sábado, 5 de noviembre de 2016

Dos metros y diez centímetros



Pesó la friolera de quince kilos y trescientos gramos al nacer, y aunque llegó a este mundo por cesárea, su pobre madre agotada, durmió dos días seguidos. Hasta la fecha sigue en el libro de los records, y la verdad es que siempre fue una persona muy peculiar.

Llevaba dos  tallas más de la que le correspondía a su edad, y con ocho años ya calzaba un cuarenta. Tenía una fuerza sobrehumana, y le encantaba por alguna extraña razón, cargar cosas; si había una mudanza en el barrio, allí estaba él. Le gustaba cargar cualquier cosa, cuánto más peso mejor, tanto que incluso sus progenitores pensaron en apuntarlo en el noble deporte de la halterofilia, pero no demostró mucho interés, porque lo divertido para él, lo que realmente lo motivaba era el hecho de demostrarse a sí mismo que podía con todo el peso del mundo.

Su enorme porte lo llevó pasada la adolescencia, a tener que llevar casi toda su ropa a medida y por supuesto el calzado; su cama también era a medida, cuando te  recostabas sobre el enorme colchón, nada barato por cierto, te daba la sensación de que te ibas a quedar vagando entre sus sabanas hasta el final de tus días.  No llevó la vida que todos esperaban: ni pesas, ni un fue gran jugador de baloncesto, ni un salvaje de la lucha libre, ni se casó con una mujer tan grande y tan alta como él, ni tuvo descendencia ni más alta y ni más grande, y no entrarían en el libro de los records como la familia más alta del mundo. El camino que eligió, estaba totalmente alejado de las expectativas que habían caído sobre él desde muy pequeño. Aspiraba a lo más alto desde sus ya dos metros y diez centímetros de altura.

Todo lo aprendió rápido, con nueve meses caminaba, habló con fluidez al año y medio y aprendió a leer, o más bien a engullir montañas de libros a los tres años. Era sorprendentemente increíble ver como aquella enorme personita, que todavía usaba chupa y pañal, porque en eso fue tardío, leyéndote en voz alta y clara el comienzo de El Principito. Su familia estaba encantada de tener un niño como él, y solo a él, porque el cuerpo de su madre quedo tan deteriorado después de llevar dentro a tal inmenso bebé, que no pudo darle un hermano, así que todo era para y por él.
Por su enorme mesilla de noche, que más bien parecía un escritorio, pasó Benedetti, Borges, Don DeLillo, García Márquez, Galdós, Poe, Naboko….Enciclopedias, poesías, ensayos, biografías y autobiografías, diarios, aforismos, novelas, cuentos, revistas científicas, de jardinería, mecánica…todo lo que caía en sus manos pasaba por sus ojos, y nunca era suficiente.

A parte de leer y cargar cosas, acudía obligadísimo a la escuela. No es que fuera tímido o tuviera problemas para relacionarse, simplemente era bastante selectivo con sus amistades, aunque para su desgracia, su físico lo había convertido en alguien bastante popular y siempre lo rodeaban los moscones, con vidas vacías, con conversaciones que le parecían de mierda, para luego contar por ahí  lo increíble que era tener un amigo de dos metros y diez centímetros, con él que solo habían intercambiado dos frases en meses, y eso lo aburría. Así que siempre buscó la compañía y la amistad de personas que casi le doblaban la edad y más, lo que le privó de jugar, aunque nunca fue un niño muy lúdico. Era como si su físico se hubiera comido al niño y a la picardía; a veces serio, malhumorado y otras fingidamente simpático, pero cuando sacaba su inteligente humor a pasear, solía ser escalofriantemente negro.

Continuó con sus estudios y sus lecturas e incluso sufrió un episodio leve de hipergrafía, escribía notas, pensamientos, correcciones, críticas o simplemente palabras en los márgenes de sus sagrados libros, pero su excesivo autocontrol rápidamente le sacó esa necesidad compulsiva de escribir. El único vicio que se permitía de vez en cuando, eran  los textos con alto contenido erótico, algunos incluso rozando la perversión, masturbaba a su cerebro y luego a su pene, y después de la erupción de energía se deshacía en una corta siesta, pero solo dos veces por semana.

Sus conocimientos eran infinitos, había terminado con todo lo que académicamente era posible, y ya era hora de enfrentarse al mundo, un mundo que desde su altura se veía diferente. Además de mirar a los demás por encima del hombro literalmente, también lo hacía para sus adentros, todo el mundo le aburría, nadie era suficientemente intelectual como para medirse con él, su ego era tan grande como su cuerpo, se sentía como un dios, porque eso es lo que le habían hecho creer.

En todas las empresas, entidades, universidades, corporaciones y más, lo querían, lo desean, y las ofertas le llovían, y su ego las rechazaba, hasta que llegó a la séptima entrevista. El entrevistador buscaba un sustituto para su persona, se jubilaba, y quería elegirlo él mismo. Disimulando la sorpresa ante la altura y grandeza de aquel ser humano, lo hizo pasar. Primero habló el entrevistado a petición del entrevistador, y desde aquella silla minúscula que comprimía su cuerpo, comenzó a escupir todo el contenido de su cerebro con una soberbia desmesurada, fue tal el subidón que le dio a su ego, que cuando el entrevistador le preguntaba ni siquiera lo escuchaba, no podía  dejar de enumerar una por una todas las sabidurías que había recolectado a lo largo de su vida.

Cuando terminó con su discurso egocéntrico, el entrevistador lo miró humildemente a los ojos y le devolvió unas palabras…”toda mi niñez y mi juventud la pase entre libros, ideas, frustraciones y un obsesivo autocontrol. El resto de mi vida hasta ahora, con sesenta y cuatro años a mi espalda, miro hacia atrás y lo único que he hecho es vivir para trabajar, para amasar conocimiento, para alimentar a mi ego, renunciando a los apegos, al humor, a la equivocación, al descanso, midiéndome con las personas, competiendo constantemente con el mundo y todo para demostrarme a mismo que podía hacerlo, que podía con todos, y la vida ha volado, y ahora estoy aquí, delante de usted, pensando en que mierda voy a hacer cuando me jubile…le voy a decir una cosa, algo que leí hace tiempo y me sirvió de mucho…¿supongo que conoce a Jung? El entrevistado asintió con la cabeza…”Conozca todas las teorías. Domine todas las técnicas, pero al tocar un alma humana, sea apenas otra alma humana”…Si quiere el puesto, reflexione y vuelva mañana. Continuaremos con la entrevista”.

Era la primera vez en su vida, que alguien conseguía taparle la boca. Reflexionó concienzudamente durante toda la tarde, le dio vueltas y vueltas a su vida, la sacudió de un lado a otro, la desangró y recordó un sentimiento. La culpa, que oculta en las esquinas de su casa lo acechó cada segundo por haber dejado a su madre incapaz de darle un hermano, algo que deseaba enormemente, y ésta que era consciente de su presencia, lo intentaba compensar endiosando a aquella personita, inocente pero culpable, dándole todo y más, procurando que se sintiera especial e inigualable en cada cosa que hacía o decía; y llegó a la conclusión de que de ahí le venía esa afición por cargar cosas, estaba acostumbrado a cargar con la culpa.

Lo que tenía que hacer era quitarse de encima aquel autocontrol, aquellas mentiras y convicciones que lo habían convertido en un ser borroso. Una noche de síndrome de abstinencia, de sudores, vómitos, temblores, visiones y cansancio, hasta que exhausto se quedó dormido en la más absoluta humildad.

A la mañana siguiente, agotado pero distinto, entró en el despacho agachando la cabeza para no darse con el marco de la puerta, se acomodó como pudo en la diminuta silla, y antes de que el entrevistador continuará dónde lo habían dejado el día anterior, aquel hombre de dos metros y diez centímetros le dio las gracias por darle a su vida una segunda oportunidad.




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Relato: "Dos metros y diez centímetros" por María Vanessa López Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Basada en una obra en relatosdelacolmena.blogspot.com.