domingo, 26 de noviembre de 2017

El tiempo



- ¿Qué es el tiempo?
- Pues…no sé cómo explicarte. Déjame pensar un momento
- ¿Y? Ya te he dado mucho tiempo
- ¿Y qué es para ti “mucho tiempo”?
- Pues cuento hasta sesenta, eso es un minuto ¿no? es una tonelada de tiempo. En un minuto puedes hacer muchas cosas
- ¿Cómo qué?
- ¡Eh! ¿Me haces esa pregunta para tener más tiempo para pensar en la respuesta que ya llevo tres minutos esperando?
- No, claro que no, me interesa saber que tantas cosas puedes hacer en un minuto…quizás tu forma de gestionar el tiempo me sirva
- ¿Qué es gestionar el tiempo?
- Es aprovechar bien el tiempo, utilizarlo como se merece
- Vale…pues en un minuto puedes tener diez ideas o más, te puedes comer una galleta o dos, hacer un caracol con plastilina, cambiarte de ropa, recordar las vacaciones, soñar con algo que quieras hacer…y muchas cosas más. ¡No quiero perder más tiempo! ¿Tienes mi respuesta o no?
- Espera, espera…creo que ya lo tengo…aunque no tengo una definición…así que te pondré algunos ejemplos de lo que es el tiempo
- De acuerdo
- El tiempo se pierde, se gana, se ahorra pero no se puede almacenar, no puedes guardar un poquito para después, así que lo importante es lo que hagas en ese tiempo. Puedes acelerarlo o ralentizarlo pero pasará igualmente para no volver…hay que intentar saborearlo, usarlo con el respeto que se merece y tener cuidado con los ladrones de tiempo…
- ¿Quiénes son los ladrones de tiempo?
- Quienes no, tú mismo te robas el tiempo
- ¿Con qué?
- Lo gastamos inútilmente en enfados, sufriendo por cosas que tienen soluciones sencillas o que simplemente no tienen solución y de nada sirve preocuparse e incluso sin quererlo también se lo hacemos perder a los demás. Le damos nuestro tiempo a objetos inanimados, le damos nuestro tiempo a problemas que no son nuestros, pero lo que más nos hace perder el tiempo es pensar en el futuro…Aunque  también lo puedes regalar ¿sabes? Una milésima de tiempo vale más que el oro o que los diamantes…
- ¿Más que la kriptonita?
- Mucho más, pero eso sí, mide bien a quien se lo regalas, porque tu tiempo no se lo merece cualquiera, siempre hay tiempo para los otros pero hay que buscar la reciprocidad, no es lo mismo compartir un trozo de chocolate que tu tiempo…no lo gastes en vano con quien no se lo merezca…Siempre se puede sacar tiempo para los demás, el que te regale su tiempo te está dando un pedacito de su vida…no lo uses mal
- ¿Pero dónde está el tiempo? ¿No está en los relojes?
- Esta en tu cerebro, en tu corazón, dentro de tu cuerpo, corre por tus venas, está en tus sentidos…Pero a veces el cerebro nos engaña, haciéndonos creer que el tiempo pasa más rápido cuando lo estas pasando bien, cuando lo empleas en pasiones, en placeres y te da la sensación de que las agujas del reloj caminan más rápido, en cambio cuando lo empleas en algo no tan placentero, el cerebro te hace creer que las agujas del reloj se mueven con lentitud, como si pesaran toneladas. El cerebro se ríe de nosotros, confundiéndonos con la noción del tiempo…
- ¿Qué es la noción?
- Es esa sensación de tiempo perdido, de tiempo mal aprovechado o por el contrario de satisfacción por haber empleado bien cada segundo, cada minuto de una hora, de un instante, de una tarde, de un fin de semana, de una buena compañía…Tu vida se irá construyendo a base de recuerdos, dónde habrás invertido tiempo…y a medida que el reloj camina, a medida que camines al son del calendario dejando detrás los días, los meses y los años, convirtiendo el tiempo en pasado, sentirás que el presente pasa más rápido, que el pasado queda lejano y que al futuro lo tienes que mantener a raya, no pierdas mucho tiempo pensando o imaginando tiempo que no ha pasado…
- Si el tiempo vale tanto ¿por qué lo perdemos adrede?
- Esa es una pregunta difícil de contestar, supongo que a veces es necesario perderlo para aprender a valorarlo, sé que es absurdo pero a veces el tiempo viene acompañado de la rutina…
- ¿Y qué es la rutina?
- Es la sensación de que todos los días son iguales, sobre todo cuando ya has tenido muchos cumpleaños. Todos los días hacemos más o menos lo mismo, pero después de las obligaciones, de tus propias imposiciones, está en tus manos aprovechar el tiempo que te queda en el presente, crear recuerdos para el pasado y tener en alta consideración el tiempo que te queda para el futuro, pero tiempo del bueno, el tiempo malo a veces es inevitable…
- ¿Y cuál es el tiempo malo?
- Es el tiempo de los duelos…
- Eso es ¿ponerse triste, verdad?
- Sí, eso mismo, pero sabes que es un tiempo que también sirve para aprender ¿verdad?
- Sí, me acuerdo de esa conversación... ¿Y cómo sabes cuánto tiempo tienes? Para hacerlo todo digo, porque yo tengo muchos planes y necesitaré mucho tiempo
- Siento decirte que para eso no tengo respuesta, nadie sabe cuánto tiempo tiene, por eso vale tanto ¿entiendes?
- Entiendo
- Pero sabes una cosa, si después de muchos cumpleaños, tienes la sensación de que el tiempo ha pasado muy rápido eso significará que lo has pasado bien…¿Quieres saber algo más?
- Por ahora no
- ¿Qué te ha parecido este tiempo de respuestas? ¿Crees que lo hemos invertido bien?
- Ha sido un placer “no” perder el tiempo contigo
- Lo mismo te digo

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Relato: "El tiempo" por María Vanessa López Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://relatosdelacolmena.blogspot.com/.

domingo, 10 de septiembre de 2017

Arriba y abajo



Pasábamos las tardes enteras sentados en el muro que daba al muelle, que a su vez daba al largo paseo de adoquines de la avenida. Recuerdo nuestras piernas colgando, descalzos (si era verano) y con las canillas llenas de morados y cortes, algunos recientes y otros con la costra en evolución.
Sobre las siete de la tarde, cuando nos cansábamos de mirar nuestros reflejos en el agua sucia que rebotaba contra las piedras del muro, cuando los pescadores recogían y las gaviotas emprendían el camino de  vuelta a casa, llegaba el protagonista de nuestra película favorita, el atardecer. Los fulgurantes colores de los rayos del sol teñían las nubes, teñían el mar y a nuestras miradas; era un momento fascinante, alentador, una  visión que nos hacía suspirar, cada uno por sus anhelos. Naranjas, rosas, rojos y violetas mezclados,  reinventándose en nuevos  tonos, paseándose con la suave brisa, cubriendo casi por completo la inmensidad del cielo. Había días que a escondidas me emocionaba.

Cuando el film estaba a punto de terminar, nos dábamos la vuelta y jugábamos con las sombras que proyectaban nuestros cuerpos en el suelo de la avenida, con los últimos rayos del día. Y para rematar la tarde, entre los cinco juntábamos algunas monedas para comprarnos un gran vaso de granizado (si era verano); en invierno si nos alcanzaba con lo que teníamos en los bolsillos, nos deleitábamos con churros bañados en pedruscos de azúcar glas.

Y aunque ya a esas horas teníamos las nalgas remolidas de las piedras irregulares del muro, nos quedábamos allí hasta la hora de irnos a casa, y como si de un partido se tratara, lo comentábamos todo: la forma de andar de aquella, la ropa de aquel, la calva del otro, el viejo verde de siempre, las chicas guapas y no tan guapas, las broncas de los perros, los besos…y así entre risas y miradas discretas pasábamos el rato. Aunque lo mejor de ese lado del muro era verlas pasar. Todas las tardes se deslizaban por la avenida, de arriba abajo, haciendo piruetas, caballitos, con aquellos colores brillantes, metalizados, con pegatinas alucinantes, faros…no les faltaba detalle. Era algo inalcanzable para los cinco, algo que sacaba de nuestros cuerpos más suspiros que una muchacha de buen ver.

Nuestro único consuelo, era deleitarnos semana  tras semana con el espectáculo de dos ruedas que acontecía cada tarde. Solíamos hablar de adónde iríamos con aquellas máquinas, nos imaginábamos circuitos con rampas, obstáculos, túneles, campeonatos y trofeos…nos veíamos realizando saltos y piruetas, manejándolas como si hubiéramos nacido montados en una.

Era demasiado bueno para perdernos la experiencia de tener una propia, así que después de divagar y sopesar, nos decidimos a conseguir lo que anhelábamos. Evidentemente no podíamos comprarnos una, ni siquiera una de segunda mano, así que aprovechando el taller improvisado de mi hermana y algunos contactos (algunos de dudosa legalidad), decidimos emprender la aventura de construir nuestra propia bicicleta. Una para los cinco.

Dedicamos las mañanas a visitar desguaces, chatarras, talleres de bicis, vecinos y también al “Lolo”, el típico del barrio que de vez en cuando estaba involucrado en pequeños hurtos. La lista de lo que necesitábamos era extensa: llantas, ruedas, manillar, sillín, tubos superior e inferior para el cuadro, tubo del asiento, timbre, faro delantero y trasero, pintura metalizada, pedales, cadenas, frenos y un largo etcétera que nos tenía abrumados.

Al cabo de unos días ya lo teníamos todo e incluso algunas piezas por duplicado, por si nos quedaban ganas de hacer otra. El trabajo estaba repartido, estimamos que si le dedicábamos un par de horas al día, en una semana y media estaríamos disfrutando de ella. Decidimos pintarla de rojo metalizado, abundantes pegatinas de llamas y para rematar habíamos conseguido un timbre con forma de calavera.

Montar el cuadro fue fácil, el manillar nos dio algún problema, pero lo peor, lo que casi nos hace tirar la toalla fueron los frenos y la cadena. Teníamos grasa hasta en las orejas, llagas en las palmas de la manos de tanto monta y desmonta, y aunque fue más difícil de lo que pensábamos llegó el día de darle el toque final, colocar el timbre que tanto nos fascinaba. El primer timbrazo nos sonó a música celestial, aún saliendo de aquel brillante cráneo color plata.

Después de admirarla y pavonearnos entre nosotros del resultado, aunque sinceramente era fea, llena de remaches y abultadas soldaduras, nos parecía la más bonita y reluciente, no la mirábamos solo con los ojos. Para probarla llevamos a cabo un sorteo, el cual decidiría el orden y por primera vez no iba a ser prestada, era la primera vez que  teníamos una en  propiedad, aunque la tuviéramos que compartir entre cinco. Se podría decir que éramos como una sociedad limitada y queríamos ansiosamente disfrutar de nuestro producto.

Me tocó el tercero, y el tiempo que esperé se me hizo eterno. Media hora para cada uno, y si no se desarmaba la compartiríamos para ir al colegio, un día de la semana cada uno. Y llegó mi momento y todavía estaba entera. Me acomodé en el sillín excitado  de la emoción, las manos sudorosas se me resbalaban del manillar,  la boca seca como si me hubiera bebido toda el agua del mar. Media hora para disfrutarla, y me fui a la avenida para que  todos me vieran con mi bicicleta, orgulloso. Y frente al atardecer, pedaleando de vuelta al taller con la piel erizada y una satisfactoria sonrisa iluminando mi sudorosa cara, me di cuenta de que si habíamos conseguido sacar una bicicleta de la nada, podíamos conseguir todo lo que nos propusiéramos.

Disfrutamos de ella durante años, y en el camino nuestros cuerpos sufrieron quemaduras e incluso un brazo roto después de un espectacular caballito. Recibimos cogotazos por atravesarnos delante de algún que otro coche, atropellos, huídas, retrovisores torcidos, los primeros besos compartiendo sillín, suelas gastadas… y nunca, jamás nos peleamos por ella. La compartimos hasta el final de sus días.

Ahora desde aquí, a miles de kilómetros de aquel muro, tanto en la distancia como en el tiempo, sumido en la absoluta ingravidez, observó a través de una minúscula ventana la fragilidad de La Tierra suspendida en la inmensidad. Y atrapado en la alucinante e infinita oscuridad me ha venido a la memoria su recuerdo, porque si estoy aquí en parte es gracias a lo que supuso para nuestra sociedad limitada construir aquella bicicleta.

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lunes, 12 de junio de 2017

Silencio

                               Foto: Alejandro Alberto Gómez

Era la séptima oportunidad que le daba, estaba al canto de un duro de darse por vencido, de darla por pérdida…”¡venga! échame un cable, no dejes que me humille más ¿no ves que estoy totalmente postrado a tus pies, desnudo ante ti? ¿qué más quieres?”...

Pero de aquel cuerpo frágil no salió ni el más mínimo sonido. No se lo podía creer, y la incredulidad lo llevó a  la impotencia y de ahí solo le valió un salto para encontrarse maldiciendo a lo que más quería…”¡¿Sabes qué?!...maldigo tu silencio, maldigo el día en que puse mis ojos sobre tu cuerpo, el instante en que  mis dedos se posaron sobre tu suave piel dónde se quedaron enganchados, maldigo el momento en que decidí compartir mi vida entera contigo, me arrepiento profundamente de haber puesto todas mis esperanzas en tus manos, las que ahora sostienen la veleta de mi futuro ¿No te das cuenta de lo que me estás haciendo, en el lugar en el que estoy ahora, al insomnio al que  me estas empujando?”… Y ella frente a él continuó firme, en total mutismo.

Ante su decisión de mantenerse en silencio, desquiciado se tiró en el sillón empapado en sudor, impregnado por el olor de más de doscientos cigarros, de casa sin ventilar, de platos sin fregar, pero sobre todo sumido en el fétido olor de  su fracaso. Sus tripas llevaban un rato intentando llamar su atención, y aunque le costaba separarse de ella tuvo que escuchar a su cuerpo y dirigirse a la pocilga que era su cocina, no sin antes dirigirse a su razón de vivir…”Espero que cuando vuelva estés dispuesta a dialogar”…

Mientras se preparaba una mísera cena rodeado de insectos y bolsas de basura, se quedo ensimismado mirando los azulejos de la pared, viendo su reflejo desaliñado, vagabundo en su propia casa. El rancio sándwich que engulló en cuatro mordiscos acompañado de dos tragos de café frío, cayó en los pensamientos de su estómago agarrándose a sus tripas, alimentando la rabia e impotencia que sentía porque ella se negaba a ayudarlo. Y aunque lo suyo era una  pasión llena de vida,  de palabras, de mundo,  de historias inciertas y noches y días en vela, él no podía evitar la frustración, no podía recordar lo bueno, la base, lo fundamental, solo la veía a ella terca y callada, pasando de su angustia, hasta llegó a creer que disfrutaba haciéndolo sufrir y la cruel suposición hizo que su enfado aumentara.

Después de visitar el baño y dejar parte de su rabia, regresó al salón dispuesto a reanudar la conversación. Y aunque su intención era hablar con total serenidad, se sentó frente a ella, y sin darse cuenta de su tono amenazador comenzó a enumerarle todo lo que había hecho por ella, todo lo que estaba sacrificando para dedicarle tiempo…”¡mi tiempo¡ ¡¿sabes lo caro que es el tiempo?¡no hay devolución!…¡eres una desagradecida! ¡inútil! ¡no vales ni la mierda que piso! ¡no sirves para nada! ¡no me sirves para nada!”…Y  a pesar de todo y más a su pesar, ella ni se inmuto, provocando que su cólera estallara en forma de tornado. La agarró muy fuerte, la sacudió y la tiró al sillón y cuando estaba a punto de hacer algo que no tenía retorno, un instante de cordura le hizo ver desde fuera su imperdonable actitud. Llorando, casi sin sentido y sumido en una profunda vergüenza, se quedó dormido a su lado.

Dos días estuvo durmiendo agarrado a ella, hasta que la luz del segundo amanecer atravesó los cristales enfocándole la cara. Rápidamente se llevó las manos a sus ojos irritados por la repentina luz, y recordó lo sucedido, sus palabras, sus gritos, su desesperación y avergonzado mantuvo su cara oculta, no se  atrevía a mirarla…¿podrás perdonarme?... De repente, ella comenzó a hablar. A sus oídos comenzaron a llegar metáforas, pretéritos perfectos e imperfectos, adjetivos y adverbios, nombres propios, determinantes e indeterminantes, puntos de exclamación, comas y guiones, gentilicios y palabrotas, versos, sufijos, prefijos,…Había vuelto, había roto su cruel silencio. Lo había perdonado.

Se levantó y sin quitarse las abundantes legañas que poblaban sus hinchados ojos, la cogió, la colocó sobre la mesa y con un lápiz del número dos comenzó a tatuar sobre su cuerpo aquellas palabras, frases, diálogos, tramas y suspenses,…la borró y la reinventó, y después de algunas horas colocado por el entusiasmo dio fin al borrador de la obra que le iba a cambiar la vida.


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jueves, 4 de mayo de 2017

El Bendito



Las hay con forma de tobogán, con mucha carne, rectas, rectas, con forma de gancho, abombadas, respingonas, con petas en el tabique, con forma de escalón, chatas; con pecas, lunares, verrugas, granos o pelos, sean como sean y tengan los complementos que tengan, todas tienen en su interior el sentido químico por excelencia. La  puerta a la memoria, a los recuerdos, a las sensaciones, a la emoción.

Pues hubo una vez un hombre al que llamaban El Bendito, que portaba una nariz exageradamente gruesa y corpulenta, era como si le hubieran hecho una rinoplastia y le hubieran puesto un tomate de ensalada por nariz. Igual de grande era por dentro, con unos hermosos bulbos olfativos, tan grandes eran que tenían la capacidad  de reconocer cualquier olor a metros y metros de distancia  con tan solo concentrarse; cuando estaba en el colegio, sus compañeros le pedían que averiguara lo que les esperaba en casa para comer o que se chivara del culpable del pedo de turno. El apodo se lo había endosado una señora, casi ciega, que así lo bautizó cuando éste sirviéndose de su sensible olfato pudo oler el miedo de su cordero perdido, su única compañía que se había riscado unos metros por el barranco y el pobre animal no podía deshacer el entuerto. La señora tan agradecida fuera adonde fuera contaba la historia.

El Bendito estaba muy orgulloso de su nariz, llevaba su peso con orgullo, la paseaba por ahí, la llevaba a buenos restaurantes, dónde se había convertido en el terror de los chefs y sus ingredientes secretos, era infalible. Le regalaba café y ella solamente con posarse unos segundos sobre el borde humeante de la taza, podía reconocer el sexo de las manos que habían recogido el grano, el olor del tostado, de la montaña, de la rama. Entraban en perfumerías en busca de mezcolanza de olores, las recorrían lentamente asimilando cada una de las moléculas que pululaban invisibles e incluso jugaban a separarlos, a distinguirlos en busca de recuerdos, de sensaciones. Los domingos le regalaba jardines, el olor a la tierra húmeda mezclada con el leve olor del compost, el sinuoso aroma de las gotas de agua pulverizadas sobre las hojas, los pétalos y las corolas, el perfume de las flores, olor a verde, al recuerdo del pequeño jardín de su infancia.

Su mente era como una red eléctrica, dónde se conectaban y desconectaban  recuerdos escondidos en los centros más primitivos de su cerebro. Su potente nariz le traía de vuelta imágenes que pasaban de un borroso absoluto a una nitidez casi palpable, trayendo consigo sentimientos acompañados de emociones del momento e incluso si se trataba de algo inusual o excepcional era capaz de recordar hasta la fecha o la ropa que llevaba puesta.

Y aunque su protuberante nariz le daba muchas satisfacciones, también tenía algunos inconvenientes. Uno de ellos era la incapacidad de ingerir cualquier líquido por un vaso de tubo, el enorme apéndice le impedía seguir bebiendo más allá de la mitad; otro inconveniente era encontrar el ángulo perfecto para ejecutar el acto de besar, algo a veces complicado sobre todo si la receptora de tal muestra de cariño cargaba con una nariz de dimensiones similares a la suya. Pero lo peor eran los olores pegajosos, los que se quedaban anclados en sus bulbos olfatorios, pegados a las paredes de su nariz, transformándose en mucosidad que caían sin remedio por los túneles de su  enorme narigón hasta el exterior.

El Bendito desde muy pequeño presentó síntomas de alergia, y lo que salía por aquella enorme nariz cuando estornudaba solo se puede comparar con un grifo abierto a su máxima potencia, algo que a veces lo ponía en situaciones desagradables. Una vez, en cuarto curso, un niño lo invitó a su cumpleaños y ahí que fue él con lo mejor y más nuevo de su armario, además de un buen regalo. Los síntomas de la alergia llevaban sin aparecer unos días y solo llevaba encima el pañuelo de emergencia; la tarde de festejo se desarrolló de forma normal y después de los juegos y los bailecitos llegó el momento de la tarta. El viento pasó ligeramente por el jardín dónde esperaban el postre, y por su enorme nariz entró un olor nauseabundo, sus neuronas receptoras lo transportaron hasta su cerebro y éste dio la orden de un estornudo inminente. Ya habían empezado a cantarle al homenajeado cuando de la narizota del Bendito salió disparado desde el fondo de sus entrañas el “kraken” de los estornudos. Primero la potencia del aire que salió de sus fosas nasales se transformó en ventisca apagando las velas, seguidos por la vasta cantidad de mocos que cubrió el pastel por completo, como lluvia ácida. Un bochorno absoluto que tardo en olvidarse.

No había remedio para aquella inusual alergia, ni vacunas, ni pastillas, solo esperar con alivio los días buenos. En los días en los que todo le apestaba se colocaba montoncitos de pañuelo impregnados de abundante perfume, a modo de muro de contención en los agujeros de su enorme tocha.
Una mañana de las buenas, en las que apenas corría aire, El Bendito sacó a su nariz a pasear, necesitaban abandonar por unas horas la ciudad. Después de dos puentes y medio río, llegaron al campo de manzanos dónde su nariz respiro un banquete delicioso: las manzanas de color rojo con pinceladas de rosa, que dejaban en el aire un aroma dulce semejante al de la miel. Las flores que acompañaban a los frutos en aquellas copas redondas, también desprendían un exquisito aroma lo que le daba al momento doble placer. Y de postre el jugoso sabor, la textura carnosa y el dulce final. Al lado de los manzanos no había mucosidad, respiraban con claridad totalmente sumidos en la descongestión total, sumidos en la pura felicidad.

Después del éxtasis El Bendito se recostó en la sombra, pensando en la vuelta a casa, al olor nauseabundo, a los estornudos en cadena, resoplando e inhalando, expirando, suspirando embriagado por aquel olor, pensando en la única solución que le habían dado, la cirugía, pero..¿cómo iba a hacerle aquello a su espectacular napia? Debía de buscar otras alternativas. Lo que no sabía era que la solución le iba a venir caída del cielo. La manzana más hermosa, regordeta y jugosa se desprendía violentamente de la rama más alta para caer en la cara del Bendito, propinando el golpe más fuerte justo en el centro de ésta, dejando a su nariz como si hubiera recibido un puñetazo y una patada a la vez. Con las manos en la cara se incorporó acompañado de un intenso dolor, mientras la sangre que le salía a borbotones de sus orificios nasales corría entre sus dedos. Algo mareado se levantó y con la chaqueta controló lo que pudo la hemorragia, se hizo dueño de la situación y se dirigió al hospital más cercano.

El tabique había sufrido una lesión importante lo que le provocó una enorme hinchazón, lo que multiplicó por cuatro el tamaño de su ya enorme apéndice; cuando llegaban algún sitio primero entraba la nariz y luego El Bendito.  La inflamación fue menguando poco a poco y con ella los morados y el dolor, y con la mejoría fue percibiendo algunos olores mezclados todavía con el olor de la sangre seca que le quedaba de la paliza que le había dado la manzana, aunque no era capaz de identificarlos porque su olfato estaba aún confuso. Cuando logró expulsar el último tapón, sus orificios nasales se abrieron esplendorosos para recibir los olores de la vida; inspiró con fuerza y ansioso por sentir la explosión de aromas después de tanto tiempo, solo olía a manzana. El hombre olisqueó todo lo que tenía a su alrededor, incluidos médico y enfermero y todo le olía a manzana; en la calle pensó que sería mejor, más oferta de olores pero hasta la mierda de perro le olía al fruto rojo. Ni le dieron explicación ni le dieron garantías de que volviera a su estado olfativo normal, nunca habían dado con un sentido del olfato tan complejo y caprichoso. El Bendito pasó un largo duelo adaptándose a la pérdida de su don en compañía de su increíble napia, de la que nunca dejó de estar orgulloso.

Y así vivió El Bendito el resto de sus longevos días, oliendo la vida a dulce Manzana Fungi.



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lunes, 20 de marzo de 2017

Cuando no éramos niños



Manuel, formaba parte de una familia numerosa, tenía nada más y nada menos que trece hermanos, y él ocupaba el cuarto lugar. Su vida transcurría entre la escuela, la playa, a veces el cuidado de sus hermanos pequeños y los recados de su madre y las vecinas, además de coleccionar soldaditos de plomo.

Vivían en un barrio de calles empinadas, subir y bajar era como caminar por la hipotenusa de un triángulo rectángulo, poblado de cuevas encaladas convertidas en casitas en la ladera de un barranco, dónde el trueque entre vecinos era el pan de cada día. Si una vecina arrugaba papas y otra asaba sardinas, intercambiaban mitad y mitad; si algún vecino necesitaba agua, Manolo a cambio de un pedazo de mantequilla o a cambio de las gracias, bajaba al pozo y subía cargado con dos baldes por las empinadas calles de tierra. Su dieta habitual se basaba en gofio, pescado salado y potaje, y muy de vez en cuando pan con aceite y azúcar, y si había suerte en lugar de aceite, mantequilla.

Estudiaba con los curas, en la escuela de los ricos, y era tan avispado que casi sin respirar te enumeraba los ríos con sus afluentes e incluso dónde desembocaban; el cura siempre lo retaba, cogía el libro de quinientas setenta y tres páginas dónde se recogían todas las materias, y metía la mano al azar, deslizaba la página, la ojeaba y le preguntaba, y en muy pocas ocasiones falló. Como era un estudiante brillante, el director de la escuela con el resto de los profesores decidieron darle una beca, pero muy a su pesar, con un nudo de rabia en la garganta tuvo que rechazarla.

El día anterior a la oferta de los curas, su madre lo llamó a la cocina. Invitó a su hijo a sentarse en sus rodillas y le dijo con voz dulce a la par desconsolada por lo que le iba a pedir a aquella criatura de tan solo siete años...”cariño tienes que ponerte a trabajar”…Aquel chiquillo abrazo a su madre, se bajó de sus rodillas y se fue a jugar con un coche de alambre. Después de un buen rato, su madre lo miró esperando alguna palabra, alguna reacción de aquel cuerpecito moreno, descalzo sobre el terroso suelo, con un minúsculo pantalón color azul y una gorra de Pepsi desgastada, pero no dijo nada, solo jugaba. Lo que su progenitora no sabía, era que desde aquel instante su hijo había sido capaz de colocarse en otra dimensión, se había colocado al otro lado de la realidad, exactamente dos palmos.

Se volvió conformista, resignado a las circunstancias, a la vida. Pero había algunas cosas que tenía claras: si se enfadaba, se enfadaba de verdad, no le gustaba perder el tiempo enfadándose para solucionarlo después, por lo que casi nunca se enfadaba y cuando lo hacía, lo hacía de verdad. Poco a poco adquirió la capacidad de transformar los dramas en comedias, de quitarle importancia a lo importante, de obviar la enfermedad, su vida se tornó en pura alegría, a veces hasta daba la sensación de que todo le daba igual, aunque estar a su lado era como vivir en un musical. Tenía la gran y envidiable capacidad de manejar los problemas, en cuestión de horas o como mucho un día el problema ya no existía, era el mejor dándole la vuelta a las circunstancias.

Su primer trabajo fue de recoge-pelotas en el club de tenis, dónde tenía que recoger las bolas de sus ex-compañeros ricos, y aunque la mayoría le sacaba una cabeza, él se hacía respetar. Allí había otros ex-compañeros de clase, los que habían dejado de ser niños como él, los que se quedaban desconsolados viendo como sus amigos se iban a la playa después de la jornada escolar, mientras ellos estaban allí sufriendo los rayos implacables del Sol, dejando de  jugar para trabajar, saltándose etapas, olvidando el peso de las propinas en sus bolsillos. El consuelo que le quedaba a Manolito, después de dejar el sueldo en casa, eran las perras chicas que su madre le dejaba para el cine o castañas, o para comprar novelas del oeste.

Siguió trabajando, de botones, de repartidor, de dependiente en una farmacia e incluso de profesor de tenis. Después de algunos años de observación, y gracias a uno de los socios que cuando no tenía contrincante lo solicitaba para ocupar la ausencia, se convirtió en un gran jugador. Ganó torneos de tenis y también de frontón, y durante años combinó sus clases con otros empleos y ocupaciones, y ya por entonces se había convertido en un adolescente guapo y atlético, muy popular entre las féminas.
Su tiempo libre lo repartía entre el fútbol y el boxeo, sin faltar la visita a la playa de arena negra con cayados redondos que había delante de su casa, con un pequeño muelle. Una vez allí trepaba por la grúa que se utilizaba para sacar el pescado de los barcos, y desde lo más alto, bajo la atenta mirada de los bañistas se lanzaba de cabeza, en picado, y así podía estar hasta que se ponía El Sol. Se había hecho un experto en aprovechar bien los días libres, así que todavía le quedaba tiempo para ser un auténtico golfo. Robaba gallinas, se colaba en las fincas a robar tomates, en el cine por el puro placer de sentir el subidón de adrenalina si lo pillaba el acomodador y siempre estaba metido en broncas. Las peleas casi siempre terminaban convirtiéndose en verdaderos combates de boxeo, eso sí, siempre siguiendo las reglas, y solo bastaba una mala mirada para que activara “el modo gallo de pelea”, y más si había una muchacha por medio. De todas estas actividades de una manera u otra, sus progenitores se enteraban, y nada más entrar por la puerta de su casa las tortas volaban.

Su popularidad y chulería lo rodeo de amistades más golfas que él, los que habían sido sus enemigos se habían convertido en su compañía habitual. Pero la golfería de Manolo al fin y al cabo era sana, en cambio la de sus nuevas amistades iba más allá, así que se volvió conciliador, mediando entre aquella horda de  salvajes sedientos de trifulca. Salvó a más de uno de monumentales palizas  e incluso algunos les deben el presente y uno la vida.

Pasó el tiempo, La Transición, pasaron guateques a las seis de la tarde amenizados por la música del picú, viajes, el hombre en La Luna, trabajo y más trabajo, pasaron las tardes en el balneario, en el cine, los paseos en el Alfa Romeo color champán, pasaron muchachas y golfos por su vida, boda, hijos, nietos, y trabajo y trabajo. Y aunque nunca fue niño del todo todavía le queda en sus ojos del color de la miel, ese brillo de picardía infantil, de juventud perpetúa, todavía le quedan ganas de reírse cuando hay que estar en silencio, ganas de jugar, de correr, ganas de seguir viviendo a dos palmos de la realidad.

Para mi padre

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lunes, 30 de enero de 2017

La vida pasa



La situación en casa después de mi enfermedad, cambió. Había días que me sentía totalmente solo, ni una palabra salía de su boca, apenas me miraba, pero decidí darle espacio. Poniéndome en su lugar, la entendía. Durante meses se ocupo de mí, al cien por cien: limpió mis vómitos, me bañó, me leyó por las noches cuando el dolor no me permitía descansar, me animó cuando estuve al filo del abismo, me dio de comer, de beber, me curó y se encargó de administrarme toda la metralla de medicamentos. Fue mi enfermera, cocinera, chica de los recados, masajista, esteticista, mi compañera, mi hombro, mi mitad y siempre, aunque la hubiera mortificado toda la noche con mis temblores y pesadillas, una sonrisa la acompañaba desde que se levantaba hasta que se acostaba. Constantemente pienso que no voy a tener vida para compensarla.

Sabía que me quería, no tenía duda alguna, así que me agarre a la paciencia y dejé que todo aquello respirara, que ella respirara.

Me pasaba los días, las semanas y las estaciones durmiendo, recuperándome  lentamente, y en cuanto a un nosotros todo seguía igual o peor. A veces la escuchaba llorar, metida en el baño, por las noches antes de meterse en la cama conmigo. Me daba la espalda, y cuando le preguntaba, un silencio como respuesta  se apoderaba de todo, aunque siempre colocaba su mano izquierda en mi  lado de la cama, mínimamente rozando mi piel, y ese poco me reconfortaba.

Como me encontraba mejor, volvió a su trabajo, así que el tiempo que pasaba en casa era escaso, y para mí fue devastador. Cuando ella llegaba, la pastilla de por las noches me dejaba inmerso en un sueño más que profundo, y cuando me despertaba ya se había ido. Ni siquiera tocaba la cena que le dejaba todas las noches en el horno, ni un beso de despedida, ni una nota, ni una llamada, estaba evidentemente claro que el nosotros se había muerto.

Para mí era insostenible, y comencé a llenar mi cabeza con la idea de que me estaba engañando y que le daba lástima decírmelo por mi estado de salud. Me sentía fuerte para afrontarlo, me dolía profundamente que fuera capaz de sentir pena por mí, prefería mil veces que confesara a sentir su indiferencia, que crecía y crecía hasta el punto de ausentarse los fines de semana sin ninguna explicación.

Cuando me di cuenta llevábamos meses con esta situación, para ser exactos once meses, y aunque intentaba mantenerme despierto para tener de una vez por todas la conversación pertinente, el sueño me pasaba por encima como una apisonadora. Me encontraba débil, y comencé a dormir más de la cuenta, a comerme más y más la cabeza, todo se derrumbaba en mi mente.

Uno de esos días en los que la mañana me la pasaba durmiendo, un portazo me despertó. Con la cabeza embotada por tantas horas de sueño, me levanté y me pareció que algo faltaba en la habitación. Me quedé un rato en la cama, observando detenidamente todo lo que tenía a mí alrededor, y noté varias ausencias. Faltaba un pequeño cuadro, uno que pinte para ella: Los Girasoles a tinta negra, una piedra que la naturaleza nos entregó partida por la mitad, algo que para nosotros representaba nuestra unión, un florero que le había hecho con una lata de salchichas, un retrato que nos había hecho una amiga bastante talentosa, de cómo serían nuestros hijos, y por el momento nada más. Se estaba deshaciendo de nuestros recuerdos, de mí, poco a poco, para no hacer mucho ruido.
Perdí la noción del tiempo y del espacio, la perdí a ella y yo hacía ya tiempo que estaba perdido.

Una tarde o una mañana, no estoy seguro, vi sobre la mesa algo que me estremeció de pies a cabeza. Rodé la silla, tomé asiento y sujeté con mis manos un cartel dónde leí con mis cansados ojos “SE VENDE”, y debajo el contrato de compra de una parcela, no muy lejos del que ya no consideraba mi hogar. Esto me hizo actuar de una vez por todas. La ropa me la puse con mucha dificultad y los zapatos fueron un suplicio, me abrigué, gafas de sol y salía a la calle por primera vez en mucho tiempo. Nada más poner los pies fuera de la propiedad, los rayos del sol me inundaron de vitaminas y después de un profundo suspiro y sentirme como hacía tiempo, me fui a por mi conversación.

Caminé a paso de tortuga, pero al fin llegué a mi destino. Primero fisgoneé, tampoco tenía la certeza absoluta de que fuera a estar allí. Era una parcela bastante amplia, con una casita  a medio construir, y justo delante un árbol, un cerezo, mi favorito. Ladrillos, piedras, cemento, palas y demás atrezos de la obra, poblaba el resto del terreno, y justo entre todo ese rebumbio estaba su coche. El cincuenta por ciento de agua de mi cuerpo, se reunió en mis axilas, y me sentí enfermo, inestable, como un novato sobre una tabla de surf.

Unos minutos después, escuché su voz, pero solo su voz, dirigiéndose al cerezo, no entendía nada ¡¿se había vuelto loca?! ¡¿era yo el responsable de aquella imagen?!
Me acerqué un poco más, con ganas de abrazarla, de salvarla, y el viento sopló, provocando que de las ramas del árbol saliera un sonido metálico, y me quedé perplejo cuando comprobé que lo ocasionaba. De las ramas colgaban nuestros recuerdos, el florero, las fotos, el cuadro, nuestra piedra a la mitad, nuestras canciones, botellas llenas con la arena de las playas que pisamos….y me acorde de todo.

…”Ven, siéntate…acabo de hablar con el médico, y ya no se puede hacer nada más, y yo en parte me alegro, estoy cansado de los pinchazos, de los sustos, de verte sufrir cada vez que salgo de esa consulta, estoy cansado de vivir en la incertidumbre. Pero esto no significa que me rinda, simplemente ya no hay más que hacer por mí, salvo dejarme morir con dignidad”… Y ella se echó a llorar…”Solo me muero, nada más, sé que aún soy joven, pero tenemos que aceptar, sobre todo por tu bien, que hasta aquí llegó mi tiempo. Quiero liberarme de las pastillas, quiero recuperar mi vida, mi conciencia, antes de morir y sobre todo quiero morir libre, aunque me voy con el desconsuelo de no tener más vida para compensarte”…Y ella, solo me pidió que durmiera en su lado de la cama, para que cuando yo ya no estuviera, pudiera dormirse en la huella de mi cuerpo y así estaría más que compensada, solo con eso.

Y recordé que semanas después le pedí el último favor, cuando ya apenas me quedaban suspiros en la recamara…”No quiero esquelas, ni velatorio, ni coronas de flores, ni siquiera un funeral… Lo que sí quiero es que mi muerte sirva para algo…ya que no puedo donar mis órganos, quiero que plantes un árbol con mis cenizas, aquí te dejo las instrucciones, esta todo atado y liquidado…y será un cerezo… aportaré oxigeno, sombra y cobijo, y cuelga de las  ramas todos nuestros recuerdos, no dejes esos apegos materiales cerca de ti, yo te los guardaré  y los podrás visitar siempre que quieras, será como si no me hubiera ido…del todo ¿Lo harás?”…


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Relato. "La vida pasa" por María Vanessa López Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
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