lunes, 6 de julio de 2015

El Chaque



Llevaba toda la mañana en casa exprimiéndome el cerebro, buscando las posibles soluciones a la torre de problemas que amenazaba con desplomarse en cualquier momento. Apenas quedaban en la destartalada despensa unas latas de conserva o de comida para gatos, no lo tenía claro, la compañía de la luz me había dicho adiós, la del agua me amenazaba con padecer la peor de las sequías y encima todos los líos en los que me habían metido la imprudencia, la soberbia y la avaricia, porque solo importaba yo. Había generado un enorme ovillo de mierda.

Pensaba, hacia listas de posibles soluciones, las rompía y me echaba a llorar como un niño chico, convirtiéndose en un ciclo vicioso que ya duraba tres días con sus tres noches. En la cuarta mañana que me disponía  a repetir la rutina, sonó el timbre del portero automático. Todos los pelos de mi cuerpo se pusieron en pie y mi corazón al borde de la arritmia; no sé por qué me quede inmóvil, sin hacer ruido, sudando manantiales, mientras imaginaba a cámara rápida que problema podría estar presionando el botón del timbre.

Había varias posibilidades. Podría ser Colmena, mi camello, lo llamábamos así porque todos acudíamos a él como las abejas al panal. Empeñé algunas cosas y conseguí bastante dinero, que era a lo que yo estaba acostumbrado, pero antes de abonar mis deudas me pase por la auto caravana de unos amigos. Se me fue totalmente de las manos. Celebraban algo, ni siquiera recuerdo qué, y de invitadas de honor estaban la cocaína y la heroína, además de litros y litros de alcohol, a precio de amigo, pero había muchas señoritas viciosas a las que invitar. La heroína era mi golosina favorita. Las agujas me dan miedo así que me la fumaba, y esa noche quemé mucho papel de aluminio. Más de la mitad del dinero que había sacado de la casa de empeño, lo tenía en mi hígado, mis pulmones y mi cerebro.

No sé cómo llegue a la oficina del Colmena, con la estúpida certeza de que aceptaría un anticipo y que me permitiría fraccionar el resto de la deuda. No fue así. Después de una leve paliza, me dio cuarenta y ocho horas para pagarle. Y en el momento que picaron el timbre, caí en la cuenta que ya había expirado el plazo.

También podría ser la vecinita. Era una muchacha unos quince años más joven que yo, sé que pasaba la mayoría de edad. A veces coincidíamos en el ascensor, ella con la piel brillante a causa del sudor, con el pelo recogido en un moño y aquel conjunto del equipo de baloncesto, parecía estar en el preludio de una película erótica. Poco a poco nos hicimos algo más que vecinos. Una noche de madrugada, nos encontramos intentando insertar la llave en la puerta del portal, ella  bastante ebria, con un vestidito que provocaba a mi puesta imaginación; abrí la puerta, pulse el botón del ascensor y una vez dentro se me abalanzo sin mediar palabra. Nos fuimos a mi casa. Entre la oscuridad y el alcohol en sangre, me coloqué mal el preservativo, pero no me di cuenta hasta que en el momento menos inoportuno, se rompió. En ese instante me alegre, pensé que un hijo sería lo único bueno que tendría en mi retorcida vida hasta ese momento, y los llantos de la vecinita me tornaron a la realidad. Se marcho, diciendo que me tendría al tanto. Desde ese amanecer no la había vuelto a ver, y debo confesar que la espere alguna tarde. Así que su dedo podría estar pulsando el timbre, sola o acompañada en su interior.

La verdad es que me había buscado tantas posibilidades, había sido un chico muy malo, que digo malo de lo peor. Me satisfacía estar por encima de los demás, lograr lo que nadie había logrado, para luego pregonarlo a los cuatro vientos y andar por ahí como un pavo. Y algo que ponía a mi ego a mil revoluciones, eran las mujeres casadas. Me gustaba sentirme ganador, lograr que una mujer fiel a su marido, a unos principios, a unos votos matrimoniales, cayera en mis sábanas, y yo me sentía único, especial, triunfador. Y de eso me alimente, hasta que me pillaron y me amenazaron de muerte en más de una ocasión, así que existían posibilidades de que fuera alguno de esos maridos con la necesidad de afianzar su hombría, partiéndome la boca.

También tenía algún que otro juicio pendiente por hurtos menores. Robo de coches,  mercancía de los contenedores del muelle, en una iglesia… Un par de veces visite la comisaría, y un par de veces me arrearon el cuerpo con toallas mojadas. Podría ser el cartero trayéndome la carta certificada, con la notificación pertinente.

Me había metido en muchos negocios, de los que no salí bien parado, y por supuesto sin asumir ningún tipo de responsabilidad. Si chivándome salvaba a mi persona de una paliza, de la cárcel o de una multa generosa, no dudaba en hacerlo, lo que se traducía en más problemas. Me llamaban “El Chaque”, por chaquetero, y el apodo me lo había ganado a pulso.

Si había un ser humano a cien kilómetros a la redonda con ideas maliciosas, como un imán me atraía, sobre todo porque eso significaba dinero fácil. Me hice amigo de un farmacéutico, y trapicheamos durante unos meses con anabolizantes y hgh; él se encargaba de la química y yo hacia el resto. El hombre, aunque no era muy avispado, se percató de que me estaba quedando con las “vueltas”, y me mandó a tomar por dónde cargan los camiones. Ropa, piezas de motos, oro, todo tipo de aparatos de dudosa alta tecnología…roce hasta el  ámbito de la agricultura, sustrayendo sacos de papas de un almacén, con permiso de mi amigo el vigilante.

Y ahí estaba, muerto de miedo, sin familia, sin amigos, sin un atisbo de dignidad, acompañado únicamente  por el rebumbio de problemas  que no dejaba de mirarme.
El timbre volvió a sonar. Me levanté y sin pensarlo, sin preguntar quién era, apreté el botón y abrí la puerta un palmo, para volver al hueco del sillón. En cuestión de minutos, el golpe de unos nudillos pidiendo permiso para entrar, cerré los ojos, apreté los dientes y…

- Buenas tardes, ¿nos regala unos instantes de su tiempo? Venimos a mostrarle el Paraíso, venimos a abrirle el camino hacia su salvación. El apocalipsis esta cerca y nosotros le traemos el salvavidas.

Asentí con la cabeza y se ubicaron a mi lado con un manojo de folletos, inhalando la mezcla de aromas insalubres y el olor a café recalentado, que se esparcía por todo el apartamento. Que mejor compañía que unos jóvenes religiosos intentando salvar a mi ruinosa persona…En ese momento pensé: si ellos supieran.

Y el timbre volvió a sonar.

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Relato: "El Chaque" por María Vanessa López Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Basada en una obra en relatosdelacolmena.blogspot.com.es.