lunes, 20 de marzo de 2017

Cuando no éramos niños



Manuel, formaba parte de una familia numerosa, tenía nada más y nada menos que trece hermanos, y él ocupaba el cuarto lugar. Su vida transcurría entre la escuela, la playa, a veces el cuidado de sus hermanos pequeños y los recados de su madre y las vecinas, además de coleccionar soldaditos de plomo.

Vivían en un barrio de calles empinadas, subir y bajar era como caminar por la hipotenusa de un triángulo rectángulo, poblado de cuevas encaladas convertidas en casitas en la ladera de un barranco, dónde el trueque entre vecinos era el pan de cada día. Si una vecina arrugaba papas y otra asaba sardinas, intercambiaban mitad y mitad; si algún vecino necesitaba agua, Manolo a cambio de un pedazo de mantequilla o a cambio de las gracias, bajaba al pozo y subía cargado con dos baldes por las empinadas calles de tierra. Su dieta habitual se basaba en gofio, pescado salado y potaje, y muy de vez en cuando pan con aceite y azúcar, y si había suerte en lugar de aceite, mantequilla.

Estudiaba con los curas, en la escuela de los ricos, y era tan avispado que casi sin respirar te enumeraba los ríos con sus afluentes e incluso dónde desembocaban; el cura siempre lo retaba, cogía el libro de quinientas setenta y tres páginas dónde se recogían todas las materias, y metía la mano al azar, deslizaba la página, la ojeaba y le preguntaba, y en muy pocas ocasiones falló. Como era un estudiante brillante, el director de la escuela con el resto de los profesores decidieron darle una beca, pero muy a su pesar, con un nudo de rabia en la garganta tuvo que rechazarla.

El día anterior a la oferta de los curas, su madre lo llamó a la cocina. Invitó a su hijo a sentarse en sus rodillas y le dijo con voz dulce a la par desconsolada por lo que le iba a pedir a aquella criatura de tan solo siete años...”cariño tienes que ponerte a trabajar”…Aquel chiquillo abrazo a su madre, se bajó de sus rodillas y se fue a jugar con un coche de alambre. Después de un buen rato, su madre lo miró esperando alguna palabra, alguna reacción de aquel cuerpecito moreno, descalzo sobre el terroso suelo, con un minúsculo pantalón color azul y una gorra de Pepsi desgastada, pero no dijo nada, solo jugaba. Lo que su progenitora no sabía, era que desde aquel instante su hijo había sido capaz de colocarse en otra dimensión, se había colocado al otro lado de la realidad, exactamente dos palmos.

Se volvió conformista, resignado a las circunstancias, a la vida. Pero había algunas cosas que tenía claras: si se enfadaba, se enfadaba de verdad, no le gustaba perder el tiempo enfadándose para solucionarlo después, por lo que casi nunca se enfadaba y cuando lo hacía, lo hacía de verdad. Poco a poco adquirió la capacidad de transformar los dramas en comedias, de quitarle importancia a lo importante, de obviar la enfermedad, su vida se tornó en pura alegría, a veces hasta daba la sensación de que todo le daba igual, aunque estar a su lado era como vivir en un musical. Tenía la gran y envidiable capacidad de manejar los problemas, en cuestión de horas o como mucho un día el problema ya no existía, era el mejor dándole la vuelta a las circunstancias.

Su primer trabajo fue de recoge-pelotas en el club de tenis, dónde tenía que recoger las bolas de sus ex-compañeros ricos, y aunque la mayoría le sacaba una cabeza, él se hacía respetar. Allí había otros ex-compañeros de clase, los que habían dejado de ser niños como él, los que se quedaban desconsolados viendo como sus amigos se iban a la playa después de la jornada escolar, mientras ellos estaban allí sufriendo los rayos implacables del Sol, dejando de  jugar para trabajar, saltándose etapas, olvidando el peso de las propinas en sus bolsillos. El consuelo que le quedaba a Manolito, después de dejar el sueldo en casa, eran las perras chicas que su madre le dejaba para el cine o castañas, o para comprar novelas del oeste.

Siguió trabajando, de botones, de repartidor, de dependiente en una farmacia e incluso de profesor de tenis. Después de algunos años de observación, y gracias a uno de los socios que cuando no tenía contrincante lo solicitaba para ocupar la ausencia, se convirtió en un gran jugador. Ganó torneos de tenis y también de frontón, y durante años combinó sus clases con otros empleos y ocupaciones, y ya por entonces se había convertido en un adolescente guapo y atlético, muy popular entre las féminas.
Su tiempo libre lo repartía entre el fútbol y el boxeo, sin faltar la visita a la playa de arena negra con cayados redondos que había delante de su casa, con un pequeño muelle. Una vez allí trepaba por la grúa que se utilizaba para sacar el pescado de los barcos, y desde lo más alto, bajo la atenta mirada de los bañistas se lanzaba de cabeza, en picado, y así podía estar hasta que se ponía El Sol. Se había hecho un experto en aprovechar bien los días libres, así que todavía le quedaba tiempo para ser un auténtico golfo. Robaba gallinas, se colaba en las fincas a robar tomates, en el cine por el puro placer de sentir el subidón de adrenalina si lo pillaba el acomodador y siempre estaba metido en broncas. Las peleas casi siempre terminaban convirtiéndose en verdaderos combates de boxeo, eso sí, siempre siguiendo las reglas, y solo bastaba una mala mirada para que activara “el modo gallo de pelea”, y más si había una muchacha por medio. De todas estas actividades de una manera u otra, sus progenitores se enteraban, y nada más entrar por la puerta de su casa las tortas volaban.

Su popularidad y chulería lo rodeo de amistades más golfas que él, los que habían sido sus enemigos se habían convertido en su compañía habitual. Pero la golfería de Manolo al fin y al cabo era sana, en cambio la de sus nuevas amistades iba más allá, así que se volvió conciliador, mediando entre aquella horda de  salvajes sedientos de trifulca. Salvó a más de uno de monumentales palizas  e incluso algunos les deben el presente y uno la vida.

Pasó el tiempo, La Transición, pasaron guateques a las seis de la tarde amenizados por la música del picú, viajes, el hombre en La Luna, trabajo y más trabajo, pasaron las tardes en el balneario, en el cine, los paseos en el Alfa Romeo color champán, pasaron muchachas y golfos por su vida, boda, hijos, nietos, y trabajo y trabajo. Y aunque nunca fue niño del todo todavía le queda en sus ojos del color de la miel, ese brillo de picardía infantil, de juventud perpetúa, todavía le quedan ganas de reírse cuando hay que estar en silencio, ganas de jugar, de correr, ganas de seguir viviendo a dos palmos de la realidad.

Para mi padre

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Relato: "Cuando no éramos niños" por Maria Vanessa López Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
Basada en una obra en relatosdelacolmena.blogspot.com.