miércoles, 7 de diciembre de 2016

El barrio



El callejón no tenía edificios ni casas bonitas, todo lo contrario. Casi todas las viviendas estaban a medio terminar, algunas sin pintar, mostrando el ladrillo desnudo con chorretes de  cemento seco, y las que habían tenido la suerte de ser encaladas y pintadas, eran de colores variopintos; las cancelas herrumbrosas, los jardines poblados de vegetación, zaguanes inmensos, frescos en verano, las puertas abiertas o calzadas con una cuña de madera. Todo el mundo se conoce, todos se han visto crecer, han compartido funerales, bautizos, bodas, peleas, heridas y moratones, la ropa y el calzado, el pupitre del colegio…

En el lado impar de  la calle hay cinco casitas terreras, y aunque desde fuera parece que son de dos plantas, esconden un tercer piso camuflado para no tener que pedir los permisos de obra, construidos por los propios propietarios, algunos de ellos con muy poca idea de albañilería. Eran casas destartaladas, pero inmensas, con recovecos, con lugares donde reina el polvo, donde gozan las arañas, con azoteas para tender, para refrescarse en verano con la manguera, para cotillear. Los niños se alongan sobre los bajos muros o se suben a las estrechas cornisas, bajo la aterrada mirada de los viejos, y es raro el día que no se oiga en la calle…¡Muchacho te vas a matar, deja que se lo diga a  tu abuela!...A tu abuela…

En la casa verde-limón, vivía la familia Morales-Hernández. Eran seis: el abuelo materno, la madre, el padre, dos hijos y una hija, además de un hurón bastante cabrón. El abuelo sabía mucho de motores, había trabajado cuarenta y cinco años en la Citroën, y siempre estaba reparando algún chisme. Era un hombre  exageradamente hedonista, si un gas le apretaba las tripas lo expulsaba sin miramientos, atufando a cualquiera en cualquier lugar, escupía por todas partes emitiendo un sonido gutural indescriptible  y daba consejos inútiles, bastante bruto en sus dotes comunicativas, básicamente hacía y decía lo que le daba la gana sin pensar en las consecuencias.  De su boca salían barbaridades, como la vez que les dijo a sus  nietos, agarrándolos por los hombros, a saber por qué oculta razón… “mis niños las putas con la regla son más baratas”… Frases como esas y peores se le ocurrían de vez en cuando, lo bueno es que los niños desechaban al olvido la mayoría de las cosas que escupían los labios arrugados de aquel viejo bizarro, al igual que el resto de los vecinos. En el callejón se tenía a la familia como ricos o casi, por que habían salido una vez de la isla nada más y nada menos que en avión, además de ser los que mejor vestían, lo que se traducía en que simplemente tenían habilidad para combinar  colores.

En la  casa de al lado, la más bonita, azul con azulejos lleno de florituras, vivían dos hermanas solteras con Sorba, un Gran Danés. De pelaje negro y brillante, corpulento y muy de babarse. A dos patas era tan grande como ellas y sus ladridos tan graves que rebotaban de una punta a otra del callejón. Cuando tocaban el timbre, todos los vecinos se enteraban de que tenían visita porque el animal se desgañitaba anunciando la llegada del amigo de turno. Las chicas estaban muy solicitadas, era raro el fin de semana que no aparecieran en su puerta hombres de todos los tamaños  y colores, y aunque las viejas y las no tan viejas hablaban de ellas, muchas en el fondo pensaban “si yo hubiera sabido antes lo que sé ahora, hubiera hecho lo mismo”. La mayoría se habían casado jóvenes, madres jóvenes, abuelas jóvenes, y las dos muchachas provocaban en ellas una secreta envidia. Para disimular y parecer decentes se veían en la obligación de arrancarles la piel a tiras, dedicando a las vecinitas unos minutos de cuchicheos.

La casa contigua y la más conflictiva, era de un color que no se puede describir, desteñida por el paso del tiempo y el poco mantenimiento. Allí vivía la vieja Claudia con su numerosa familia, era la más anciana de los vecinos y la mujer ya mostraba síntomas de demencia. La octogenaria era ruda, poco afectiva y de muy pocas palabras, para hablar ya tenía el bastón. La sentaban en el patio, al solecito, mientras el resto de habitantes de la casa realizaban sus quehaceres. Le ponían la radio y allí se quedaba ella tan contenta, pero esa contentura se le iba cuando alguien entraba por la puerta. Fuera conocido o no, tenía la capacidad de defecar en su mano en el mismo instante, y con la puntería de un arquero olímpico les  lanzaba directamente a la cara el fétido y caliente proyectil, y mientras la víctima se quitaba la mierda de encima, la vieja remataba el ataque con un bastonazo en la parte trasera de los muslos, dejando al sujeto sumido en un humillante k.o. En aquella casa vivían cuatro generaciones: un camello drogadicto, una madre adolescente, una ludópata y dos alcohólicos, el resto se salvaba con sus más y sus menos, y Claudia a la cabeza del show que era aquella casa.

Justo al lado de la casa conflictiva había un solar, dónde iban los niños a jugar, pero no estaban solos. Los gatos lo utilizaban como picadero y retrete, y dejaban a su paso plagas y plagas de pulgas, que a su vez los niños se llevaban a casa. La calle nunca olvidará la plaga del 86, de hecho es un tema muy sensible para los vecinos.

La causa de esta infestación de mininos, fue por culpa de un vecino, Melchor. Vivía en la casa de al lado, la canela, con su mujer Benedicta y su hija. El hombre era muy aficionado a comer pescado, lo que provocaba que el umbral de su vivienda siempre oliera a fritanga. Sabías que iba a freír pescado cuando veías la puerta y las ventanas abiertas, preparado para la humacera que se montaba en la cocina. Un día se le ocurrió invitar a los gatos a los restos de pescado, y otro día y otro día. Al principio le hacía gracia, pero cuando empezaron a quedarse por manadas, dejó de administrarle las  raspas para que se fueran, pero no lo consiguió. Aquella parte de la calle gedía a orín de gato, la fachada de la casa apestaba a amoniaco y todos los vecinos aunque no se lo decían, porque ya el hombre tenía bastante, lo miraban y siempre con los ojos achicados pensaban “Culpable”. Pero lo bueno de Melchor y su familia, era que sabían disculparse. Dos noches al mes abrían las puertas de su casa para invitar a los vecinos a una divertida noche de bingo. Bajo los alaridos de los gatos en celo, se juntaban varios en el alargado jardín y se jugaban cartones y cartones, brindando con vinitos del país, y para acompañar a los vasitos montañas de gueldes.

Justo al lado, estaba la tienda de Doña Lala, que a su vez era su casa. La fachada de tonos grises y blancos, cuidadita, con un modesto jardín, con hamacas incluidas, daba con la esquina de la calle, donde empezaba el cruce hacia la avenida, otro mundo. Era una tienda pequeña, con olor a golosinas. Antes de ir al colegio, todos pasaban por allí a llevarse algo dulce para la larga y tediosa jornada escolar. La señora vivía con su marido manco y una hija solterona de cincuenta y ocho años, que padecía de un caso leve de esquizofrenia. La chica era tranquila, pero a veces le  daban subidones de adrenalina y se escapaba; aunque  lo que hacía la mayoría de las veces en ese  tiempo de libertad era desnudarse y pasear por el parque, pero cuando estaba  maniaca le lanzaba piedras a los barrenderos, porque el color fluorescente de sus uniformes la ponían nerviosa. Ya la conocían, y cuando se cansaba la acompañaban a la tienda, avergonzada y a medio vestir. Su padre siempre preguntaba… ¡¿le abrió la cabeza a alguno?!.... Por suerte la mujer no tenía ni pizca de puntería.

Aquella calle era como una gran familia, la propia y la ajena, y no importa el paso del tiempo, y no importa a dónde hayas llegado, porque  siempre quedaran inherentes los vecinos, la calle, el barrio, las casitas, el código postal, la comunidad, la tiendita… porque todo en su conjunto conforma la primera escuela de la vida.



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sábado, 5 de noviembre de 2016

Dos metros y diez centímetros



Pesó la friolera de quince kilos y trescientos gramos al nacer, y aunque llegó a este mundo por cesárea, su pobre madre agotada, durmió dos días seguidos. Hasta la fecha sigue en el libro de los records, y la verdad es que siempre fue una persona muy peculiar.

Llevaba dos  tallas más de la que le correspondía a su edad, y con ocho años ya calzaba un cuarenta. Tenía una fuerza sobrehumana, y le encantaba por alguna extraña razón, cargar cosas; si había una mudanza en el barrio, allí estaba él. Le gustaba cargar cualquier cosa, cuánto más peso mejor, tanto que incluso sus progenitores pensaron en apuntarlo en el noble deporte de la halterofilia, pero no demostró mucho interés, porque lo divertido para él, lo que realmente lo motivaba era el hecho de demostrarse a sí mismo que podía con todo el peso del mundo.

Su enorme porte lo llevó pasada la adolescencia, a tener que llevar casi toda su ropa a medida y por supuesto el calzado; su cama también era a medida, cuando te  recostabas sobre el enorme colchón, nada barato por cierto, te daba la sensación de que te ibas a quedar vagando entre sus sabanas hasta el final de tus días.  No llevó la vida que todos esperaban: ni pesas, ni un fue gran jugador de baloncesto, ni un salvaje de la lucha libre, ni se casó con una mujer tan grande y tan alta como él, ni tuvo descendencia ni más alta y ni más grande, y no entrarían en el libro de los records como la familia más alta del mundo. El camino que eligió, estaba totalmente alejado de las expectativas que habían caído sobre él desde muy pequeño. Aspiraba a lo más alto desde sus ya dos metros y diez centímetros de altura.

Todo lo aprendió rápido, con nueve meses caminaba, habló con fluidez al año y medio y aprendió a leer, o más bien a engullir montañas de libros a los tres años. Era sorprendentemente increíble ver como aquella enorme personita, que todavía usaba chupa y pañal, porque en eso fue tardío, leyéndote en voz alta y clara el comienzo de El Principito. Su familia estaba encantada de tener un niño como él, y solo a él, porque el cuerpo de su madre quedo tan deteriorado después de llevar dentro a tal inmenso bebé, que no pudo darle un hermano, así que todo era para y por él.
Por su enorme mesilla de noche, que más bien parecía un escritorio, pasó Benedetti, Borges, Don DeLillo, García Márquez, Galdós, Poe, Naboko….Enciclopedias, poesías, ensayos, biografías y autobiografías, diarios, aforismos, novelas, cuentos, revistas científicas, de jardinería, mecánica…todo lo que caía en sus manos pasaba por sus ojos, y nunca era suficiente.

A parte de leer y cargar cosas, acudía obligadísimo a la escuela. No es que fuera tímido o tuviera problemas para relacionarse, simplemente era bastante selectivo con sus amistades, aunque para su desgracia, su físico lo había convertido en alguien bastante popular y siempre lo rodeaban los moscones, con vidas vacías, con conversaciones que le parecían de mierda, para luego contar por ahí  lo increíble que era tener un amigo de dos metros y diez centímetros, con él que solo habían intercambiado dos frases en meses, y eso lo aburría. Así que siempre buscó la compañía y la amistad de personas que casi le doblaban la edad y más, lo que le privó de jugar, aunque nunca fue un niño muy lúdico. Era como si su físico se hubiera comido al niño y a la picardía; a veces serio, malhumorado y otras fingidamente simpático, pero cuando sacaba su inteligente humor a pasear, solía ser escalofriantemente negro.

Continuó con sus estudios y sus lecturas e incluso sufrió un episodio leve de hipergrafía, escribía notas, pensamientos, correcciones, críticas o simplemente palabras en los márgenes de sus sagrados libros, pero su excesivo autocontrol rápidamente le sacó esa necesidad compulsiva de escribir. El único vicio que se permitía de vez en cuando, eran  los textos con alto contenido erótico, algunos incluso rozando la perversión, masturbaba a su cerebro y luego a su pene, y después de la erupción de energía se deshacía en una corta siesta, pero solo dos veces por semana.

Sus conocimientos eran infinitos, había terminado con todo lo que académicamente era posible, y ya era hora de enfrentarse al mundo, un mundo que desde su altura se veía diferente. Además de mirar a los demás por encima del hombro literalmente, también lo hacía para sus adentros, todo el mundo le aburría, nadie era suficientemente intelectual como para medirse con él, su ego era tan grande como su cuerpo, se sentía como un dios, porque eso es lo que le habían hecho creer.

En todas las empresas, entidades, universidades, corporaciones y más, lo querían, lo desean, y las ofertas le llovían, y su ego las rechazaba, hasta que llegó a la séptima entrevista. El entrevistador buscaba un sustituto para su persona, se jubilaba, y quería elegirlo él mismo. Disimulando la sorpresa ante la altura y grandeza de aquel ser humano, lo hizo pasar. Primero habló el entrevistado a petición del entrevistador, y desde aquella silla minúscula que comprimía su cuerpo, comenzó a escupir todo el contenido de su cerebro con una soberbia desmesurada, fue tal el subidón que le dio a su ego, que cuando el entrevistador le preguntaba ni siquiera lo escuchaba, no podía  dejar de enumerar una por una todas las sabidurías que había recolectado a lo largo de su vida.

Cuando terminó con su discurso egocéntrico, el entrevistador lo miró humildemente a los ojos y le devolvió unas palabras…”toda mi niñez y mi juventud la pase entre libros, ideas, frustraciones y un obsesivo autocontrol. El resto de mi vida hasta ahora, con sesenta y cuatro años a mi espalda, miro hacia atrás y lo único que he hecho es vivir para trabajar, para amasar conocimiento, para alimentar a mi ego, renunciando a los apegos, al humor, a la equivocación, al descanso, midiéndome con las personas, competiendo constantemente con el mundo y todo para demostrarme a mismo que podía hacerlo, que podía con todos, y la vida ha volado, y ahora estoy aquí, delante de usted, pensando en que mierda voy a hacer cuando me jubile…le voy a decir una cosa, algo que leí hace tiempo y me sirvió de mucho…¿supongo que conoce a Jung? El entrevistado asintió con la cabeza…”Conozca todas las teorías. Domine todas las técnicas, pero al tocar un alma humana, sea apenas otra alma humana”…Si quiere el puesto, reflexione y vuelva mañana. Continuaremos con la entrevista”.

Era la primera vez en su vida, que alguien conseguía taparle la boca. Reflexionó concienzudamente durante toda la tarde, le dio vueltas y vueltas a su vida, la sacudió de un lado a otro, la desangró y recordó un sentimiento. La culpa, que oculta en las esquinas de su casa lo acechó cada segundo por haber dejado a su madre incapaz de darle un hermano, algo que deseaba enormemente, y ésta que era consciente de su presencia, lo intentaba compensar endiosando a aquella personita, inocente pero culpable, dándole todo y más, procurando que se sintiera especial e inigualable en cada cosa que hacía o decía; y llegó a la conclusión de que de ahí le venía esa afición por cargar cosas, estaba acostumbrado a cargar con la culpa.

Lo que tenía que hacer era quitarse de encima aquel autocontrol, aquellas mentiras y convicciones que lo habían convertido en un ser borroso. Una noche de síndrome de abstinencia, de sudores, vómitos, temblores, visiones y cansancio, hasta que exhausto se quedó dormido en la más absoluta humildad.

A la mañana siguiente, agotado pero distinto, entró en el despacho agachando la cabeza para no darse con el marco de la puerta, se acomodó como pudo en la diminuta silla, y antes de que el entrevistador continuará dónde lo habían dejado el día anterior, aquel hombre de dos metros y diez centímetros le dio las gracias por darle a su vida una segunda oportunidad.




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martes, 27 de septiembre de 2016

Bajo el cielo



- No sé si podré aguantar un día más…tengo los pies congelados, apenas me queda zapato…la suela atada con ligas a los tobillos…quién me lo iba a decir
- Ayer dijiste lo mismo… resiste, mira hacia arriba, mira cuanta libertad hay en el cielo,  contempla, sueña despierta, aunque te duela el cuerpo, resiste
- ¿Cómo puedes ser tan optimista?
- Las ganas de salir de aquí, la esperanza de que lo conseguiré… lo conseguiremos, estoy segura
- Nunca imaginé que esto me pudiera pasar, que nos pudiera pasar… ahora no tengo ni melena, ni zapatos, ni dignidad, ni…
- Si has permitido que te quiten la dignidad, ellos ganan y tú pierdes. Si piensas así date por  vencida ya, no sigas sufriendo…¡ tírate ahí, ponte a tiro!…si no te queda dignidad, tírate

Se hizo un silencio, seguido de un golpe seco. Una mujer embarazada cayó al suelo, y allí mismo sobre el barro, bajo el frío invernal, bajo el manto de la Vía Láctea se puso de parto. Sus gritos eran desgarradores, estaba débil, frágil, lloraba y entre contracción y contracción, se la oía decir me lo van a quitar. Y lloraba y gritaba, y con un esfuerzo sobrehumano empujó hasta que la cabeza del bebé asomó. A las mujeres no se les permitía acercarse, tenían que estar allí quietas, impotentes, no podían prestarle ayuda. Al cabo de unos minutos apareció la médico, con unos guantes hasta los codos, un trapo sucio y un cuchillo. La ayudó a parir sobre la mezcolanza de sangre y barro, cortó el cordón y sin necesidad de ningún estímulo la criatura de bajo peso, soltó un alarido espeluznante. Envolvió al niño en el trapo sucio, se lo enseñó a la madre casi muerta, despidiéndose de su pálida y hambrienta cara con una sínica sonrisa, y se lo llevo bajo la atenta mirada de unas cincuenta mujeres.

- ¿Crees que sobrevivirá?
- Lo dudo. Mañana la echarán al montón

A toque de silbato, rompieron filas y todas tuvieron que pasar al lado del cuerpo de la recién parida y algunas incluso por encima, porque no podían romper la fila. Se metieron en los barracones bajo un silencio atormentador, que solo se rompería con la sirena de las cinco de la mañana.

- Hoy hace más frío
- Si, es insoportable, pero… mira como se tiñe el cielo, con que arte el día empuja a la noche, alza la mirada y piensa que estas en otro lugar
- Me preocupan más mis zapatos, que están desapareciendo
- Tus zapatos ya están sentenciados, en unos días ya no existirán, pero lo que te ofrece el cielo es  para siempre, un regalo diferente cada día, la libertad. Eso no te lo pueden quitar. Contempla, llena  los pulmones y suelta el aire en un suspiro, suelta el frío, a tus zapatos, al desaliento…
- Hoy me es imposible. Tuve un sueño espectacular: pastelitos, mermeladas, filetes…cuando me    desperté y recordé dónde estaba, recordé mi hambre, y sentí como la última gota de esperanza que  corría por mis venas, se iba por entre los barrotes de la ventana
- Solo es un mal día
- ¡Mira¡ se llevan a dos
- Y no volverán, están débiles para trabajar, ya no son útiles

Después de pasar lista, a toque de silbato, se fueron todas a trabajar, a cortar y a coser, un mísero descanso para el mísero almuerzo, y vuelta al trabajo, doce horas de costura y a formar en el patio, lloviese, nevase o tronase, y así todos los días. Era una manera de hacer purga, de esperar que las más débiles se derrumbaran sobre el fango, para desecharlas.

- Definitivamente me quedé sin zapatos, voy a morir congelada o de gangrena
- Luego los arreglamos, tomé prestadas algunas cosas del taller. No te vas a morir aquí
- Tú si vas a morir haciendo esas cosas
- Si estás conmigo y yo contigo, no pasará nada. Saldremos por nuestro propio pie
- Me gustan esas dos palabras
- ¿Cuáles?
- Contigo, conmigo…
- ¡Mira! Está empezando a nevar…me encanta la nieve, su frío me trae recuerdos, y todos        buenos… porque aquí hasta los recuerdos malos se han transformado en buenos
- Intentó entenderte pero no puedo consolarme como tú, por un lado me da envidia que puedas  separarte de esta mierda de realidad
- Esta no es la realidad, simplemente es una situación, que terminará tarde o temprano, no es para  siempre
- Eso no lo sabes, no está en nuestras manos
- Pero tener esperanza sí

En silencio marcharon todas en fila hasta los barracones, pero fue una noche diferente. No habían pasado dos horas de sueño, cuando se comenzó a escuchar movimiento; camiones, coches, ladridos, gritos, ordenes, olía a fuego, a papel quemado. Los guardias corrían como locos de un lado a otro, apilando papeles, carpetas, fotos, echándolos a una hoguera improvisada en el centro del patio. Se escucharon algunos tiros, más ladridos, los camiones entraban y salían, estos últimos cargados con mujeres, se les podía ver en la cara que sabían que se dirigían al matadero.

- Vamos a escondernos ¡rápido! debajo de la litera…coge tus zapatos

Desde el suelo fueron testigos del desalojo a culatazos de las mujeres de su barracón, la mitad no podía ni mantenerse en pie. Después de algunos camiones más y una sirena, se hizo un silencio absoluto. Estuvieron algunas horas sobre el gélido suelo, sin hablar, respirando bajo mínimos, apenas sentían sus piernas. Había llegado la hora de salir.

- Espera, voy a asomarme…espera pase lo que pase

La puerta estaba abierta, olía como si un macro incendio estuviera devorando las instalaciones. Salió lentamente, bajó el escalón e investigó un poco. Todo estaba desierto y más feo de lo habitual. Sigilosamente, pegada a la pared cual perenquén, se acercó a la torre de vigilancia, no había nadie, definitivamente el día que había dejado en manos del cielo, había llegado, eran libres. Cuando se dispuso a  regresar al barracón, notó en su sien derecha mucha presión seguido de un click. Pero su mente se nubló, ni siquiera le dio tiempo a la portadora del arma a reaccionar, sacó las fuerzas que tenía guardadas, le arrebató la pistola y mirándola a los ojos, la golpeó una y otra vez en la cabeza, hasta que cayó al fango. Aunque la mujer ya no respiraba y le asomaba masa encefálica, continuó golpeándola hasta dejarle el arma incrustada en lo que le quedaba de cráneo. Se apoyo en la pared, con el apestoso olor de la sangre y contempló lo que había hecho, pensó que sin duda era lo peor que le había pasado en los cinco meses y once días que llevaba allí, haber acabado con la vida de  un ser humano, dejaba a todo lo demás en pequeñeces. Para calmarse, y no sucumbir a la histeria, se convenció de que había obrado en voz de la libertad y la dignidad.

Se limpió los pensamientos, arregló su consciencia, se quitó de las manos toda la sangre que pudo y se dirigió al barracón, no sin antes asegurarse, como una perra rabiosa, de que ya no quedaba ninguna amenaza.

 Ya en la puerta del barracón pudo respirar tranquila y encontrar consuelo.

- Mamá, ya puedes salir… ¡ somos libres !

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jueves, 8 de septiembre de 2016

El mejor de los agostos



Esperaba agosto con tanta ansiedad, con tantas expectativas, que el mes de julio se hizo eterno, aunque cayendo en la contradicción, volvería a esperar.

Por fin llegó  agosto, que comenzó con una llave, un avión  y  una contractura que durante cinco largos días se quedo conmigo. Mi cintura iba por un lado y el resto de mi cuerpo iba por otro, enredado en una ciudad dónde no importa lo que midas o lo que peses, lo que conozcas o desconozcas, porque te engulle y te fascina, en lo bueno y en lo no tan bueno. Una ciudad dónde de repente te sientes como una minúscula partícula, como si se hubieran mezclado todos los granos de arena, de todas las playas del planeta. Y dentro de esa mezcolanza me encontraba  yo, acompañada únicamente por la emoción y la inquietud, además del miedo incesante a perderme.

Después de idas y venidas, calle arriba, calle abajo, el viaje más inesperado de mi vida llego a su fin, y todo me salió ovalado, que es más que redondo, y aunque me bajará del avión y deshiciera la maleta, el mes de agosto me invitó a seguir en el aire, porque la experiencia en la engullidora ciudad era solo el principio. La casualidad, el destino, la buena suerte, el karma, sino, las cosas de la vida,… llámenlo como quieran, me  estaban esperando, escondidos entre los días del octavo mes del almanaque, y todo comenzó por una llave.

Y sin darme tiempo a sacudirme la emoción del viaje, agosto me regalo su presencia.
Agosto me trajo aliento y saliva.  Me trajo el mar,  arena  en los bolsillos,  bolsillos dónde guardo cada granito, de cada playa; dónde guardo el calor de todos y cada uno de los achicharrantes rayos del sol, tres piedras y el salitre de la piel, como lo guardan las rocas en sus caprichosas formas, traídas por las olas que al chocarse contra ellas se despedazan en miles de lágrimas de sal.

Agosto me acercó las constelaciones, me trajo carreteras, palabras llenas, alimento indispensable en mi dieta, acordes, letras y más letras, el viento y el silencio; me trajo el mañana que no existe, el sueño en compañía, un rayito a mi vida en el mejor de los momentos y  la inolvidable sorpresa de cruzarnos en el camino. Agosto me trajo conversaciones en el balcón, besos con mesura, abrazos de más de treinta segundos, minutos, horas y días, me trajo tiempo y el saber que basta poco para tener mucho.

Y todo lo que me trajo agosto, lo guardo como las rocas guardan lágrimas de sal.

Para Hero


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lunes, 11 de julio de 2016

El tranvía


Cada mañana, cuando todavía el sol no había despuntado, cuando todavía el sereno inundaba todo lo pequeño, pasaba mi tranvía. A pesar del madrugón, disfrutaba del trayecto de treinta minutos hasta llegar a mi pequeña pastelería. El tranvía a esas horas iba casi vacío, practicamente siempre los mismos pasajeros, como si fuésemos un club o un grupo de terapia. Me gustaba observarlos, imaginarme sus vidas, suponer y suponer…

Mi pasajera favorita, era una mujer con cuerpo de tetera y piernitas de palillo. El pelo era de un color rubio del tipo agua oxigenada, estropajoso, no se podía adivinar si aquel rebumbio de cabellos era rizado o liso. Llevaba gafas con montura de pasta y me imaginaba que sus ojos eran verdes, maquillada casi como una auténtica miss. Siempre vestía traje de falda y chaqueta americana, y por la presión que su barriga ejercía sobre los botones a punto de salir disparados, supuse que dos tallas más pequeñas a la que le correspondían a su voluptuoso cuerpo, que por cierto meneaba con mucha gracia. Hice una pequeña estimación de su edad, entre sesenta y sesenta y cinco abriles. Daba la sensación, por la hora (¿quién madruga tanto por amor al arte?) y por el maletín que siempre la acompañaba, que era una mujer aún en activo en el mundo laboral. La imaginaba en un trabajo muy humano, tierno, esos trabajos para los que no está hecho cualquiera. Parecía una mujer feliz, siempre se le dibujaba una ligera e insinuante sonrisa en sus labios cuando miraba por las hermosas ventanas de aquel tranvía de madera, y me permitía poner en su cabeza recuerdos, anécdotas, momentos que la hacían parecer la persona más feliz del mundo a esas horas de la mañana.

Otro pasajero que llamaba bastante mi atención, era un hombre  alto y  bastante delgado, lo que le hacía parecer más alto aún; nunca se sentaba, parecía una farola, apenas el vaivén del tranvía perturbaba su equilibrio. Si le hubiera tenido que poner un color, hubiera sido el gris, y aunque daba un poco de escalofríos, había días que no podía dejar de observarlo. Siempre llevaba un abrigo de paño negro, ceñido, pantalón y zapatos de cordones negros, casi siempre bien afeitado y siempre esa expresión seria, con los labios casi en morros, como si siempre estuviera a punto de sufrir una pataleta. Su piel era pálida, casi transparente ya que se distinguía claramente el color de sus venas, ojeroso, encorvado, pero con las manos masculinas más bonitas que he visto en mi vida, no había nada malo que decir sobre ellas, eran perfectas, ni un cuerillo fuera de su sitio, ni una uña mal limada, parecían suaves, parecían que no le pertenecían a aquel ser tan siniestro. Sin dudarlo le venía al dedillo un trabajo como el de sepulturero o profesor de matemáticas.

Tres paradas antes de bajarme, siempre se subía un muchacho desaliñado, de unos dieciocho años más o menos, no muy alto y ropa larga. Apenas se le podía ver bien la cara, ya que un enorme fleco le cubría prácticamente la mitad. Yo se que estaba mal sentir algo de pena,  de lastima, pero parecía tan triste por la forma de caminar, de sentarse, encorvado como si quisiera esconderse dentro de sí mismo. Me imaginaba que era un chico solitario, perdido como la pieza de un puzle fuera de su caja, enfadado hasta con el aire que le movía el pelo antes de que se cerraran las puertas. Llegué a sentir compasión por él, y siempre le dedicaba una sonrisa antes de bajarme y casi, casi me la devolvía, me gustaba pensar que le daría un poquito de alegría a su día.

En semanas alternas, hacían uso del tranvía una pareja de dulces ancianitas que se subían una parada después que yo. Iban vestidas muy cómodas, con unas mochilas y unos buenos coloretes que les daban un aspecto bastante saludable a las dos. Me imaginaba que iban al parque a caminar, a mover esos cuerpos casi octogenarios, y me veía en ellas en el futuro. Desprendían pura energía, cuchicheaban y se reían durante todo el trayecto, y alguna que vez que otra me pillaron riéndome de algunos de sus chismes.

El trayecto hasta la pastelería era unos de los mejores momentos del día. Antes de abrir la tienda, era profesora de escultura, pero me canse de tener que puntuar  el arte de mis alumnos. El último día como tal, mientras recogía mi pasado de la sala de profesores, me encontré con una libreta que daba por perdida. Era de mi abuela, recetas de tartas, galletas, rosquetes, pastas, de cosas que había aprendido con su madre en los múltiples viajes que hicieron por el mundo  debido a la profesión de mi bisabuelo. Y en ese instante, mientras observaba las caras largas de mis futuros ex-compañeros tome la decisión de enfocar mi vida por otro lado, que mejor combinación  que la repostería y la escultura. Y así empezó todo.

Solía tener clientela fija, y muchos encargos de tartas, ya que me había hecho bastante conocida por mis fabulosas decoraciones, bueno yo y mi inmejorable equipo. Además de decorar las tartas, me gustaba estar de vez en cuando en el mostrador, atendiendo y hablando con los clientes, y cuál fue mi sorpresa un buen día, cuando entró en la tienda como un tapón saltarín mi pasajera favorita, la señora tetera. Abrí los ojos de sorpresa, puedo decir que hasta un poco emocionada,  pero ella no me reconoció. Vino directa a mí, y después  de los buenos días pidió encargar una tarta. Cogí mi bloc de notas y le puse toda mi atención, y cuando comenzó a describir lo que quería, todas mis suposiciones se vinieron abajo como un castillo de arena destruido por una pisada inesperada. La temática que quería para su tarta, era erótica, para un cliente suyo…un buen trasero con un tanguita rosa, finito, nada grosero, con la palabra feliz en una nalga y jubilación en la otra…Resulto ser la madame de una casa de señoritas, que estaba dos calles más arriba…no me lo hubiera imaginado jamás.

Y no sé si fueron cosas del destino, que esa misma mañana, entraba el pasajero siniestro a mi pequeña y humilde pastelería. Se veía que su cara era así durante todo el día, y con esa cara me miro como si le sonase de algo  pidiendo hacer un encargo para una tarta. Eché mano a mi bloc y tome nota del encargo más raro de mi vida…lo que quiero es que me hagan una tarta con forma de corazón, para unas cien personas aproximadamente, con todos los detalles que sean posibles, arterias, ventrículos, aurículas  y todo lo demás, y que ponga la frase “de todo corazón, gracias”…al ver mi cara de asombro, me confesó rápidamente que era cirujano vascular, cardiólogo, por eso tenía esas manos tan delicadas y estupendas. El hombre se jubilaba y como broma, quería dedicarle la tarta a su fiel equipo y compañeros de años  de profesión. Resulto ser entrañable, bastante lejos de mis suposiciones.

Al día siguiente cuando los vi en el tranvía, los miré a ambos y los salude ligeramente con la cabeza. Espere a las octogenarias y al muchacho, pero extrañamente faltaron a su cita, así que enfoqué mis suposiciones en el conductor, siempre había alguien al que observar.

A media mañana, mientras colocaba el expositor de las pastas, la campana de la puerta sonó, dejando paso a las dos dulces octogenarias, emperifolladas hasta el más dulce detalle, con estolas incluidas, y unos pendientes tan largos y pesados que hacían que sus lóbulos se estiraran como una goma elástica. Me reconocieron enseguida, y me dijeron que nunca me hubieran imaginado trabajando en el arte de la repostería, que me veían más bien como a una artista de  esas que exponen en galerías, y la reflexión de las dos ancianas me hizo pensar que quizás uno en el fondo aparenta lo que realmente le gustaría ser. Luego de los saludos, me encargaron una tarta con la temática del claqué. Bajo mi asombro y admiración me contaron que eran campeonas de claqué de la tercera edad, y que como ya lo habían ganado todo y tenían los tobillos destrozados, iban a celebrar una fiesta como despedida de los campeonatos de baile. Querían mucha purpurina, y unos hermosos zapatos de claqué de color rojo en el medio de un escenario. Antes de irse me invitaron a la fiesta  y así de paso llevaría el rico pastel.

Fue un día largo, feliz, pero largo. Mandé a los demás a casa y me quedé tomándome un té verde con unas pastas de sésamo, observando por la ventana  como la gente  se aglomeraba ante las majestuosas puertas del pequeño teatro de la avenida. Justo en el último sorbo, y no podía ser casualidad, pasaba por delante del escaparate de la tienda el muchacho desaliñado, bastante diferente. Trajeado con zapatos impecables, casi arrastrando el enorme estuche de un violonchelo, acompañado por los que supuse que serían sus padres, y caí en la cuenta de que eran clientes, y recordé lo antipáticos y melindrosos  que eran, perfeccionistas y maleducados, y por lo que pude ver parecía que le  estaban echando una charla, y pensé  en lo horrible que tenía que ser tener unos progenitores así, y entendí  el por qué de su apática postura corporal.

Me senté en una butaca a reflexionar, a pensar en las casualidades, en las suposiciones, en el tranvía de madera, en la tarta erótica, en el flequillo del muchacho, en zapatos de claqué, en arterias, y todo me condujo al coche que estaba a punto de comprarme. Veinte minutos estuve dándole vueltas a todo, y antes de apagar la última luz de la tienda, tome una decisión… para qué gastarme dinero en un coche, para que volverme loca buscando aparcamiento, tragarme las colas, sola, con tanto mal humor que ni siquiera voy a tener ganas de suponer, de llevarme sorpresas y privarme de observar a seres extraordinarios…pudiendo ir en tranvía, en compañía de mis íntimas suposiciones.



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lunes, 30 de mayo de 2016

La pena



Las nubes desparramadas, desmenuzadas por todo el ancho y largo del cielo, me decían que era un gran día para salir a pasear con la pena.

Cuando tenía tiempo me gustaba darme un homenaje con el desayuno: café portugués a medio moler, hervido en agua tres veces, colado y tan suave que no necesitaba leche, el rico café de pota, que con su aroma inundaba la cocina de un rico ambientador. Zumo de mandarinas de mi jardín trasero, pan de leña recién hecho untado con mantequilla especiada y un buen pedazo de tarta de arándanos, buenos para la memoria. Todo un homenaje para mis papilas gustativas.

Mientras me vestía pensaba en la pena, en el día que me quedé con ella, en la equivocación que creí que había cometido cuando la metí en mi vida, en el arrepentimiento que supuse en mi futuro por haber tomado una mala decisión; pero el tiempo puso a raya a mis suposiciones. Y los recuerdos me inundan de la satisfacción que sentí al escribir su nombre por primera vez, y fue cuando me di cuenta de que había hecho lo correcto, sin duda lo más atrevido e impensable que he hecho en mi vida.

Me puse las cangrejeras, un buen sombrero y cogí la talega con las provisiones para el almuerzo. Antes de engrasar la cadena de la bicicleta, me quedé observando la forma caprichosa de las nubes, sintiendo la brisa de la primavera bailando con el verano refrescando mi barba de una semana, inhalando el olor de  la tierra ligeramente húmeda y mientras el reloj de la plaza daba las diez, coloqué la talega en el manillar y marché  raudo deseando pasar el día entero con la pena.

Pedaleando, pasé por delante de la casa de Gustavo y me pregunté cómo le iría después de cerrar nuestro trato. Fue una tarde amarga cuando vino a casa a contarme que la empresa había cerrado, me sentí tan impotente viendo a aquel hombre de casi dos metros de altura llorando como un niño chico. Sumido en una mezcla de tristeza y ganas de ayudar, le propuse realizar una lista con posibles formas de conseguir dinero para rescatar el negocio familiar, por el que su bisabuelo había luchado tanto. Tenía que quitarse lujos de encima, y fue difícil convérselo de  que tenía que cambiar su modo de vida para recuperar el esfuerzo de generaciones que contenía aquella fábrica.

Y esa misma tarde fue cuando me quedé con la pena. Me la cambió por sesenta mil euros, y un mes de fruta de mis árboles para su familia. Vendió también una Vespa y un coche tipo ranchera de los años setenta, que un coleccionista le quitó rápido del garaje; un pequeño terreno al que no le daba uso alguno y poco más, suficiente para recuperar la fábrica.

Firmé la compra alucinado por lo que estaba haciendo, ¿qué iba a hacer con la pena? ni siquiera sabía llevarla, no tenía ni idea de cómo tratarla o cómo debía cuidarla, pero no me quedo más remedio que aprender a vivir con ella, por lo menos tenía que intentarlo, y poco a poco fui entendiendo sus necesidades, comprendiendo lo que le iba a aportar su compañía a mi vida.

Ya estoy llegando, huele a mar y las tablas  del embarcadero crujen debajo de las ruedas de mi bicicleta. Y allí está la pena que tantas alegrías me da, en el número ocho, balanceándose, escondida bajo el forro impermeable, esperándome impaciente para navegar en este día tan generoso.

Mientras la preparo para zarpar, en lo único en qué pienso es que valió la pena comprar La Pena.


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miércoles, 27 de abril de 2016

Hasta debajo del agua



Soy una de esas que se siente afortunada por realizar un trabajo gratificante, que me apasiona, que aporta a mi existencia las cosas invisibles que no todo el mundo puede ver. No me puedo quejar, horario flexible, buen jefe, viajo por todo el mundo y conozco a infinidad de personas, aunque cada vez es más difícil captar clientes. Lo que antes conseguía en un día, incluso en un instante, ahora me cuesta semanas detrás de los clientes, a veces sin resultado, lo que nos dice que nuestras técnicas están desfasadas. Nunca antes habíamos tenido que dar publicidad a nuestros dos productos, se vendían solos, con el boca a boca, pero eso comenzaba a quedar lejos, así que nos pusimos a ello.

Lo primero fue promocionar los beneficios que aportan cada uno de nuestros productos. Con el primero, nuestro producto estrella, aseguramos al cien por cien su efectividad.

- Reduce el nivel de estrés.
- Actúa como analgésico natural, disminuyendo los dolores corporales.
- Fortalece el sistema inmunitario.
- Aumenta la sensación de placer y bienestar.
- Mejora el estado de ánimo.
- Aumenta el nivel de felicidad.
- Contribuye a vivir más.

Los beneficios de nuestro segundo producto, recomendado para todo el público pero sobre todo para mayores de cincuenta años.

- Ayuda al organismo a liberar energía negativa.
- Aumenta la autoestima.
- Rejuvenece la piel por su efecto tonificante y antiarrugas.
- Disminuye el insomnio.

Hemos creado un día mundial para nuestros productos, el primer viernes de octubre, para demostrar todo lo que pueden ofrecer, para la salud, para el bienestar emocional, para sentirse vivo, pero no solo vivo porque late el corazón, vivos de espíritu, vivos en procurar que el niño que se lleva dentro no se vaya detrás de una pelota para no volver. Un día que te acerca a los demás.

Tenemos que hacerlo bien, para que la celebración sea multitudinaria, así que mi equipo se ha puesto en marcha. Con mi jefe somos diecisiete, estamos coordinados, preparados y con mucha ilusión, estamos listos para conseguir resultados genuinos, instantes memorables, respuestas involuntarias y sobre todo esperamos que no se agoten nunca nuestros productos, que viajen por el mundo, que de nuevo el boca a boca nos ponga a la cabeza y recuperar a nuestro número millonario de clientes.

Arrancamos motores. Partiendo de la base de que nuestros productos no son reacciones, sino que se nace con ellos, empezamos flexionando quince músculos de los extremos de la boca y también alrededor de los ojos, con esto conseguimos la expresión facial idónea. El jefe comprueba el trabajo, y si está satisfecho, se empezaran a sentir los resultados prometidos de nuestros productos; pero tenemos que esforzarnos más, porque quedarnos en este punto sería volver a los que nos condujo a caer casi en la banca rota…así que a por todas, vamos a por el producto genuino, a por el más poderoso. Elevamos los extremos de la boca junto con las mejillas, marcando las patas de gallo (algún precio hay que pagar) y llegamos a lo más alto, a la emoción genuina, creando en el despacho del jefe una fiesta sin igual.

Salimos a la calle de fiesta, afrontando la vida, buscando reflejos como los espejos, captando clientes a diestro y siniestro, pero somos ambiciosos y vamos a por más, a por el público que dejó que el niño no volviera con la pelota, a por aquellos que tienen años  pero pocas patas de gallo, a por los que olvidaron aplicarse el producto a si mismos, pero sobre todo a por los que han perdido mucho por el camino, los más difíciles de captar…

Por eso sonríe hasta debajo del agua, ahógate en carcajadas, que viajen tus sonrisas, propágalas con el boca a boca, contagia las flexiones de los músculos de tu cara, capta clientes, pasa a formar parte de nuestra empresa… no te arrepentirás.

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domingo, 3 de abril de 2016

Desde el más allá



Me llamaron temprano, presentándose  la voz del otro lado como el notario Fernando Cornejo. Mi tía bisabuela, tía Cachita, aunque en su partida de nacimiento rezaba Caridad, había fallecido dejando un amplio testamento, y   me había dejado como a una de sus herederas, a pesar de que la  había tenido poco presente en estos últimos años, ella era así de generosa.

Su belleza no tenía parangón, no es que fuera guapa, bonita, atractiva o exótica, era todo eso junto. De constitución  menuda, con cintura de avispa y elegante, siempre maquillada pero sin abusar de cantidad; me gustaba estar en su habitación cuando se arreglaba para salir a bailar, admiraba la forma que tenía de pintar sus labios, como deslizaba la barra de color rojo sin salirse ni un ápice, como realzaba su contorno con el lápiz y a continuación  los unía rozando el superior con el inferior, dejando uniforme la pintura sobre ellos, finalizando con un sonido que producía al separarlos, que me hacia sonreír. Solía ponerse sombreros ladeados y estolas, o abrigos de piel, regalos de los amantes adinerados que tenía en Barcelona; trajes elegantes, pocos pantalones, zapatos de tacón alto, de aguja, con pedrería, de raso, de piel, y joyas discretas, que se compraba con las pagas extraordinarias de su trabajo en la Telefónica; no sé por qué no permitía que ningún hombre o mujer le regalara joyas.

Siempre fue una mujer con las ideas claras con respecto a las relaciones, con respecto al amor…”No entiendo la relación que tienen el amor y el dolor…Puedo querer a una mujer, puedo querer a un hombre, pero jamás sufrir por amor…Cuando aparece el sentimiento de pertenencia, cuando el corazón  se  acostumbra, cuando duelen actos que antes no dolían, es hora de cortar, es hora de volar a otro cuerpo, porque ahí es cuando la irracionalidad se apodera del amor y deja entrar al dolor, lo que le quita todo el significado… por lo menos así lo siento yo”…Se enamoró y desenamoró muchas veces, tanto de hombres como de  mujeres, y nunca sufrió por amor, porque sabía retirarse a tiempo, y aún así nunca le faltó calor en su cama.

Era una mujer llena de experiencias, de conocimientos; acudía a muchos actos sociales dónde tenía la oportunidad de hablar de muchos temas y de escuchar y aprender de muchos otros. Era bien recibida fuera a dónde fuera, una invitada indispensable en las fiestas, por su don de gentes, por su peculiar forma de bailar, discreción y sutileza. En su conjunto una mujer casi perfecta.
La lectura del testamento se iba a realizar en su casa. No tenía ni idea de a quién más de la familia me iba a encontrar allí. Toqué el timbre y me abrieron el portal sin preguntar, subí los tres pisos y la puerta estaba abierta. El olor de casa de tía Cachita, cuantos recuerdos, los arcos del salón, los azulejos de la cocina, los marcos de las fotos, el empapelado de las paredes, la bombonera de cristal llena de chocolates y las miniaturas: lámparas, planchas, tocadiscos, sillas y mesas, y un sinfín de objetos realizados con el más mínimo detalle del tamaño de un dedal, regalos de un amigo artesano. De pequeña me fascinaban.

Estaban mis primos y el único tío que quedaba vivo por parte de mi madre, un señor de setenta años sordo y manco. Básicamente el reparto fue equitativo, sobres con cheques al portador, joyas y su  colección de abrigos y estolas, una pequeña fortuna. A mí, además, me dejó una tiara de diamantes, una caja con fotos y una extensa carta, que decía así:

Querida sobrina:
Llora por mi ausencia lo justo y necesario, créeme si te digo que he tenido las mejores de las vidas.
Usa el dinero para ser más feliz y vende la tiara, para que me hagas un último favor, y espero que aceptes.
En la caja hay  un sobre marrón, dentro encontraras unas cartas acompañadas de fotos, testigo de mi secreta historia de amor. Ya sé que te dije muchas cosas, que te di muchos consejos, pero debo de confesar que hubo un hombre con él que hubiera pasado el resto de mi vida…Lo conocí en el barrio del Rabal, tenía un puesto de venta ambulante con su familia; Nicolás, moreno de ojos verdes, pelo oscuro y rizado, unos años más joven que yo y gitano de pura cepa.
Cada vez que viajaba a Barcelona, me pasaba por su puesto a comprar cosas que no necesitaba, por tenerlo un ratito en mis retinas. En una de mis visitas, me escuchó decirle a una conocida que iba a tomarme algo fresquito, y se ofreció a acompañarme.  Desde ese momento comenzamos a vernos siempre que me encontraba en la ciudad. ¡Ay, sobrina! Hablando en plata debo confesarte que fue el mejor sexo que tuve en toda mi vida, follábamos a todas horas, casi en cualquier parte, cuando estaba con él me convertía en un animal dócil, sumiso e  irresponsable, a su entera disposición. Me tenía totalmente dominada, y a mí me gustaba, su seducción me atrapaba cada vez más y con él conocí los secretos más oscuros de mi cuerpo y mi mente.
Tres años duró el amor, pero esta vez no fui yo la que se rajó. Su familia no veía bien lo nuestro, básicamente porque una muchacha  gitana lo esperaba en el altar, y rechazarla era como rechazar a su propia familia. Y tuve que quitarme de en medio, muy a mi pesar.
Él me envió estas cartas, pero yo no fui capaz de devolverme las mías…Aquí las guarde como testimonio de que nunca dejé de quererle. Necesito que lo busques y se las entregues junto con las fotos, para que pueda verme espectacular…Aquí esta su dirección de Barcelona, usa el dinero de la tiara. Espero de corazón que lo encuentres.
Un abrazo desde el más allá (un poco de humor, sobrina)

Mira por dónde me iba de vacaciones. Al cabo de dos días estaba bajándome  del avión. Me busqué una pensión cerca de la Rambla  de las Flores, y esa misma tarde, con la caja de fotos y las cartas dentro de una mochila me puse en marcha. Encontré la dirección sin problema, pero el domicilio parecía  abandonado.  Toqué el timbre varias veces, hasta que me abrió una señora redondita, con un áspero y enorme moño en lo alto de la cabeza color calabaza, vestida completamente de negro y los ojos hinchados. Le pedí disculpas por si interrumpía algo y le pregunté por Nicolás, y su respuesta fue un berrido que me hizo dar un respingo, gritando el nombre en el hueco de la escalera de la casa. Escuché bajar a alguien, y ese alguien  no tenía pinta de ser  el viejo amor de tía Cachita. Resultó ser su nieto, que había heredado el nombre. La señora se retiro renqueando, quedándome sola con Nicolás. Le expliqué quien era y la misión que me habían encomendado desde el más allá.

Cuando dije el nombre de mi tía, con un suave empujón me sacó a la calle mientras me comunicaba que ese nombre no podía pronunciarse en aquella casa, que le había producido mucho dolor a su abuela. Nos fuimos dando un paseo, mientras me relataba la pesadumbre de su abuelo, que no dejo de pensar a Cachita ni un solo amanecer de su vida,  de  recordar la pasión y las promesas que no pudo cumplir por cobarde; por desgracia había muerto hacía un año, con la pena de no saber nada de ella.

En una cafetería, le enseñé las  cartas de ambos, las fotos y hablamos de nuestros respectivos familiares. Su abuelo en más de una ocasión estuvo a punto de escapar, pero ni siquiera sabía por dónde empezar, y mi tía no quería tener el peso de su decisión. Charlamos durante horas, cenamos incluso y bebimos hasta la madrugada. Sentí una extraña unión, un sentimiento distinto a los que tenía registrados, y todavía teníamos que decidir que íbamos a hacer con los recuerdos, mientras mi libido se despertaba. Dividirlos hubiera sido un crimen, así que decidimos compartir la custodia  de aquel amor.

Me acompañó a la pensión, y sin decirnos una palabra se quedo conmigo hasta el final, digo hasta el final, porque allí dentro nos quedamos desnudos tres días con sus tres noches, hasta horas antes de mi regreso a casa. Los recuerdos se los quedaría él hasta mi próxima visita, y antes de cerrar la caja me pidió un recuerdo. Sin decir nada me quitó las bragas para acomodarlas entre las fotos y las palabras, colocó la caja a un lado y aprovechó el poco tiempo que quedaba para dejar otro  recuerdo sobre mi cuerpo desnudo.

Y así fue como tía Cachita desde el más allá, me dejó en herencia viajes ilimitados  a Barcelona para el resto de mi vida.




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domingo, 13 de marzo de 2016

El duelo

                                Foto: Alejandro Alberto Gómez

Volviendo a casa, observé un hueco en las nubes, como si el impacto de un derechazo se hubiera estrellado contra el cielo. Mientras observaba el pasear del viento con las nubes, sentí un peso en mi brazo, era la soledad que de nuevo paseaba conmigo, anunciándome lo que me  esperaba en mi hogar, bajo las increíbles malabares de la naturaleza.

Cuando entré por la puerta, su ausencia me caló de lleno, sobre todo al contemplar el perchero solitario, sin su abrigo, sin sus pañuelos excesivamente grandes…Recordé sus palabras en mi oído, sus dedos en mi nuca, sus colores y olores; su música, su cuerpo y tantos recuerdos y aprendizajes, que marcaron mi persona, que llenaron los huecos de mi vida.

¿Cuánto se tarda en superar una pérdida? No la superas, simplemente te acostumbras a la ausencia, te acostumbras a no escuchar su voz, a no esperar una llamada; y en tu elección esta aceptarla como parte fundamental de la vida o hacer de tu vida un duelo sin salida.

A veces tengo miedo de olvidarla y otras de su recuerdo. La pérdida es un dolor único y sumamente impredecible; hay quién aprende a dosificarlo y hay personas que la convierten en un estado de autolesión, haciéndola crónica, otorgándole  poder. Te ataca cuando menos te lo esperas, con una frase, una melodía o un aroma, dejándote un hueco en el estómago con ansias de dolor.

Me senté en el sillón y cogí la foto, el recurso que tenía guardado para cuando la echaba de menos en exceso. Había capturado con su cámara  un paisaje realmente hermoso e inspirador. El lago rodeado de árboles y matorrales, que se contemplaban en el agua cristalina, y al fondo abrigadas por la espesura de la niebla, las montañas, adónde  según ella, acudían las gaviotas a morir. Y recuerdo ese día, sus caricias en el coche, el sexo antes de volver, el frío en las mejillas y esa sensación de estar lleno, que ahora echo demasiado de menos.

Me abruma mi vida sin ella, no logro acostumbrarme al silencio. Cada día moriría por escuchar su voz, por tomarme una taza de café en su armónica compañía, sería capaz de tatuarme su alma con la tinta de mi sangre para no sentirme solo, porque solo ella es la dueña de mi alegría.
Suelo quedarme dormido con la foto en mi pecho, y sueño con ella, con su imagen borrosa, con la belleza de sus suspiros y el caliente de su piel.

Y por fin el sonido de la llave girando en la  cerradura, me despierta.

- Te he echado mucho de menos.
- ¿Pero amor? si solo estuve fuera un par de horas.
- Para mí ha sido una vida entera.


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viernes, 12 de febrero de 2016

A por todas



Ya estaba en la recta final, y competía con dos compañeros por la beca. Debía de ser inteligente y escoger un tema diferente, algo tabú, inusual, y me acorde de una clase de sexología y conflictos de pareja, a la que había acudido hacia un par de meses. El tema a tratar eran las parafilias, algo así como desviaciones sexuales, y me pareció apropiado para mi trabajo final.

Yo sabía de buena tinta, que mis adversarios iban a por todas, así que yo tenía que ir más allá. Y se me ocurrió una gran, aunque descabellada idea, para ponerme a la cabeza.

En esto del sexo, siempre había sido práctico a la vez que básico, tampoco me habían demandado cosas extravagantes y yo no veía más allá de cuatro posturas y algún cachete que otro, hasta que fui a aquella clase. Empezaron a exponer distintas conductas sexuales, poco convencionales, aunque conocidas, como la coprofagia, la zoofilia o la asfixia sexual, hasta ahí bien, sin escándalos. Hasta que empezamos a profundizar en el tema, tan desconocido e inverosímil para mí. Más de cuarenta parafilias fueron explicadas, algunas con soporte visual, en aquella clase magistral de dos horas y cuarenta y cinco minutos. Salimos algo descolocados, hablando todos a la vez, la mayoría no teníamos conocimiento de cuan amplio era el tema.

Se trataba de meterme en el papel y documentar hasta el más mínimo detalle, dejarme piel y sangre si hacía falta. Navegando por la legalidad, me inscribí en las páginas que me interesaban, con seudónimos diferentes y en todos el mismo mensaje “ Chico discreto busca chica para ampliar horizontes” .

Al cabo de los días comencé a recibir respuestas. Respondí a algunos sutilmente, dejando la puerta entreabierta, y después de sopesar las opciones, comencé con la escatofilia telefónica, y para mi gusto nada sensual. Se trataba simplemente de una llamada de teléfono, fácil, así que marqué el tercer número de mi lista de respuestas, dispuesto a todo. La voz del otro lado, nada más descolgar el aparato, comenzó a insultarme, a humillarme. Con un tono bastante desagradable, me amenazaba con localizar mi llamada, con encontrarme y entonces cortarme los testículos; me llamo “tío mierda”, enfermo, me maldijo con hijos enfermos, creo que hasta me insulto en alemán o sueco, no estoy seguro…y mientras, ella se masturbaba. Yo estaba atónito, aguantando el tipo, porque de lo que me daban ganas era de mandarla a la mierda, pero en lugar de eso, tuve que devolverle los insultos y hasta me atreví con alguna amenaza; y ella al otro lado toda arrebatada de placer. Fui bastante torpe, al lado de lo que salió de su boca, lo que yo le decía, parecía dulce poesía, aunque al final me vine arriba.

Aunque me desahogué verbalmente, mi libido no subió ni una milésima, ni siquiera cuando oí sus gemidos y suspiros. Cuando la voz del otro lado estuvo satisfecha, simplemente colgó, ni un triste gracias. Yo me quedé extraño, pero tenía claro que simplemente iban a ser las actuaciones estelares de mi vida, así que me hice a la idea de vivir con esa extrañeza hasta que finiquitara el proyecto.
La siguiente parafilia de mi lista, la mecafilia, me causaba una inmensa curiosidad. Los contactos de la página tenían una atracción fatal por las máquinas, por ejemplo un exprimidor, un tostador…antes o durante el coito. Curioseé un poco, para saber de qué manera uno tenía que ponerse en contacto para tal evento, no sabía cómo ofrecerme, que palabras utilizar. Cuando lo tuve claro, me puse en contacto con Lucy89, que me había escrito varias veces. Quedamos en un hotelito barato del centro, y cada uno teníamos que llevar a nuestra máquina más seductora. Yo busqué en casa, algo “sexy”, y me decanté por un despertador digital; se me ocurrió decirle que me excitaba el sonido de la alarma.
Con mi despertador en la mochila, me fui a cumplir con mi segunda función parafilica. Estaba nervioso, intentando que no se me notara que estaba nervioso, y más nervioso me puse. Y todavía más nervioso, cuando me abrió la puerta de la habitación mi prima Lucia con una batidora en la mano y un camisón transparente color fucsia. La situación se quedo paralizada, me quede verde, amarillo y ella pobrecita se me echó a llorar. Entré en la habitación, nos repusimos del impacto, dimos nuestras respectivas explicaciones, aunque la suya me dejo flipado, y me dio una entrevista fantástica sobre su parafilia. Me marché y allí la dejé con su batidora.

Ya iban dos, el proyecto empezaba a tomar forma. La tercera parafilia, la coulrofilia, me salió un poco cara. Tuve que comprarme un traje de payaso, disfraz no, traje, muy bonito pero…Para la cita me tenía que poner el traje, hacer algunos trucos y lo que surgiera, para satisfacer los deseos sexuales de Amalita10. Cuando llegué a su casa, en el pomo había una bocina con un letrerito que ponía “hazla sonar”, y así lo hice. La puerta se abrió, y una despampánate rubia me  recibió con miles de globos…mi cara era un cuadro. En los mensajes, habíamos acordado que ella daría las órdenes, y yo simplemente las acataría. Fuimos al dormitorio y se acostó en la cama. Primero quiso globoflexia (había practicado), luego unos chistes verdes, malabares nivel 1,un par de caídas y la tenía en el bote. Agarró unos de los pompones de mi camisa, y me arrastró a la cama. Amalita estaba fuera de sí, loca por poseer al payaso. No me dejo ni quitarme el traje, y con él puesto me era imposible realizar ningún movimiento. Ella lo hizo todo, mientras yo tenía que cantar “titititiriti tititiriti”. Esa parte fue rápida, y por primera vez en mi vida me sentí utilizado.

Después  de esta  tercera, continué con la hierofilia. Acudí a la cita con una biblia, un crucifijo y música gregoriana, lo que me habían pedido. Quedamos en una pequeña parroquia, charlamos sobre nuestras vivencias religiosas y nos fuimos a su casa. Para excitarla leí algunos salmos, con el crucifijo colgando de mi cuello, y hasta tuve que decirle algunas oraciones en latín, con las que sucumbió a mis encantos, escuchando de fondo los cantos  gregorianos. Tuve que concentrarme mucho para poder cumplir con sus expectativas y escapé por los pelos. Sexo casi fácil.

La siguiente parafilia de mi lista, era la formicofilia, dónde los caracoles y las hormigas, además de otros animalitos pequeños, son el foco de la excitación sexual. Encontré a una mujer muy interesada en los caracoles, y yo conseguí tres caracoles como tres pelotas de golf. Y allí que me fui con mis amiguitos en un tarro de cristal. Antes de salir de casa, quise probar y coloqué a uno de los dulces caracoles sobre mi pezón derecho, por ver si me provocaba algo de excitación pero no sentí nada, y cuando me dispuse a dejarlo pasear por mi pene, entre la pena por el bicho y el asco, no pude.

Fauna2 era bastante callada. La recogí, nos fuimos a una pensión y estuve una hora paseándole los caracoles por los pechos, el vientre, el pubis, el clítoris, el perineo, las orejas…yo repugnado, y ella fuera de sí. Por suerte esta cita no requería de una erección por mi parte, y cuando terminó de aprovecharse de los bichitos, me pidió que la llevara a su casa. Todo el camino callada, como un caracol.

Intenté probar con la salirofilia, pero no pude. Cuando llegó el momento, después de haber estado en una sauna, y me pidió que le llenará la boca de saliva, con el sudor de mi cara cayendo sobre la suya, me dio tanto asco que me tuve que ir.

La última que iba a poner en mi proyecto era la travestofilia. Me tuve que comprar un conjunto sexy de ropa interior femenina, y acudir a mi cita con él puesto. Nos encontramos en una plaza y dimos un paseo. El hecho de que ella supiera que llevaba aquel incómodo conjunto puesto, le ponía los ojos en blanco. Durante el paseo, me fue narrando con todo lujo de detalles lo que me iba a hacer; y mira por dónde ahí tenía otra parafilia, narratofilia. Esa mujer se deshizo en palabras sucias e historias pornográficas, hasta que llegamos a su casa. A partir de ahí todo fue lujuria, perversión, pasión desenfrenada, ya no me importaba llevar aquel conjuntito sexy; que entrega, que final.

Terminé mi proyecto, conseguí la beca y me di cuenta de lo que me excitaba llevar puesto un sexy conjuntito.

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domingo, 24 de enero de 2016

El reparto



Era la última entrega del día, y para colmo era bastante lejos, aunque dentro de nuestro rango de reparto. Cargué la maleta de la moto con las berenjenas a la parmesana con guarnición, mus de plátano, pan de ajo y dos botellas de treinta y tres centilitros de jugo de arándanos. Y me puse en camino con la dirección en mente: Polígono Industrial de la Química; parcelas y parcelas minadas de edificios dedicados a la industria farmacéutica y médica: laboratorios, venta de artículos sanitarios, distribuidoras, investigación, y allí que me fui con la cena sobre ruedas.

La moto no tiraba mucho, así que me aprendí todos los atajos, aunque algunos no estaban destinados para la circulación de motocicletas. Antes de llegar al polígono había un camino de tierra, no muy largo, e inexplicablemente el único tramo sin luz, que te ponía los pelos de punta, ya que era una zona bastante solitaria y más a aquellas horas. Mi destino estaba cerca, parcela cuatro, avenida principal, número doce. Era un edificio con varias oficinas, con un pequeño aparcamiento, donde solo había un solitario coche y un cartel que ponía Solo para empleados de Psicotex.

Cogí la cena, aún caliente y toque el timbre. Una voz femenina me atendió, indicándome que me dirigiera a la oficina número diez. Llegué a la puerta y toque suavemente, había más que silencio, parecía un hospital, y la voz femenina me dio permiso para entrar. No vi a nadie, y en cuestión de segundos un terrible dolor en la cabeza hizo que me desvaneciera, supongo que me desmayé. Cuando volví en mí, estaba confuso, veía borroso, sentía presión en las muñecas y tobillos, y mi corazón comenzó a bombear con fuerza.

Estaba atado a lo que parecía un sillón, como los de las clínicas dentales. Comencé a sudar, a respirar fuertemente, preparándome para pelear, para huir, pero no podía. Mientras pensaba sin pensar, escuchaba muebles arrastrándose, portazos, susurros, guantes de látex chocando contra una muñeca, y yo no podía emitir sonido alguno, el miedo había paralizado a mis cuerdas vocales. De repente un alarido llego a mis oídos, provocándome más ansiedad, más sudor, más aumento de la respiración, sin poder gritar, sin saber que iba a ser de mí, cuando mis esfínteres asustados no aguantaron más. Estaba literalmente cagado de miedo.

El sudor me salía a borbotones. Después de un rato sin escuchar nada, sentí una presencia detrás de mí, no podía girarme pero sentía su respiración, y volvieron los alaridos, acompañados de sonidos parecidos a los taladros de los dentistas, y más gritos, llantos y portazos. Yo estaba al borde de la locura, pensé en mi madre, en mi perro, en que esa noche no me tocaba a mí el turno, en lo que me iban a hacer cuando terminaran con el pobre que gritaba. Me iban a torturar.

Apretaba tantos los dientes, que me partí una muela. La tensión  casi me había  paralizado los músculos, estaba totalmente rígido y dolorido, cuando un foco de luz muy potente me alumbro directamente a la cara. A pesar de tener las pupilas dilatadas a su máxima potencia, no podía ver nada, pero si oír las ruedas de una mesa acercándose, de nuevo la respiración pero más fuerte. Comencé a temblar, mis piernas se movían involuntariamente con pequeños espasmos, tanto que movía el sillón, y completamente aterrorizado me puse a llorar, mientras escuchaba de nuevo los gritos y cerca de mí sonidos de metales, de una radio con interferencias, muebles siendo arrastrados, hasta me pareció escuchar el agua de un grifo. Y con todos esos estímulos mi corazón estaba a punto de reventar, a punto de rendirse a la  arritmia, cuando de nuevo sentí un tremendo dolor de cabeza, y supongo que me volví a desmayar.

Cuando me desperté estaba tirado en el suelo, al lado de la puerta, dolorido, débil y lo veía todo borroso. Tenía miedo de moverme, me hubiera hecho una bolita y me hubiera quedado allí hasta que me encontrarán. Todo mi ser apestaba a desechos humanos. Cuando recupere la realidad, me levanté como pude sin mirar atrás, me toqué por todas partes para comprobar que no me faltaba ningún miembro. Me dirigí al pomo de la puerta para largarme de allí, cuando vi en el pequeño  mostrador de la entrada, el dinero de la cena sobre el recibo, donde habían escrito: quédate con la vuelta. Lo cogí  y sumamente desconcertado salí, y mientras cerraba la puerta tras de mí pude leer en el cristal: LABORATORIO DEL MIEDO.

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Relato: "El reparto". por María Vanessa López Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
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