lunes, 28 de julio de 2014

Toda una vida




Soy de esas que pasan de mano en mano. A veces me han cuidado y otras me han maldecido, por herir la piel sin querer, o por caerme constantemente, pero la pura verdad es que estarían perdidos sin mí, aunque no lo admitan. En ocasiones me han olvidado pero siempre llega el momento en el que me echan de menos y van en mi busca.

Me han inundado con las gotas del esfuerzo y el calor, que durante un tiempo se quedaban adheridas a mi diminuto esqueleto. Desde un lugar privilegiado observo cómo se hurgan la nariz, siento sus lágrimas tibias y saladas, me adapto a sus músculos cuando ríen o bostezan y me descolocó con los estornudos. He sido guía de paseantes, viajeros y peregrinos, por lugares donde me ha salpicado la arena y me ha escupido el mar. He contemplado tanta pena, tanto regocijo de cerca y de lejos, que mañana mismo sería un buen día para terminar metida en un cajón oscuro con aroma a recuerdos.

He chocado con otras como yo, pero más modernas, sofisticadas, jóvenes y cómodas, algo que nunca llegaré a ser, pero no por falta de interés sino porque simplemente es imposible. A pesar de no poseer ninguna de esas cualidades, he podido dar seguridad a quien lo necesitaba, convirtiéndome en un escudo transparente entre ese alguien y el mundo.

Las huellas de muchos dedos y la suciedad se han apoderado de mi cuerpo, están tan incrustadas en mí ser que por mucho que me sumerjan en agua y jabón no me deshago de ellas. Me siento sucia, manoseada y cansada. Ya es hora de jubilarme, tengo que dejar paso a nuevos modelos y estilos. 

Me retiro a un mueble de madera con gavetas alargadas, coronado por un cristal que hace la vez de tapa. Se llama Expositor, y me han hablado muy bien de este lugar. Voy a compartir residencia con otras como yo, monturas gruesas hechas de pasta, con incómodas patas y colores desfasados. Voy a vivir debajo del cristal y el habitáculo parece cómodo, con el suelo forrado con una tela del color del cielo en verano, con volumen, como si las nubes se hubieran metido debajo.

Antes de mudarme al Expositor, han reconocido mi carrera y me han otorgado el título de retro, por toda una vida de gafas.

Licencia Creative Commons
Relato "Toda una vida" por María Vanessa López Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Basada en una obra en http://relatosdelacolmena.blogspot.com.es/.

lunes, 21 de julio de 2014

La calle Trolebús


Era un barrio apelotonado de calles, minado de alcantarillas, de recipientes de plástico con agua y comida para los gatos, y sillas plantadas en cualquier esquina para el descanso de la tarde. Las casitas de colores apretadas unas contra otras, tenían los tendederos alongados por las ventanas y las filas de ropa colgada se perdían en el horizonte.

El viento coqueteaba con las prendas, meciéndolas hasta llevarse toda la humedad. Desde abajo se podía ver cómo el aire inflaba bragas y calzoncillos, transformándolos en paracaídas. El olor a suavizante pululaba por todas partes, impregnando las paredes, los portales, colándose por los pasadizos que conectaban unas calles con otras.


Y en el número 7 de la calle Trolebús, en el piso primero derecha, en el mismo instante que la vecina del cuarto izquierdo tendía las sábanas de una cama de dos cuerpos, se estaba gestando un chisme.

La madre del chisme, una señora de mediana edad, tenía la habilidad de parir habladurías, que si se contaran como hijos hubiera tenido un equipo de fútbol. Nadie estaba a salvo de su lengua viperina, y ese día su objetivo eran los inquilinos del número 21, piso quinto A, un joven matrimonio sin hijos.

El chisme al fin nació, de talla pequeña y bajo peso, sin hacer mucho ruido. Llegó al mundo contando que al joven marido del número 21 lo habían echado de su puesto de trabajo como agua sucia, ¿por qué?, y en ese por qué empezó a crecer el recién nacido.
La calumniadora  tenía una secuaz, que después de rajar palabras con su informadora, se encargaba de posar su lengua en todos los portales y tiendas de la calle, sin malicia. Los buenos vecinos le daban de comer al chisme de su propia despensa haciéndolo crecer, y le salieron brazos fuertes para agarrarse a las lenguas.

Cuando el chisme llegó al número 9 de la calle Trolebus, las lenguas envenenadas contaban que al joven del número 21 lo habían despedido de su empleo porque obtenía beneficios de alcoba, por parte de la mujer de su jefe. Y hasta sentían lástima por la esposa cornuda. En el número 11 se contaba que además de adúltero, lo habían pillado sisando material de la oficina a altas horas de la noche. Y se preguntaban cómo estaría la pobre esposa con un marido a punto de entrar en la cárcel.

Antes de colarse en la tienda de comestibles que se encontraba en la acera de en frente, al chisme ya le habían salido piernas y su peso rozaba lo mórbido. Traspasó la cortina de cuentas que había en la puerta del establecimiento, posándose en la lengua del tendero para que le diera de comer. A continuación, los clientes que salían con sus compras, comentaban que al joven del número 21, además de acostarse con la mujer de su jefe y robar en la oficina, algún día que otro había ido a trabajar con aliento alcohólico y bastante desaseado. Y se lamentaban por no poder decírselo a su joven e ignorante esposa.

Cruzando de acera de nuevo, se coló en el número 13 introduciéndose a su vez en el bolso de la vecina del segundo B. La señora que venía de la tienda, contaba a su compañero la vida tan desgraciada que le estaba dando ese hombre a la pobre vecina del número 21, piso quinto A. Además de ser adultero, ladrón y alcohólico, había apretado con deseo la nalga de un compañero en el servicio, y éste sorprendido le puso un ojo morado.

Un poco más adelante en el número 15, el chisme se paró en la tienda de congelados, tanto andar le había dado calor, así que se plantó al lado de la propietaria del establecimiento reclamando algo fresco, y ésta como no, se lo dio. Entre el congelador de la carne y el congelador del pescado y el marisco, en compañía de la alcahueta mayor de la calle Trolebus, le añadieron un par de kilos al chisme. Sus murmullos comentaban que el muchacho del número 21, estaba terriblemente atrapado por la cocaína, tanto que robaba a su mujer  para abastecerse y para pagar las deudas a sus proveedores, y cuando la pareja se quedó sin un céntimo, el pobre yonqui lo había sisado de la caja fuerte de la oficina, incluso comentaban que su carácter se había tornado violento y había llegado a las manos con su jefe. Una de ellas afirmaba a ver visto a su linda esposa con un ojo morado. Pobrecilla, decían.

Cuando ya se hubo refrescado el gaznate, salió silbando. Se quedó parado delante del estanco de la plaza que estaba ubicado frente al número 17, observando a su alrededor, buscando lenguas cotillas que saciaran su hambre. Y se encontró con las lenguas del estanquero, su señora y un vecino adinerado. Era un chisme con suerte. Estas tres presencias hablaban del joven, enumerando todo lo que habían escuchado, y añadiendo algo mas al estomago de aquel chisme insaciable. De primer plato, el dueño del estanco contaba que le habían contado, que el chico era un enfermo sexual, que lo habían pillado en el aparcamiento del edificio donde se encontraba su oficina, masturbándose en el coche, mientras regalaba a todas las féminas que por allí pasaban palabras obscenas. De segundo plato, la dueña consorte del estanco añadió que el vecino del número 21 había participado en su juventud en películas de dos rombos o más, porno del duro. Y de postre, y aunque el chisme estaba lleno se lo comió, el vecino contaba que el muchacho estaba en una secta satánica donde lo habían inducido a hacer todo lo anterior.

Llegados a este punto de excesiva ingesta, el chisme no caminaba se arrastraba, estaba agotado y sediento, necesitaba algo de beber. Se sentó en un banco que estaba plantado en medio de la acera para coger aliento y cuál fue su sorpresa cuando vio pasar a la joven esposa, perseguida por las miradas de los vecinos. Cuando la perdió de vista, emprendió la búsqueda de algún líquido que pudiera echarse a su apestosa boca. Lo encontró en el número 19, una pequeña y acogedora cafetería donde abundaba la clientela, así que observó durante unos segundos, hasta que se zambulló en un refrescante vaso de naranjada que se estaba bebiendo con mucho gusto una de las empleadas de la caja de ahorros de la calle, en su descanso de media mañana. El chisme bajo por su fresco gaznate, provocándole a la chica una leve tos, que dio paso a una nueva habladuría. Comentaba que se comentaba en la caja, que el joven vecino del número 21, frecuentaba la compañía de prostitutas, y que por desgracia una de ellas le había pegado ladillas y de regalo añadió, que posiblemente también sífilis, ya que lo habían visto en la farmacia comprando penicilina. Los allí presentes se compadecían de su mujer, posiblemente infectada.


Ya en la calle, el chisme se sentía pletórico y estaba preparado para entrar, como un vendaval, por la ventana de la cocina del joven matrimonio. Y allí estaban los dos, sentados ante dos tazas humeantes de café y un plato de galletas de mantequilla. Entre sorbo y sorbo, mordisco y mordisco, hablaban de la marea de rumores que visitaban la calle Trolebus esa semana, y por azares del destino le había tocado a él ser la comidilla de marujas, tenderos y mujeres que en lugar de lenguas tenían dardos envenenados. El joven, en cuestión de horas, paso a ser un adúltero, un ladrón alcohólico y homosexual, un malvado que le daba mala vida a su mujer, cocainómano, exhibicionista, ladrón, putero e infeccioso, y todo por haberse cogido una baja por enfermedad.

La joven pareja no tenía comida para el chisme, y éste observando desde todas partes, comenzó a debilitarse hasta el punto de entrar en un estado de involución. Salió de allí, y recorrió el camino de vuelta a duras penas. Cuando llegó al número 7, piso primero derecha, buscó a su madre y de un empujón se metió en su boca, produciéndole una leve tos, a lo que ella añadió ¡Ay! Que me ahoga la maldad.
Y allí se quedó el chisme, gestándose en el vientre de aquella mujer, esperando paciente a su próxima víctima.

Licencia Creative Commons
Relato: "La calle Trolebús" por María Vanessa López Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Basada en una obra en http://relatosdelacolmena.blogspot.com.es/.