siempre había alguien al que observar.

A media mañana, mientras colocaba el expositor de las pastas, la campana de la puerta sonó, dejando paso a las dos dulces octogenarias, emperifolladas hasta el más dulce detalle, con estolas incluidas, y unos pendientes tan largos y pesados que hacían que sus lóbulos se estiraran como una goma elástica. Me reconocieron enseguida, y me dijeron que nunca me hubieran imaginado trabajando en el arte de la repostería, que me veían más bien como a una artista de  esas que exponen en galerías, y la reflexión de las dos ancianas me hizo pensar que quizás uno en el fondo aparenta lo que realmente le gustaría ser. Luego de los saludos, me encargaron una tarta con la temática del claqué. Bajo mi asombro y admiración me contaron que eran campeonas de claqué de la tercera edad, y que como ya lo habían ganado todo y tenían los tobillos destrozados, iban a celebrar una fiesta como despedida de los campeonatos de baile. Querían mucha purpurina, y unos hermosos zapatos de claqué de color rojo en el medio de un escenario. Antes de irse me invitaron a la fiesta  y así de paso llevaría el rico pastel.

Fue un día largo, feliz, pero largo. Mandé a los demás a casa y me quedé tomándome un té verde con unas pastas de sésamo, observando por la ventana  como la gente  se aglomeraba ante las majestuosas puertas del pequeño teatro de la avenida. Justo en el último sorbo, y no podía ser casualidad, pasaba por delante del escaparate de la tienda el muchacho desaliñado, bastante diferente. Trajeado con zapatos impecables, casi arrastrando el enorme estuche de un violonchelo, acompañado por los que supuse que serían sus padres, y caí en la cuenta de que eran clientes, y recordé lo antipáticos y melindrosos  que eran, perfeccionistas y maleducados, y por lo que pude ver parecía que le  estaban echando una charla, y pensé  en lo horrible que tenía que ser tener unos progenitores así, y entendí  el por qué de su apática postura corporal.

Me senté en una butaca a reflexionar, a pensar en las casualidades, en las suposiciones, en el tranvía de madera, en la tarta erótica, en el flequillo del muchacho, en zapatos de claqué, en arterias, y todo me condujo al coche que estaba a punto de comprarme. Veinte minutos estuve dándole vueltas a todo, y antes de apagar la última luz de la tienda, tome una decisión… para qué gastarme dinero en un coche, para que volverme loca buscando aparcamiento, tragarme las colas, sola, con tanto mal humor que ni siquiera voy a tener ganas de suponer, de llevarme sorpresas y privarme de observar a seres extraordinarios…pudiendo ir en tranvía, en compañía de mis íntimas suposiciones.



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