Era un barrio apelotonado de calles, minado de
alcantarillas, de recipientes de plástico con agua y comida para los gatos, y
sillas plantadas en cualquier esquina para el descanso de la tarde. Las casitas
de colores apretadas unas contra otras, tenían los tendederos alongados por las
ventanas y las filas de ropa colgada se perdían en el horizonte.
El viento coqueteaba con las prendas, meciéndolas hasta
llevarse toda la humedad. Desde abajo se podía ver cómo el aire inflaba bragas
y calzoncillos, transformándolos en paracaídas. El olor a suavizante pululaba
por todas partes, impregnando las paredes, los portales, colándose por los
pasadizos que conectaban unas calles con otras.
Y en el número 7 de la calle Trolebús, en el piso primero
derecha, en el mismo instante que la vecina del cuarto izquierdo tendía las
sábanas de una cama de dos cuerpos, se estaba gestando un chisme.
La madre del chisme, una
señora de mediana edad, tenía la habilidad de parir habladurías, que si se
contaran como hijos hubiera tenido un equipo de fútbol. Nadie estaba a salvo de
su lengua viperina, y ese día su objetivo eran los inquilinos del número 21,
piso quinto A, un joven matrimonio sin hijos.
El chisme al fin nació, de talla pequeña y bajo peso, sin
hacer mucho ruido. Llegó al mundo contando que al joven marido del número 21 lo
habían echado de su puesto de trabajo como agua sucia, ¿por qué?, y en ese por
qué empezó a crecer el recién nacido.
La calumniadora tenía una secuaz, que después de rajar
palabras con su informadora, se encargaba de posar su lengua en todos los
portales y tiendas de la calle, sin malicia. Los buenos vecinos le daban de
comer al chisme de su propia despensa haciéndolo crecer, y le salieron brazos
fuertes para agarrarse a las lenguas.
Cuando el chisme llegó al número 9 de la calle Trolebus, las lenguas
envenenadas contaban que al joven del número 21 lo habían despedido de su
empleo porque obtenía beneficios de alcoba, por parte de la mujer de su jefe. Y
hasta sentían lástima por la esposa cornuda. En el número 11 se contaba que
además de adúltero, lo habían pillado sisando material de la oficina a altas
horas de la noche. Y se preguntaban cómo estaría la pobre esposa con un marido
a punto de entrar en la cárcel.
Antes de colarse en la tienda de comestibles que se
encontraba en la acera de en frente, al chisme ya le habían salido piernas y su
peso rozaba lo mórbido. Traspasó la cortina de cuentas que había en la puerta
del establecimiento, posándose en la lengua del tendero para que le diera de
comer. A continuación, los clientes que salían con sus compras, comentaban que
al joven del número 21, además de acostarse con la mujer de su jefe y robar en
la oficina, algún día que otro había ido a trabajar con aliento alcohólico y
bastante desaseado. Y se lamentaban por no poder decírselo a su joven e
ignorante esposa.
Cruzando de acera de nuevo, se coló en el número 13
introduciéndose a su vez en el bolso de la vecina del segundo B. La señora que
venía de la tienda, contaba a su compañero la vida tan desgraciada que le
estaba dando ese hombre a la pobre vecina del número 21, piso quinto A. Además
de ser adultero, ladrón y alcohólico, había apretado con deseo la nalga de un
compañero en el servicio, y éste sorprendido le puso un ojo morado.
Un poco más adelante en el número 15, el chisme se paró
en la tienda de congelados, tanto andar le había dado calor, así que se plantó
al lado de la propietaria del establecimiento reclamando algo fresco, y ésta
como no, se lo dio. Entre el congelador de la carne y el congelador del pescado
y el marisco, en compañía de la alcahueta mayor de la calle Trolebus, le
añadieron un par de kilos al chisme. Sus murmullos comentaban que el muchacho
del número 21, estaba terriblemente atrapado por la cocaína, tanto que robaba a
su mujer para abastecerse y para pagar
las deudas a sus proveedores, y cuando la pareja se quedó sin un céntimo, el
pobre yonqui lo había sisado de la caja fuerte de la oficina, incluso
comentaban que su carácter se había tornado violento y había llegado a las
manos con su jefe. Una de ellas afirmaba a ver visto a su linda esposa con un
ojo morado. Pobrecilla, decían.
Cuando ya se hubo refrescado el gaznate, salió silbando.
Se quedó parado delante del estanco de la plaza que estaba ubicado frente al
número 17, observando a su alrededor, buscando lenguas cotillas que saciaran su
hambre. Y se encontró con las lenguas del estanquero, su señora y un vecino
adinerado. Era un chisme con suerte. Estas tres presencias hablaban del joven,
enumerando todo lo que habían escuchado, y añadiendo algo mas al estomago de
aquel chisme insaciable. De primer plato, el dueño del estanco contaba que le
habían contado, que el chico era un enfermo sexual, que lo habían pillado en el
aparcamiento del edificio donde se encontraba su oficina, masturbándose en el
coche, mientras regalaba a todas las féminas que por allí pasaban palabras
obscenas. De segundo plato, la dueña consorte del estanco añadió que el vecino
del número 21 había participado en su juventud en películas de dos rombos o
más, porno del duro. Y de postre, y aunque el chisme estaba lleno se lo comió,
el vecino contaba que el muchacho estaba en una secta satánica donde lo habían
inducido a hacer todo lo anterior.
Llegados a este punto de excesiva ingesta, el chisme no
caminaba se arrastraba, estaba agotado y sediento, necesitaba algo de beber. Se
sentó en un banco que estaba plantado en medio de la acera para coger aliento y
cuál fue su sorpresa cuando vio pasar a la joven esposa, perseguida por las
miradas de los vecinos. Cuando la perdió de vista, emprendió la búsqueda de
algún líquido que pudiera echarse a su apestosa boca. Lo encontró en el número
19, una pequeña y acogedora cafetería donde abundaba la clientela, así que observó
durante unos segundos, hasta que se zambulló en un refrescante vaso de
naranjada que se estaba bebiendo con mucho gusto una de las empleadas de la
caja de ahorros de la calle, en su descanso de media mañana. El chisme bajo por
su fresco gaznate, provocándole a la chica una leve tos, que dio paso a una
nueva habladuría. Comentaba que se comentaba en la caja, que el joven vecino
del número 21, frecuentaba la compañía de prostitutas, y que por desgracia una
de ellas le había pegado ladillas y de regalo añadió, que posiblemente también
sífilis, ya que lo habían visto en la farmacia comprando penicilina. Los allí
presentes se compadecían de su mujer, posiblemente infectada.
Ya en la calle, el chisme se sentía pletórico y estaba
preparado para entrar, como un vendaval, por la ventana de la cocina del joven
matrimonio. Y allí estaban los dos, sentados ante dos tazas humeantes de café y
un plato de galletas de mantequilla. Entre sorbo y sorbo, mordisco y mordisco,
hablaban de la marea de rumores que visitaban la calle Trolebus esa semana, y
por azares del destino le había tocado a él ser la comidilla de marujas, tenderos
y mujeres que en lugar de lenguas tenían dardos envenenados. El joven, en cuestión
de horas, paso a ser un adúltero, un ladrón alcohólico y homosexual, un malvado
que le daba mala vida a su mujer, cocainómano, exhibicionista, ladrón, putero e
infeccioso, y todo por haberse cogido una baja por enfermedad.
La joven pareja no tenía comida para el chisme, y éste
observando desde todas partes, comenzó a debilitarse hasta el punto de entrar
en un estado de involución. Salió de allí, y recorrió el camino de vuelta a
duras penas. Cuando llegó al número 7, piso primero derecha, buscó a su madre y
de un empujón se metió en su boca, produciéndole una leve tos, a lo que ella
añadió ¡Ay! Que me ahoga la maldad.
Y allí se quedó el
chisme, gestándose en el vientre de aquella mujer, esperando paciente a su
próxima víctima.
Relato: "La calle Trolebús" por
María Vanessa López Torrente se distribuye bajo una
Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Basada en una obra en
http://relatosdelacolmena.blogspot.com.es/.