lunes, 30 de enero de 2017

La vida pasa



La situación en casa después de mi enfermedad, cambió. Había días que me sentía totalmente solo, ni una palabra salía de su boca, apenas me miraba, pero decidí darle espacio. Poniéndome en su lugar, la entendía. Durante meses se ocupo de mí, al cien por cien: limpió mis vómitos, me bañó, me leyó por las noches cuando el dolor no me permitía descansar, me animó cuando estuve al filo del abismo, me dio de comer, de beber, me curó y se encargó de administrarme toda la metralla de medicamentos. Fue mi enfermera, cocinera, chica de los recados, masajista, esteticista, mi compañera, mi hombro, mi mitad y siempre, aunque la hubiera mortificado toda la noche con mis temblores y pesadillas, una sonrisa la acompañaba desde que se levantaba hasta que se acostaba. Constantemente pienso que no voy a tener vida para compensarla.

Sabía que me quería, no tenía duda alguna, así que me agarre a la paciencia y dejé que todo aquello respirara, que ella respirara.

Me pasaba los días, las semanas y las estaciones durmiendo, recuperándome  lentamente, y en cuanto a un nosotros todo seguía igual o peor. A veces la escuchaba llorar, metida en el baño, por las noches antes de meterse en la cama conmigo. Me daba la espalda, y cuando le preguntaba, un silencio como respuesta  se apoderaba de todo, aunque siempre colocaba su mano izquierda en mi  lado de la cama, mínimamente rozando mi piel, y ese poco me reconfortaba.

Como me encontraba mejor, volvió a su trabajo, así que el tiempo que pasaba en casa era escaso, y para mí fue devastador. Cuando ella llegaba, la pastilla de por las noches me dejaba inmerso en un sueño más que profundo, y cuando me despertaba ya se había ido. Ni siquiera tocaba la cena que le dejaba todas las noches en el horno, ni un beso de despedida, ni una nota, ni una llamada, estaba evidentemente claro que el nosotros se había muerto.

Para mí era insostenible, y comencé a llenar mi cabeza con la idea de que me estaba engañando y que le daba lástima decírmelo por mi estado de salud. Me sentía fuerte para afrontarlo, me dolía profundamente que fuera capaz de sentir pena por mí, prefería mil veces que confesara a sentir su indiferencia, que crecía y crecía hasta el punto de ausentarse los fines de semana sin ninguna explicación.

Cuando me di cuenta llevábamos meses con esta situación, para ser exactos once meses, y aunque intentaba mantenerme despierto para tener de una vez por todas la conversación pertinente, el sueño me pasaba por encima como una apisonadora. Me encontraba débil, y comencé a dormir más de la cuenta, a comerme más y más la cabeza, todo se derrumbaba en mi mente.

Uno de esos días en los que la mañana me la pasaba durmiendo, un portazo me despertó. Con la cabeza embotada por tantas horas de sueño, me levanté y me pareció que algo faltaba en la habitación. Me quedé un rato en la cama, observando detenidamente todo lo que tenía a mí alrededor, y noté varias ausencias. Faltaba un pequeño cuadro, uno que pinte para ella: Los Girasoles a tinta negra, una piedra que la naturaleza nos entregó partida por la mitad, algo que para nosotros representaba nuestra unión, un florero que le había hecho con una lata de salchichas, un retrato que nos había hecho una amiga bastante talentosa, de cómo serían nuestros hijos, y por el momento nada más. Se estaba deshaciendo de nuestros recuerdos, de mí, poco a poco, para no hacer mucho ruido.
Perdí la noción del tiempo y del espacio, la perdí a ella y yo hacía ya tiempo que estaba perdido.

Una tarde o una mañana, no estoy seguro, vi sobre la mesa algo que me estremeció de pies a cabeza. Rodé la silla, tomé asiento y sujeté con mis manos un cartel dónde leí con mis cansados ojos “SE VENDE”, y debajo el contrato de compra de una parcela, no muy lejos del que ya no consideraba mi hogar. Esto me hizo actuar de una vez por todas. La ropa me la puse con mucha dificultad y los zapatos fueron un suplicio, me abrigué, gafas de sol y salía a la calle por primera vez en mucho tiempo. Nada más poner los pies fuera de la propiedad, los rayos del sol me inundaron de vitaminas y después de un profundo suspiro y sentirme como hacía tiempo, me fui a por mi conversación.

Caminé a paso de tortuga, pero al fin llegué a mi destino. Primero fisgoneé, tampoco tenía la certeza absoluta de que fuera a estar allí. Era una parcela bastante amplia, con una casita  a medio construir, y justo delante un árbol, un cerezo, mi favorito. Ladrillos, piedras, cemento, palas y demás atrezos de la obra, poblaba el resto del terreno, y justo entre todo ese rebumbio estaba su coche. El cincuenta por ciento de agua de mi cuerpo, se reunió en mis axilas, y me sentí enfermo, inestable, como un novato sobre una tabla de surf.

Unos minutos después, escuché su voz, pero solo su voz, dirigiéndose al cerezo, no entendía nada ¡¿se había vuelto loca?! ¡¿era yo el responsable de aquella imagen?!
Me acerqué un poco más, con ganas de abrazarla, de salvarla, y el viento sopló, provocando que de las ramas del árbol saliera un sonido metálico, y me quedé perplejo cuando comprobé que lo ocasionaba. De las ramas colgaban nuestros recuerdos, el florero, las fotos, el cuadro, nuestra piedra a la mitad, nuestras canciones, botellas llenas con la arena de las playas que pisamos….y me acorde de todo.

…”Ven, siéntate…acabo de hablar con el médico, y ya no se puede hacer nada más, y yo en parte me alegro, estoy cansado de los pinchazos, de los sustos, de verte sufrir cada vez que salgo de esa consulta, estoy cansado de vivir en la incertidumbre. Pero esto no significa que me rinda, simplemente ya no hay más que hacer por mí, salvo dejarme morir con dignidad”… Y ella se echó a llorar…”Solo me muero, nada más, sé que aún soy joven, pero tenemos que aceptar, sobre todo por tu bien, que hasta aquí llegó mi tiempo. Quiero liberarme de las pastillas, quiero recuperar mi vida, mi conciencia, antes de morir y sobre todo quiero morir libre, aunque me voy con el desconsuelo de no tener más vida para compensarte”…Y ella, solo me pidió que durmiera en su lado de la cama, para que cuando yo ya no estuviera, pudiera dormirse en la huella de mi cuerpo y así estaría más que compensada, solo con eso.

Y recordé que semanas después le pedí el último favor, cuando ya apenas me quedaban suspiros en la recamara…”No quiero esquelas, ni velatorio, ni coronas de flores, ni siquiera un funeral… Lo que sí quiero es que mi muerte sirva para algo…ya que no puedo donar mis órganos, quiero que plantes un árbol con mis cenizas, aquí te dejo las instrucciones, esta todo atado y liquidado…y será un cerezo… aportaré oxigeno, sombra y cobijo, y cuelga de las  ramas todos nuestros recuerdos, no dejes esos apegos materiales cerca de ti, yo te los guardaré  y los podrás visitar siempre que quieras, será como si no me hubiera ido…del todo ¿Lo harás?”…


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Relato. "La vida pasa" por María Vanessa López Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Basada en una obra en relatosdelacolmena.blogspot.com.