miércoles, 21 de abril de 2021

Las manos


 

Llevaba días esperando la llamada con el diagnóstico. Cada vez que sonaba el teléfono, el corazón le rebotaba como una pelota saltarina dentro de la pequeña habitación que era su pecho. Día tras día, se fueron acumulando en la casa especulaciones varias por todas partes, hasta que un día, después de varios ring, descolgó y escuchó las palabras “cáncer y metástasis”, y todo se derrumbó a su alrededor, sintió como se despedazaban las paredes, las ventanas, hasta su propia carne. 


Y los días comenzaron a  pasar distintos, como si tuvieran más de veinticuatro horas, plagados de recuerdos que se empeñaban en reunir a todas las lágrimas del mundo. Y un sentimiento distinto lo embargó, algo irreconocible hasta ese momento para él: rabia hacia el enfermo, rabia por hacerlo pasar por ese dolor, un egoísmo puro y primitivo, tornándose en lágrimas tan saladas, que producían en sus ojos un ardor indescriptible.


Cada día se levantaba y se acostaba con recuerdos de toda su vida. Pero había uno concreto que se repetía una y otra vez: las manos de su padre, las más grandes, firmes y duras, morenas de tanto sol. Y bajando los párpados podía sentir de nuevo como con una de ellas le cubría la cara, mientras respiraba a través de sus dedos, embargándole la sensación de protección, de inmortalidad que uno siente cuando es pequeño. Seguidamente, le venían a la cabeza, en forma de bucle, aquellas palabras que había escuchado al otro lado del teléfono ...” no te preocupes, no le tengo miedo a la muerte...alguna vez me tenía que tocar...es ley de vida que los hijos entierren a los padres”…Y cada vez que las recordaba, en ese momento y solo en ese momento, sin racionalidad alguna, pensaba que eran las palabras más crueles que un padre le podía decir a un hijo.


Después de algunas semanas, empezaron los pasos por el quirófano. Las esperas en la salita a que saliera el médico para dar el parte, los cafés, los nervios, la angustia que le provocaba pensar en él, en el frío y en la soledad que estaría experimentado en aquel  quirófano, o sintiendo el dolor de los demás en la sala de recuperación, porque nunca fue capaz de  gestionar el sufrimiento de los otros, aunque no los conociera de nada; pero sobre todo, pensando en la posibilidad de que aquel hombre que amaba tanto la vida, tuviera miedo.


Luego vinieron las visitas al hospital, dónde iba para que el enfermo lo consolará y no al revés, con sus bromas a las enfermeras o las burlas porque le veía los ojos hinchados de haber llorado toda la noche, aunque sabía que en el fondo era su manera de decirle...”Por favor, no llores más”...Y durante ese período de visitas comprendió a las personas que perdían la cabeza al pasar por todo eso, desde el otro lado, porque aquel dolor pesaba más que un acantilado.
De regreso a casa, a su cabeza volvían recuerdos que llevaban escondidos mucho tiempo, de canciones que habían cantando tantas veces en el Seat 127 rojo, y el universo se tornaba cruel cuando encendía la radio y sonaba Rose Garden o Resistiré del Dúo Dinámico, visualizando la cara de placer que se le ponía a su progenitor al comprobar que les gustaban las mismas canciones. Así qué por un tiempo, dejó de encender la radio.


Los días siguieron pasando, y en una de esas visitas que ya formaban parte de su rutina diaria, pasó algo que lo cambiaría todo para siempre. Cuando llegó a la habitación, cogió aire antes de entrar, y se encontró su cama vacía. Se dirigió al control y le preguntó a la enfermera por su padre. Lo habían bajado a hacerse una prueba. Y se fue a esperarlo a los ascensores por dónde subían y bajaban a los pacientes. Se sentó en un banco y cogió un libro de Sherlock Holmes de la librería. Cuando estaba por la parte dónde describían los fumaderos de opio de la época, el ascensor se abrió y reconoció la calva de su padre reposando sobre una almohada. Se incorporó devolviendo el libro a su sitio, y se colocó al lado de la cama, saludándolo con la mejor de sus sonrisas. La cara de su progenitor se iluminó como nunca, como si le estuviera dando las gracias por estar allí justo en ese y preciso momento.


Cuando estuvieron de vuelta en la habitación, su padre comenzó a temblar. Estaba sin camisa, congelado, tapado con una fina manta blanca con rayas azules. Corrió al armario y volvió a la cama con dos mantas enormes, las colocó sobre su cuerpo tembloroso, mientras éste le decía...”debería haber llorado, me dolió y debería haber llorado”...El hijo metió las manos por debajo de la gruesa capa de mantas y comenzó a frotarle el pecho, intentando calentar el cuerpo del hombre que durante años lo había despertado para ir al colegio frotándole suavemente la espalda.


Tardó un buen rato en entrar en calor, y cuando cogió sus manos entre las suyas, se dio cuenta de qué ya no eran tan grandes, ni tan fuertes, ahora esas manos grandes eran las suyas, y sintió un leve pellizco en el corazón. De repente se habían cambiado las tornas, de repente le tocaba a él agarrarlo con manos firmes, y la rabia que sentía se convirtió en aceptación, al darse cuenta de qué tenía la fuerza suficiente para recorrer junto a su padre el camino que le quedará por delante, a rellenar con él las páginas que le quedaban por escribir en esa etapa incierta de su vida. Y por primera vez, desde que había empezado aquel proceso, sintió alivio.


Su padre se tomó la vida con amor y con humor, con amor para comprenderla y con humor para soportarla, dejándole a su hijo el mejor de los legados, la fuerza para comprender esta aventura loca que es vivir, y hacerlo sin miedo, a pecho descubierto.



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