domingo, 8 de noviembre de 2015

Apagón



Aquella estructura no había sido levantada para tal fin, pero con el tiempo se convirtió en mi hogar, en mi destartalado hogar. Nació siendo una parada de camiones  hasta que mi familia, a la que yo por aquel entonces todavía no conocía, compró el terreno, y poco a poco, ladrillo a ladrillo fueron convirtiendo a aquel inmenso garaje en una casa de tres plantas, de dudosa fiabilidad, en cuanto a estructura se refiere. La mezcla de opiniones, los que decían ser albañiles con el lema de “ustedes no saben nada, el albañil soy yo” y los materiales cogidos prestados de otras obras, además de muchas manos que con buena voluntad contribuyeron con sus conocimientos, a convertir a aquel pequeño edificio en algo destartalado e inestable, de esas casas que nunca se terminan  de arreglar.

La casa tenía un sinfín de recovecos. Se perdían cosas, no solo pequeñas, también grandes, como un equipo de música, sillas, conejos, parecía cosa de magia. Había lugares a miles para guardar lo que quisieras, incluso si te escondías podían tardar días en encontrarte. A parte de los seres humanos que allí vivíamos, nueve en total, nos acompañaban gatos, perros, pájaros, un hurón agresivo y una población entera de cucarachas, voladoras incluidas, así que crecimos con el miedo de que algún día se te metieran en la boca mientras dormías y te convirtieras en una de ellas, como en la película La Mosca, o en el zapato que te fueras a poner. Pero intentábamos convivir todos en armonía.

La casa no evolucionó. No sé porque motivo, nos quedamos sumidos en lo retro. Éramos los únicos vecinos de la calle, supongo que también del barrio y del resto del mundo, que aún vivíamos con ciento veinticinco vatios de luz. Nada más entrar por el zaguán, te topabas con transformadores de la luz, y avanzabas por  la  casa y habían más y más, parecía que crecían de forma natural en el suelo y las paredes. Fuera lo que fuéramos a utilizar teníamos que estar siempre transformando vatios, llevando a  aquellos pesados artefactos contigo a todas partes. Utilizar el secador del pelo era toda una odisea, tenías que empezar horas antes, ya que era un baile de apaga y enciende que se podía alargar horas; cuando teníamos algún evento familiar nos levantábamos cuando todavía no había salido el sol, para comenzar con ese movimiento de transformadores y estar preparados a tiempo.

Y utilizar la lavadora, ya ni les cuento.

Esto de la luz, aunque a veces era bastante insufrible, tenía su lado divertido. La instalación eléctrica vieja y aburrida, a veces nos ofrecía momentos inolvidables. Los plomos estaban en el piso de abajo, justo al lado de la puerta de entrada, que pedía a gritos una mano de pintura, y ubicados a su vez al lado de una pecera, con agua pero sin habitantes, por lo menos no con branquias. Cuando en la casa había muchos aparatos funcionando a la vez, la instalación eléctrica no lo soportaba  y saltaba la palanca, o como se gritaba en mi casa ¡se saltaron los plomos!

Cuando se escuchaba esa frase a grito pelado, poníamos en práctica un plan de acción que teníamos toda la familia en caso de apagón, éramos como un equipo de asalto, sobre todo por la noche. Primero teníamos que asegurarnos  de que no era un apagón general, y para ello íbamos a la azotea y nos asomábamos  a la calle para comprobar si las otras casas  y las pocas farolas que había en la vía pública tenían luz; en el caso de que fuera un apagón general, simplemente nos tocaba esperar. Sacábamos el alijo de velas, fósforos y platitos de café, y la casa se convertía en una iglesia el día de todos los santos. Mientras se comenzaban a consumir las velas, derramándose en los platitos, se iban proyectando sombras en las paredes, y acompañadas de los brillantes y perfectos ojos de los gatos, doce ojos en total, que te observaban desde los lugares más inexplicables, sentías un escalofrío de miedo absoluto. Ya en ese momento intentabas anticiparte a los sustos, pero sin resultados, de repente una mano te agarraba la nuca en plena oscuridad, provocando el aceleramiento del pulso a  velocidades insospechadas o te susurraban al oído “voy a por ti”, provocó que mi vejiga estuviera a punto de tirar la toalla en más de un apagón.

En alguna ocasión se frieron papas a la lumbre de las velas, era un momento de libertad total, de comer piñas de millo asadas con mantequilla. Saltábamos en las camas, nos pegábamos con ganas  para luego escondernos, salíamos a la azotea con los platitos, descalzos y nos poníamos cera en los  dedos  de las manos, y hacíamos como si nos despellejáramos vivos. Y la casa nos guardaba otra increíble diversión. Una  curiosidad magnifica, deseo de cualquier niño que no fuera alérgico a las tizas. Las puertas de mi casa, eran una combinación de cristal, de mitad para arriba, y aunque parezca increíble, de mitad para abajo eran una pizarra, y en la oscuridad podíamos dibujar y escribir lo primero que nos viniera a nuestras curiosas y depravadas mentes infantiles: las palabras puta y coño no faltaban, acompañadas de risitas malévolas.

Pero si te asomabas por la azotea y comprobabas que en el resto de las viviendas se gozaba de luz, y que el alumbrado funcionaba perfectamente, teníamos que pasar a otro plan. Como la caja de los plomos estaba abajo, teníamos que bajar dieciocho escalones a la luz de las velas, porque curiosamente no había ninguna linterna en mi casa. Hasta ahí bien, pero ahora entran en juego la comarca de cucarachas que inundaban esa parte de mi hogar. El centro de la vivienda tenía un amplio patio, que sin luz era aterrador. Bajo el silencio escuchabas a los pájaros raspando con sus uñitas el suelo de las jaulas, y podías escuchar el murmullo de las cucarachas caminando a sus anchas. Y había que decidir quién bajaba. Como mis padres querían que fuéramos valientes nos mandaban a nosotros, con una vela cada uno y con muchas ganas de llorar. Bajábamos muy pegaditos, casi a empujones, y aquella escalera se hacía interminable. Peldaño a peldaño, te daba la sensación de que ya tenías el cuerpo lleno de cucarachas, y te daban más ganas de llorar. Lo peor era cuando pasaban a tu lado volando, oías su aleteo, sintiendo una tenue brisa desprendida por su exoesqueleto aerodinámico y enfocabas con la llama para contemplar al insecto repugnante que convivía contigo; en ese momento lo soltabas todo y bajabas los escalones de tres en tres.

Antes de llegar a los plomos, a la palanca que nos salvaría el corazón de morir de un susto, llegábamos al patio, sombrío, y abríamos la puerta para cruzar el largo zaguán. El techo era falso, para ser más precisos de láminas de corcho, era espantoso  y allí en el espacio que había entre el techo falso y el de verdad, vivían el grueso de la colonia de cucarachas. El sonido era espeluznante, te las  imaginabas conglomeradas, pisándose las unas a las otras, y te daban más ganas de llorar, y te sentías desgraciado por no tener doscientos veinte vatios. Por fin cuando llegabas a la  caja y la abrías con cuidado, te podías encontrar con una sorpresa llena de pequeñas patitas,  o con una sorpresa no tan asquerosa pero difícil de digerir; a veces era tal la sobrecarga para los viejos y cansados plomos, que la palanca se resistía a subir, y teníamos que esperar, con ganas de llorar, porque  teníamos que atravesar de  nuevo el campo de batalla, para volver a bajar cuando mis padres consideraban que ya la palanca subiría sin oponer resistencia. La sensación de bichos caminado por tu espalda no se te quitaba hasta que te dormías.

Cuando todo terminaba, y se hacia la luz, venía lo divertido. Mis padres nos narraban con todo lujo de detalle, nuestros gritos y como subíamos atropellados por las escaleras, cual manada de ñus, con ganas de llorar. A pesar del asco y los sustos tenía su lado divertido y momentos de un valor incalculable, porque  un apagón en mi casa era como estar en Navidad.



Licencia Creative Commons
Relato: "Apagón". por María Vanessa López Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Basada en una obra en relatosdelacolmena.blogspot.com.

No hay comentarios:

Publicar un comentario