domingo, 5 de junio de 2022

El Banco

 


Corrían los años 90, y el barrio que me vio crecer cumplía todos los requisitos para ser la colmena de heroinómanos y delincuentes de bajo perfil. Era rara la semana que no hubiera alguna historieta perturbadora de la que te enterabas en algún portal: un tirón de bolso, una muerte por sobredosis, un yonki tirado en el jardín de la plaza con la jeringuilla aún en el brazo, los asiduos atracos a la farmacia del cruce, entre otros muchos sucesos que formaban parte inherente de la vida del barrio.


Todos nos conocíamos, las familias enteras, los dramas y las miserias de cada una, con nombres y apellidos, y era raro que en algunas de ellas no hubiera alguien desintoxicándose o llorando por la pérdida de algún miembro joven de la familia, en aquellos años ensombrecidos por la heroína. Y el  perfil era casi siempre el mismo: pantalón inquietantemente apretado, apodos poco ingeniosos, aficionados a las canciones de Los Chichos, Los Calis o Los Chunguitos, porque la mayoría de ellos se sentían identificados con sus letras, como si cantaran sus historias; andares ansiosos, como si siempre tuvieran prisa y curiosamente muy educados, en el fondo buena gente con brazos amoratados, con algún que otro tatuaje cutre, caras prematuramente avejentadas y voz de estar cansados de la vida con tan solo 20 años.


Era la época en la que todavía la gente se reunía en la calle, y en el caso de mi barrio, en la plaza. Dividida en dos pisos, con enormes jardines llenos de escondites dónde era común encontrar jeringuillas o a alguien metiéndose un chute. Y rodeando el emplazamiento, había bancos de piedra y barandas verdes herrumbrosas, que te hacían estar al filo del tétanos constantemente. Justo al lado se encontraban los aparcamientos del Ambulatorio, el primer punto de parada de los chiquillos antes de pisar los adoquines dónde estaba la mezcolanza de muchedumbre. La bienvenida a la plaza te la daba el carrito de Don Paco, hecho de listones de madera, con una pequeña cristalera frontal que dejaba a la vista una gran variedad de chuches, cromos, revistas y periódicos. Observándolo desde fuera, no se podía entender como en aquel estrecho cubículo cabía tal cantidad de mercancía, era como el bolso de Mery Popins, cosa que le pedías, cosa que sacaba de la nada. Y detrás del estanco, se encontraba la iglesia adosada a la casa parroquial, que a su vez era dónde todos los chiquillos del barrio recibíamos la catequesis y los eventos propios de las fiestas en honor al patrón del barrio, San Jerónimo.


Para mí, salir a la plaza era una aventura, nunca sabías con qué o quién te ibas a encontrar. Quedábamos para jugar en un punto estratégico, un enorme bloque de cemento rectangular pintado de blanco ubicado en la parte alta de la plaza, justo en el centro, el lugar perfecto para visualizarlo todo. Aquel trozo de piedra fue testigo de todo lo que se movía en el barrio; los trapicheos, reconciliaciones como las de Lito y Adriana, dos adolescentes atormentados que se enrollaban y desenrollaban cada dos por tres, con sus dramas y reproches como en las telenovelas venezolanas que se estaban poniendo de moda por aquellos años. Aquel trozo de concreto vio nacer amistades, fue las gradas para el público morboso que iba a ver las peleas de piñas al aire que se programaban como los combates de boxeo de la tele; retos con bicicletas y patinetes, ensayos para los bailes de las fiestas del barrio, chismes, batallitas, y un sin fin de idas y venidas mientras crecíamos sin darnos cuenta.


Era una plaza con mucha vida, siempre había jaleo, pero era un barullo ordenado, agrupado. Por un lados los abuelos con los nietos arrastrando bicicletas y triciclos; grupos de adolescentes apelotonados alrededor de un radio cassette, o bien picándose al ritmo de Break-Dance o escuchando los grupos que sonaban en los 40 Principales. Y luego los yonkis con los no tan yonkis, por un lado los que te pedían 5 duros y por otro los que tenían padres pijos que les llenaban las jeringuillas, que de vez en cuando pasaban por algún centro de desintoxicación.


Nuestros juegos eran variados y variopintos. Uno que nos encantaba, que nos costó alguna torcedura de tobillo, era saltar desde el ladrillo al suelo mientras decíamos palabrotas y palabras prohibidas en casa, acompañadas de risitas maliciosas, era un lugar dónde podíamos ser libres sin la mirada atenta de los adultos. Llevábamos boliches, trompos o el elástico para amenizar las veladas de juego, mientras pasaban las horas y los días, y las semanas, y con los meses las estaciones, sin darnos cuenta de que el último día que íbamos a salir a jugar llegaría sin avisar.


Nos empezaron a interesar otras cosas, y otras personas, y comenzamos a observar la realidad que nos rodeaba desde otra perspectiva. Ya no veíamos a los yonkis con la normalidad a la que estábamos acostumbrados, y aquella inocencia cruel que nos había hecho reírnos alguna vez de ellos cuando los veíamos desesperados por unas pesetas para un pico, se había tornado en desconcierto. Comenzamos a entender la pena de las familias, a ser conscientes del SIDA, a dejar de meternos en los jardines con miedo a pincharnos con una aguja y a tener compasión por aquellas vidas que se estaban consumiendo ante nuestros ojos.


La heroína dio paso a las drogas de diseño y con ellas a otro tipo de yonki, y éstos, eran con los que habíamos jugado y crecido en aquel bloque, que con el tiempo se perdieron en sus paranoicas mentes sin billete de vuelta. El carrito se murió con Don Paco, la tienda de fotos de la calle principal jubilada, el supermercado de toda la vida dónde aprendimos a contar las vueltas y hacerles a nuestros padres la cuenta de la pata con algún durillo que otro, cerró sus puertas ante la inevitable apertura del progreso, y la plaza se quedo sola, y el bloque demolido.


Y hubo una última vez para todo. El último juego en la plaza, la última compra en el carrito, la última vez que de un día para otro dejabas de ver a alguien y te enterabas de que se había quedado sin aliento con una aguja clavada en el brazo o atado en una cama de la planta de psiquiatría del hospital. La última vez que nos sacamos la foto para el carné de identidad, la última visita al súper dónde sabían tu nombre, pero sobre todo la última vez que fuimos niños saltando de un bloque de cemento con las justas preocupaciones. Y aprendimos que la vida es efímera, y que valía la pena vivirla como si no hubiera un mañana, porque no sabes cuando va a ser la última vez que saltes de un enorme bloque de cemento rectangular pintado de blanco.

Licencia de Creative Commons
Relato: "El Banco" by María Vanesa López Torrente is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional License.
Creado a partir de la obra en http://relatosdelacolmena.blogspot.com/.