domingo, 10 de septiembre de 2017

Arriba y abajo



Pasábamos las tardes enteras sentados en el muro que daba al muelle, que a su vez daba al largo paseo de adoquines de la avenida. Recuerdo nuestras piernas colgando, descalzos (si era verano) y con las canillas llenas de morados y cortes, algunos recientes y otros con la costra en evolución.
Sobre las siete de la tarde, cuando nos cansábamos de mirar nuestros reflejos en el agua sucia que rebotaba contra las piedras del muro, cuando los pescadores recogían y las gaviotas emprendían el camino de  vuelta a casa, llegaba el protagonista de nuestra película favorita, el atardecer. Los fulgurantes colores de los rayos del sol teñían las nubes, teñían el mar y a nuestras miradas; era un momento fascinante, alentador, una  visión que nos hacía suspirar, cada uno por sus anhelos. Naranjas, rosas, rojos y violetas mezclados,  reinventándose en nuevos  tonos, paseándose con la suave brisa, cubriendo casi por completo la inmensidad del cielo. Había días que a escondidas me emocionaba.

Cuando el film estaba a punto de terminar, nos dábamos la vuelta y jugábamos con las sombras que proyectaban nuestros cuerpos en el suelo de la avenida, con los últimos rayos del día. Y para rematar la tarde, entre los cinco juntábamos algunas monedas para comprarnos un gran vaso de granizado (si era verano); en invierno si nos alcanzaba con lo que teníamos en los bolsillos, nos deleitábamos con churros bañados en pedruscos de azúcar glas.

Y aunque ya a esas horas teníamos las nalgas remolidas de las piedras irregulares del muro, nos quedábamos allí hasta la hora de irnos a casa, y como si de un partido se tratara, lo comentábamos todo: la forma de andar de aquella, la ropa de aquel, la calva del otro, el viejo verde de siempre, las chicas guapas y no tan guapas, las broncas de los perros, los besos…y así entre risas y miradas discretas pasábamos el rato. Aunque lo mejor de ese lado del muro era verlas pasar. Todas las tardes se deslizaban por la avenida, de arriba abajo, haciendo piruetas, caballitos, con aquellos colores brillantes, metalizados, con pegatinas alucinantes, faros…no les faltaba detalle. Era algo inalcanzable para los cinco, algo que sacaba de nuestros cuerpos más suspiros que una muchacha de buen ver.

Nuestro único consuelo, era deleitarnos semana  tras semana con el espectáculo de dos ruedas que acontecía cada tarde. Solíamos hablar de adónde iríamos con aquellas máquinas, nos imaginábamos circuitos con rampas, obstáculos, túneles, campeonatos y trofeos…nos veíamos realizando saltos y piruetas, manejándolas como si hubiéramos nacido montados en una.

Era demasiado bueno para perdernos la experiencia de tener una propia, así que después de divagar y sopesar, nos decidimos a conseguir lo que anhelábamos. Evidentemente no podíamos comprarnos una, ni siquiera una de segunda mano, así que aprovechando el taller improvisado de mi hermana y algunos contactos (algunos de dudosa legalidad), decidimos emprender la aventura de construir nuestra propia bicicleta. Una para los cinco.

Dedicamos las mañanas a visitar desguaces, chatarras, talleres de bicis, vecinos y también al “Lolo”, el típico del barrio que de vez en cuando estaba involucrado en pequeños hurtos. La lista de lo que necesitábamos era extensa: llantas, ruedas, manillar, sillín, tubos superior e inferior para el cuadro, tubo del asiento, timbre, faro delantero y trasero, pintura metalizada, pedales, cadenas, frenos y un largo etcétera que nos tenía abrumados.

Al cabo de unos días ya lo teníamos todo e incluso algunas piezas por duplicado, por si nos quedaban ganas de hacer otra. El trabajo estaba repartido, estimamos que si le dedicábamos un par de horas al día, en una semana y media estaríamos disfrutando de ella. Decidimos pintarla de rojo metalizado, abundantes pegatinas de llamas y para rematar habíamos conseguido un timbre con forma de calavera.

Montar el cuadro fue fácil, el manillar nos dio algún problema, pero lo peor, lo que casi nos hace tirar la toalla fueron los frenos y la cadena. Teníamos grasa hasta en las orejas, llagas en las palmas de la manos de tanto monta y desmonta, y aunque fue más difícil de lo que pensábamos llegó el día de darle el toque final, colocar el timbre que tanto nos fascinaba. El primer timbrazo nos sonó a música celestial, aún saliendo de aquel brillante cráneo color plata.

Después de admirarla y pavonearnos entre nosotros del resultado, aunque sinceramente era fea, llena de remaches y abultadas soldaduras, nos parecía la más bonita y reluciente, no la mirábamos solo con los ojos. Para probarla llevamos a cabo un sorteo, el cual decidiría el orden y por primera vez no iba a ser prestada, era la primera vez que  teníamos una en  propiedad, aunque la tuviéramos que compartir entre cinco. Se podría decir que éramos como una sociedad limitada y queríamos ansiosamente disfrutar de nuestro producto.

Me tocó el tercero, y el tiempo que esperé se me hizo eterno. Media hora para cada uno, y si no se desarmaba la compartiríamos para ir al colegio, un día de la semana cada uno. Y llegó mi momento y todavía estaba entera. Me acomodé en el sillín excitado  de la emoción, las manos sudorosas se me resbalaban del manillar,  la boca seca como si me hubiera bebido toda el agua del mar. Media hora para disfrutarla, y me fui a la avenida para que  todos me vieran con mi bicicleta, orgulloso. Y frente al atardecer, pedaleando de vuelta al taller con la piel erizada y una satisfactoria sonrisa iluminando mi sudorosa cara, me di cuenta de que si habíamos conseguido sacar una bicicleta de la nada, podíamos conseguir todo lo que nos propusiéramos.

Disfrutamos de ella durante años, y en el camino nuestros cuerpos sufrieron quemaduras e incluso un brazo roto después de un espectacular caballito. Recibimos cogotazos por atravesarnos delante de algún que otro coche, atropellos, huídas, retrovisores torcidos, los primeros besos compartiendo sillín, suelas gastadas… y nunca, jamás nos peleamos por ella. La compartimos hasta el final de sus días.

Ahora desde aquí, a miles de kilómetros de aquel muro, tanto en la distancia como en el tiempo, sumido en la absoluta ingravidez, observó a través de una minúscula ventana la fragilidad de La Tierra suspendida en la inmensidad. Y atrapado en la alucinante e infinita oscuridad me ha venido a la memoria su recuerdo, porque si estoy aquí en parte es gracias a lo que supuso para nuestra sociedad limitada construir aquella bicicleta.

Licencia Creative Commons
Relato: "Arriba y abajo por María Vanessa López Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://relatosdelacolmena.blogspot.com/.