lunes, 16 de noviembre de 2015

La separación.



Llevaba tiempo, rondando en mi pensamiento, la idea de cambiarlo, pero no porque yo no lo quisiera, era él. Primero me quitó la palabra, y lo que vino después me hizo plantearme el cambio, por su bien. Le debía mucho, y en muy pocas ocasiones le agradecí los incontables momentos en los que estuvo ahí, escuchándome, riéndose conmigo de la vida, llorándole juntos a la muerte. Siempre lo había tenido ahí para mí, para mi egoísmo y podría tener una infinidad de motivos para querer salir de mi vida.

Los dolores en el pecho eran insoportables, a veces hasta se podía ver como se retorcía debajo de mis tejidos y podía sentir su dolor, sus ganas de escapar. Tanto fue así, que en una ocasión lo vomité. Había sido un día largo y tedioso, lleno de conflictos, de mala meteorología, de comer rápido y no poder ni siquiera ir al baño a eliminar toxinas. Cuando llegó la hora de la cena, parecía que me colgaba del cuello un collar con un yunque como medallón, estaba cansado y la cena fue agotadora, tanto que seguidamente me tuve que acostar. El dolor del pecho contagió al resto de mi cuerpo, y aparecieron náuseas y sudores fríos; a duras penas llegué al baño  y delante del espejo contemplando el color casi cianótico de mi piel, vomité, pero no la cena. Bajo mi aterrada mirada, se lanzaba desde mi boca mi pequeño y sufrido corazón, por suerte no se había desprendido del todo de mí, colgaba de una pequeña y fina tripa, y de un empujón me lo volví a tragar. Comprendí que sufría un cuadro grave de ansiedad, que estaba al borde del suicidio, así que había llegado el momento de pagarle mi deuda.

Me dedique a él, a buscarle un nuevo compañero. Acudí a la  calle de los bazares y me fije detenidamente en todas y cada una de las vitrinas, hasta que leí lo que estaba buscando en el local número veintidós. Al entrar recibí una mezcla de  olores, repugnantes a la par que agradables, y el saludo amable de la dependienta. Una señora de un metro y medio más o menos de estatura, rondando los sesenta, con unos pechos bastantes voluminosos, pelo corto, rubio platino, y sus ojos eran fascinantes; era como si se hubieran mezclado todos las tonalidades del color azul en sus pupilas, y eran unos ojos adorables, al mirarlos te entraba la necesidad de contarle toda tu vida, todos tus inconfesables deseos y más.

Después de curiosear por la tienda, me dirigí a la sonrosada mujer y le expuse mi caso. Le indiqué que mirara a mi pecho, para que comprobara la veracidad de lo que le había contado: mi corazón ya no me soportaba; ahí seguía luchando por salir de mi ser. La dependienta no me hizo muchas preguntas, estaba bastante claro, así que me dio unos formularios que tenía que rellenar y una hoja en blanco para que plasmase en él, un inventario sobre mi corazón.
Rellené los formularios, los dejé encima del mostrador y me fui a casa a hacer el inventario. Me quedaba una noche muy larga por delante, inventariando treinta y ocho años en su compañía. Arrastre la silla hasta la mesa de la salita, y me dispuse a escribir bajo la atenta mirada de mi corazón.

1. Kilos y kilos de humo.
2. Millones de horas de esfuerzo.
3. Cuatro muertes.
4. Grasas saturadas.
5. Mucho azúcar refinado.
6. Música (adjunto la banda sonora  de su vida).
7. Toneladas de orgasmos.
8. Tres hiperventilaciones.
9. La mitad de mis responsabilidades.
10. Cansancio.
11. Amor del bueno y amor del malo (más del primero, afortunadamente).
12. Rencores, arrepentimientos, quejas, justicia.
13. Jolgorios, reencuentros y despedidas (hasta nunca y hasta siempre)
14. Muchos momentos de felicidad absoluta, sin conservantes ni colorantes.
15. Dietas y empachos.
16. Dolor físico y dolor del otro.
17. Colores y olores.
18. Satisfacciones personales y ajenas.
19. Toneladas de palabras.
20. De emociones va cargado.
21. Sustos, caídas, picores.
22. Cicatrices de sutura.
23. Películas, fotos, voces.
24. Mascotas.
25. Libros.
26. Tormentas con sus calmas.

Seguramente se me quedaban muchas cosas, pero lo importante estaba.

Al día siguiente, a media mañana, casi arrastrándome del dolor, llegué a la calle de los bazares. En la puerta del veintidós colgaba un cartel “vuelvo en media hora”, y el corazón se me agito, ya no le quedaba ni un gramo de paciencia. Fueron los treinta minutos más lentos de toda nuestra vida.
Cuando llegó la amable dependienta, la fatiga me tenía buscando puntos de apoyo para no desmoronarme. Nada más entrar me ofreció una silla y un vaso de agua mezclado con unas hierbas “secreto de la casa”; al tercer sorbo mi corazón se había calmado milagrosamente. La dependienta me indicó que tendría que llevarme una bolsita de aquel remedio mágico, porque esto de cambiar de corazón no se hacía de un instante a otro, y lo iba a necesitar. Después de leer el inventario, resolvió el misterio del por qué mi corazón ya no quería estar conmigo. En aquella lista no aparecían por ningún lado el deseo y la pasión, y sin eso un corazón se deprime, aunque hubiera hecho lo que había inventariado y más, sin esas dos cosas, todo quedaba en balde. Por desgracia, por mucho empeño que pusiera en dárselo, ya era tarde. Pero todavía no se iba a producir la despedida, la amable señora tenía que enviar el inventario y los formularios a la caja central de corazones, y esperar a que le dieran noticias de uno adecuado para mí, y claro está, encontrar un huésped adecuado para el que todavía era mi corazón.

La bebida de contenido misterioso, la tenía que ingerir tres veces al día para mantener al dolor de mi corazón a raya, aunque esos momentos de paz eran quizás aún más desesperantes, porque sentía muerto a mi corazón. Repase desesperadamente mi vida, buscando el por qué de esas ausencias y las encontré. Hasta ese momento controlaba todo lo que ocurría a mi alrededor, no me permitía un mal paso, no me dejaba llevar por el momento, ni saltaba al vacio de la incertidumbre sin asegurarme primero, de que al llegar encontraría un buen colchón en el que aterrizar; nunca había sido libre del todo y mi pecho se  había convertido en una prisión para él, en definitiva había privado a mi corazón de la verdadera sal de la vida.

Y yo no quería a otro, lo quería a él. Le prometí una y otra vez deseo, pasiones, palpitaciones de pura emoción; le prometí saltos al vacío, sin control, sin futuro, solo presente. Le prometí y prometí, sin respuesta, pero no me di por vencido, porque valía la pena agotarme hasta la  extenuación, si conseguía que aquel magnífico y perfecto corazón se quedara conmigo. Le prometí y prometí hasta que me preguntó: “¿promesas de  las buenas o promesas de las desesperadas?” Ya me había olvidado del sonido de su voz, y al oírla de nuevo mis ojos se rompieron en lágrimas de desconsuelo, como si mi vida dependiera de esa respuesta, y grité con la mayor de las pasiones: ¡de las buenas, de las buenas! ¡Te lo prometo por mi vida, que sin ti no tendría rumbo!

A la  mañana siguiente  acudimos a la calle de los bazares, al local número  veintidós. Entramos con ímpetu y bajo la encantadora mirada de la dependienta, dijimos al unísono: “venimos a anular nuestro contrato de separación y nos llevamos otra bolsita del secreto de la casa, o mejor dos. Por favor”.

Licencia Creative Commons
Relato: "La separación". por María Vanessa López Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Basada en una obra en relatosdelacolmena.blogspot.com.

domingo, 8 de noviembre de 2015

Apagón



Aquella estructura no había sido levantada para tal fin, pero con el tiempo se convirtió en mi hogar, en mi destartalado hogar. Nació siendo una parada de camiones  hasta que mi familia, a la que yo por aquel entonces todavía no conocía, compró el terreno, y poco a poco, ladrillo a ladrillo fueron convirtiendo a aquel inmenso garaje en una casa de tres plantas, de dudosa fiabilidad, en cuanto a estructura se refiere. La mezcla de opiniones, los que decían ser albañiles con el lema de “ustedes no saben nada, el albañil soy yo” y los materiales cogidos prestados de otras obras, además de muchas manos que con buena voluntad contribuyeron con sus conocimientos, a convertir a aquel pequeño edificio en algo destartalado e inestable, de esas casas que nunca se terminan  de arreglar.

La casa tenía un sinfín de recovecos. Se perdían cosas, no solo pequeñas, también grandes, como un equipo de música, sillas, conejos, parecía cosa de magia. Había lugares a miles para guardar lo que quisieras, incluso si te escondías podían tardar días en encontrarte. A parte de los seres humanos que allí vivíamos, nueve en total, nos acompañaban gatos, perros, pájaros, un hurón agresivo y una población entera de cucarachas, voladoras incluidas, así que crecimos con el miedo de que algún día se te metieran en la boca mientras dormías y te convirtieras en una de ellas, como en la película La Mosca, o en el zapato que te fueras a poner. Pero intentábamos convivir todos en armonía.

La casa no evolucionó. No sé porque motivo, nos quedamos sumidos en lo retro. Éramos los únicos vecinos de la calle, supongo que también del barrio y del resto del mundo, que aún vivíamos con ciento veinticinco vatios de luz. Nada más entrar por el zaguán, te topabas con transformadores de la luz, y avanzabas por  la  casa y habían más y más, parecía que crecían de forma natural en el suelo y las paredes. Fuera lo que fuéramos a utilizar teníamos que estar siempre transformando vatios, llevando a  aquellos pesados artefactos contigo a todas partes. Utilizar el secador del pelo era toda una odisea, tenías que empezar horas antes, ya que era un baile de apaga y enciende que se podía alargar horas; cuando teníamos algún evento familiar nos levantábamos cuando todavía no había salido el sol, para comenzar con ese movimiento de transformadores y estar preparados a tiempo.

Y utilizar la lavadora, ya ni les cuento.

Esto de la luz, aunque a veces era bastante insufrible, tenía su lado divertido. La instalación eléctrica vieja y aburrida, a veces nos ofrecía momentos inolvidables. Los plomos estaban en el piso de abajo, justo al lado de la puerta de entrada, que pedía a gritos una mano de pintura, y ubicados a su vez al lado de una pecera, con agua pero sin habitantes, por lo menos no con branquias. Cuando en la casa había muchos aparatos funcionando a la vez, la instalación eléctrica no lo soportaba  y saltaba la palanca, o como se gritaba en mi casa ¡se saltaron los plomos!

Cuando se escuchaba esa frase a grito pelado, poníamos en práctica un plan de acción que teníamos toda la familia en caso de apagón, éramos como un equipo de asalto, sobre todo por la noche. Primero teníamos que asegurarnos  de que no era un apagón general, y para ello íbamos a la azotea y nos asomábamos  a la calle para comprobar si las otras casas  y las pocas farolas que había en la vía pública tenían luz; en el caso de que fuera un apagón general, simplemente nos tocaba esperar. Sacábamos el alijo de velas, fósforos y platitos de café, y la casa se convertía en una iglesia el día de todos los santos. Mientras se comenzaban a consumir las velas, derramándose en los platitos, se iban proyectando sombras en las paredes, y acompañadas de los brillantes y perfectos ojos de los gatos, doce ojos en total, que te observaban desde los lugares más inexplicables, sentías un escalofrío de miedo absoluto. Ya en ese momento intentabas anticiparte a los sustos, pero sin resultados, de repente una mano te agarraba la nuca en plena oscuridad, provocando el aceleramiento del pulso a  velocidades insospechadas o te susurraban al oído “voy a por ti”, provocó que mi vejiga estuviera a punto de tirar la toalla en más de un apagón.

En alguna ocasión se frieron papas a la lumbre de las velas, era un momento de libertad total, de comer piñas de millo asadas con mantequilla. Saltábamos en las camas, nos pegábamos con ganas  para luego escondernos, salíamos a la azotea con los platitos, descalzos y nos poníamos cera en los  dedos  de las manos, y hacíamos como si nos despellejáramos vivos. Y la casa nos guardaba otra increíble diversión. Una  curiosidad magnifica, deseo de cualquier niño que no fuera alérgico a las tizas. Las puertas de mi casa, eran una combinación de cristal, de mitad para arriba, y aunque parezca increíble, de mitad para abajo eran una pizarra, y en la oscuridad podíamos dibujar y escribir lo primero que nos viniera a nuestras curiosas y depravadas mentes infantiles: las palabras puta y coño no faltaban, acompañadas de risitas malévolas.

Pero si te asomabas por la azotea y comprobabas que en el resto de las viviendas se gozaba de luz, y que el alumbrado funcionaba perfectamente, teníamos que pasar a otro plan. Como la caja de los plomos estaba abajo, teníamos que bajar dieciocho escalones a la luz de las velas, porque curiosamente no había ninguna linterna en mi casa. Hasta ahí bien, pero ahora entran en juego la comarca de cucarachas que inundaban esa parte de mi hogar. El centro de la vivienda tenía un amplio patio, que sin luz era aterrador. Bajo el silencio escuchabas a los pájaros raspando con sus uñitas el suelo de las jaulas, y podías escuchar el murmullo de las cucarachas caminando a sus anchas. Y había que decidir quién bajaba. Como mis padres querían que fuéramos valientes nos mandaban a nosotros, con una vela cada uno y con muchas ganas de llorar. Bajábamos muy pegaditos, casi a empujones, y aquella escalera se hacía interminable. Peldaño a peldaño, te daba la sensación de que ya tenías el cuerpo lleno de cucarachas, y te daban más ganas de llorar. Lo peor era cuando pasaban a tu lado volando, oías su aleteo, sintiendo una tenue brisa desprendida por su exoesqueleto aerodinámico y enfocabas con la llama para contemplar al insecto repugnante que convivía contigo; en ese momento lo soltabas todo y bajabas los escalones de tres en tres.

Antes de llegar a los plomos, a la palanca que nos salvaría el corazón de morir de un susto, llegábamos al patio, sombrío, y abríamos la puerta para cruzar el largo zaguán. El techo era falso, para ser más precisos de láminas de corcho, era espantoso  y allí en el espacio que había entre el techo falso y el de verdad, vivían el grueso de la colonia de cucarachas. El sonido era espeluznante, te las  imaginabas conglomeradas, pisándose las unas a las otras, y te daban más ganas de llorar, y te sentías desgraciado por no tener doscientos veinte vatios. Por fin cuando llegabas a la  caja y la abrías con cuidado, te podías encontrar con una sorpresa llena de pequeñas patitas,  o con una sorpresa no tan asquerosa pero difícil de digerir; a veces era tal la sobrecarga para los viejos y cansados plomos, que la palanca se resistía a subir, y teníamos que esperar, con ganas de llorar, porque  teníamos que atravesar de  nuevo el campo de batalla, para volver a bajar cuando mis padres consideraban que ya la palanca subiría sin oponer resistencia. La sensación de bichos caminado por tu espalda no se te quitaba hasta que te dormías.

Cuando todo terminaba, y se hacia la luz, venía lo divertido. Mis padres nos narraban con todo lujo de detalle, nuestros gritos y como subíamos atropellados por las escaleras, cual manada de ñus, con ganas de llorar. A pesar del asco y los sustos tenía su lado divertido y momentos de un valor incalculable, porque  un apagón en mi casa era como estar en Navidad.



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Relato: "Apagón". por María Vanessa López Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Basada en una obra en relatosdelacolmena.blogspot.com.