miércoles, 7 de diciembre de 2016

El barrio



El callejón no tenía edificios ni casas bonitas, todo lo contrario. Casi todas las viviendas estaban a medio terminar, algunas sin pintar, mostrando el ladrillo desnudo con chorretes de  cemento seco, y las que habían tenido la suerte de ser encaladas y pintadas, eran de colores variopintos; las cancelas herrumbrosas, los jardines poblados de vegetación, zaguanes inmensos, frescos en verano, las puertas abiertas o calzadas con una cuña de madera. Todo el mundo se conoce, todos se han visto crecer, han compartido funerales, bautizos, bodas, peleas, heridas y moratones, la ropa y el calzado, el pupitre del colegio…

En el lado impar de  la calle hay cinco casitas terreras, y aunque desde fuera parece que son de dos plantas, esconden un tercer piso camuflado para no tener que pedir los permisos de obra, construidos por los propios propietarios, algunos de ellos con muy poca idea de albañilería. Eran casas destartaladas, pero inmensas, con recovecos, con lugares donde reina el polvo, donde gozan las arañas, con azoteas para tender, para refrescarse en verano con la manguera, para cotillear. Los niños se alongan sobre los bajos muros o se suben a las estrechas cornisas, bajo la aterrada mirada de los viejos, y es raro el día que no se oiga en la calle…¡Muchacho te vas a matar, deja que se lo diga a  tu abuela!...A tu abuela…

En la casa verde-limón, vivía la familia Morales-Hernández. Eran seis: el abuelo materno, la madre, el padre, dos hijos y una hija, además de un hurón bastante cabrón. El abuelo sabía mucho de motores, había trabajado cuarenta y cinco años en la Citroën, y siempre estaba reparando algún chisme. Era un hombre  exageradamente hedonista, si un gas le apretaba las tripas lo expulsaba sin miramientos, atufando a cualquiera en cualquier lugar, escupía por todas partes emitiendo un sonido gutural indescriptible  y daba consejos inútiles, bastante bruto en sus dotes comunicativas, básicamente hacía y decía lo que le daba la gana sin pensar en las consecuencias.  De su boca salían barbaridades, como la vez que les dijo a sus  nietos, agarrándolos por los hombros, a saber por qué oculta razón… “mis niños las putas con la regla son más baratas”… Frases como esas y peores se le ocurrían de vez en cuando, lo bueno es que los niños desechaban al olvido la mayoría de las cosas que escupían los labios arrugados de aquel viejo bizarro, al igual que el resto de los vecinos. En el callejón se tenía a la familia como ricos o casi, por que habían salido una vez de la isla nada más y nada menos que en avión, además de ser los que mejor vestían, lo que se traducía en que simplemente tenían habilidad para combinar  colores.

En la  casa de al lado, la más bonita, azul con azulejos lleno de florituras, vivían dos hermanas solteras con Sorba, un Gran Danés. De pelaje negro y brillante, corpulento y muy de babarse. A dos patas era tan grande como ellas y sus ladridos tan graves que rebotaban de una punta a otra del callejón. Cuando tocaban el timbre, todos los vecinos se enteraban de que tenían visita porque el animal se desgañitaba anunciando la llegada del amigo de turno. Las chicas estaban muy solicitadas, era raro el fin de semana que no aparecieran en su puerta hombres de todos los tamaños  y colores, y aunque las viejas y las no tan viejas hablaban de ellas, muchas en el fondo pensaban “si yo hubiera sabido antes lo que sé ahora, hubiera hecho lo mismo”. La mayoría se habían casado jóvenes, madres jóvenes, abuelas jóvenes, y las dos muchachas provocaban en ellas una secreta envidia. Para disimular y parecer decentes se veían en la obligación de arrancarles la piel a tiras, dedicando a las vecinitas unos minutos de cuchicheos.

La casa contigua y la más conflictiva, era de un color que no se puede describir, desteñida por el paso del tiempo y el poco mantenimiento. Allí vivía la vieja Claudia con su numerosa familia, era la más anciana de los vecinos y la mujer ya mostraba síntomas de demencia. La octogenaria era ruda, poco afectiva y de muy pocas palabras, para hablar ya tenía el bastón. La sentaban en el patio, al solecito, mientras el resto de habitantes de la casa realizaban sus quehaceres. Le ponían la radio y allí se quedaba ella tan contenta, pero esa contentura se le iba cuando alguien entraba por la puerta. Fuera conocido o no, tenía la capacidad de defecar en su mano en el mismo instante, y con la puntería de un arquero olímpico les  lanzaba directamente a la cara el fétido y caliente proyectil, y mientras la víctima se quitaba la mierda de encima, la vieja remataba el ataque con un bastonazo en la parte trasera de los muslos, dejando al sujeto sumido en un humillante k.o. En aquella casa vivían cuatro generaciones: un camello drogadicto, una madre adolescente, una ludópata y dos alcohólicos, el resto se salvaba con sus más y sus menos, y Claudia a la cabeza del show que era aquella casa.

Justo al lado de la casa conflictiva había un solar, dónde iban los niños a jugar, pero no estaban solos. Los gatos lo utilizaban como picadero y retrete, y dejaban a su paso plagas y plagas de pulgas, que a su vez los niños se llevaban a casa. La calle nunca olvidará la plaga del 86, de hecho es un tema muy sensible para los vecinos.

La causa de esta infestación de mininos, fue por culpa de un vecino, Melchor. Vivía en la casa de al lado, la canela, con su mujer Benedicta y su hija. El hombre era muy aficionado a comer pescado, lo que provocaba que el umbral de su vivienda siempre oliera a fritanga. Sabías que iba a freír pescado cuando veías la puerta y las ventanas abiertas, preparado para la humacera que se montaba en la cocina. Un día se le ocurrió invitar a los gatos a los restos de pescado, y otro día y otro día. Al principio le hacía gracia, pero cuando empezaron a quedarse por manadas, dejó de administrarle las  raspas para que se fueran, pero no lo consiguió. Aquella parte de la calle gedía a orín de gato, la fachada de la casa apestaba a amoniaco y todos los vecinos aunque no se lo decían, porque ya el hombre tenía bastante, lo miraban y siempre con los ojos achicados pensaban “Culpable”. Pero lo bueno de Melchor y su familia, era que sabían disculparse. Dos noches al mes abrían las puertas de su casa para invitar a los vecinos a una divertida noche de bingo. Bajo los alaridos de los gatos en celo, se juntaban varios en el alargado jardín y se jugaban cartones y cartones, brindando con vinitos del país, y para acompañar a los vasitos montañas de gueldes.

Justo al lado, estaba la tienda de Doña Lala, que a su vez era su casa. La fachada de tonos grises y blancos, cuidadita, con un modesto jardín, con hamacas incluidas, daba con la esquina de la calle, donde empezaba el cruce hacia la avenida, otro mundo. Era una tienda pequeña, con olor a golosinas. Antes de ir al colegio, todos pasaban por allí a llevarse algo dulce para la larga y tediosa jornada escolar. La señora vivía con su marido manco y una hija solterona de cincuenta y ocho años, que padecía de un caso leve de esquizofrenia. La chica era tranquila, pero a veces le  daban subidones de adrenalina y se escapaba; aunque  lo que hacía la mayoría de las veces en ese  tiempo de libertad era desnudarse y pasear por el parque, pero cuando estaba  maniaca le lanzaba piedras a los barrenderos, porque el color fluorescente de sus uniformes la ponían nerviosa. Ya la conocían, y cuando se cansaba la acompañaban a la tienda, avergonzada y a medio vestir. Su padre siempre preguntaba… ¡¿le abrió la cabeza a alguno?!.... Por suerte la mujer no tenía ni pizca de puntería.

Aquella calle era como una gran familia, la propia y la ajena, y no importa el paso del tiempo, y no importa a dónde hayas llegado, porque  siempre quedaran inherentes los vecinos, la calle, el barrio, las casitas, el código postal, la comunidad, la tiendita… porque todo en su conjunto conforma la primera escuela de la vida.



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Relato: "El barrio" por María Vanessa López Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Basada en una obra en relatosdelacolmena.blogspot.com.