miércoles, 24 de septiembre de 2014

Transformación




Si sumamos el dinero con la mala educación, el resultado que se obtiene es una nefasta combinación.

Así era Francisco, ni Fran, ni Paco, ni Pancho, si era llamado bajo alguno de estos diminutivos ni se molestaba en levantar la cabeza. Su naturaleza era antipática y ante aquellos que consideraba de una clase social inferior a la suya, sufrían sus malos modales.

Francisco era un hombre bastante solitario, no quería compartir absolutamente nada con nadie, ni sus sentimientos  ni sus bienes materiales. Valoraba mucho su tiempo de ocio, le gustaba el arte, la literatura y la buena cocina. En su casa no existían los alimentos, en su nevera solo vivía una botella de cristal llena de agua de los pirineos franceses, que adquiría en una pequeña y selecta tienda de exquisiteces. Se alimentaba en restaurantes destacados de la ciudad y no se privaba de  catar los vinos más caros de la carta. Su ropa hecha a medida lo convertía en un hombre elegante, distinguido, y fuera a donde fuera lo trataban como a un marqués, aunque por detrás recibía puñaladas e insultos a destajo.

Le gustaba andar. Todos los días de lunes a viernes, recorría religiosamente el mismo camino de casa al trabajo y del trabajo a casa. Un par de calles y llegaba al parque, su parte del camino favorita. Pero cuando doblaba a mano izquierda de la fuente se encontraba con la misma mendicante, en el mismo banco y casi con la misma y gibosa postura. Su sola presencia le provocaba arcadas, se sentía ofendido por tener que pasar al lado de aquel despojo humano, por tener que respirar el hedor que emanaba ese bulto cubierto por capas informes de chaquetones, americanas, bufandas, tres gorros superpuestos, y piezas de ropa difíciles de determinar por la mugre que los cubría, formando una capa aceitosa.

Una tarde que rozaba la noche, Francisco regresaba a su casa. Cruzó la rambla, dos calles más y ya estaba de nuevo en la entrada del parque. Antes de experimentar el segundo mejor momento del día, colocó un cigarro entre sus húmedos labios y lo prendió majestuosamente con un fósforo. Disfrutó de los primeros diez minutos, chupando del filtro, expulsando el humo suavemente, saboreando el primer y último pitillo del día. Cuando tiro la colilla y la escacho con su zapato de piel de cocodrilo, cogió aire y ahí estaba la mujer mugrienta que tanto repudiaba. Pero esta vez estaba de pie, observándolo, analizando cada uno de sus movimientos mientras se acercaba a su domicilio al aire libre. Los nervios de Francisco estaban como si hubieran recibido un disgusto, miraba al frente, con la cabeza alta y la mano izquierda metida en el bolsillo, agarrando tan fuerte la  cartera que la mano le dolía.

Cuando ya estuvo a la altura de la mendiga, esta se interpuso en su camino torturándolo con su desagradable olor corporal. Alargó su mano y casi rozando la mano de Francisco con sus uñas largas, algunas rotas y rellenas de mugre, le suplicó unas monedas, y éste le respondió que no  era él responsable de que estuviera en la calle, de su ausencia absoluta de higiene; le dijo que si por él fuera hacía mucho tiempo que la hubiera borrado del parque, de aquel banco que ocupaba día y noche, quitando  un asiento a las personas  decentes y trabajadoras. Terminando su discurso, añadió que solamente era una carga para el desarrollo de la sociedad y la apartó suavemente con su hombro para continuar su camino.

La mendiga comenzó a  reírse, carcajadas de burla ante el alegato. Notando el tono de su risa Francisco detuvo sus pasos y se dio la vuelta, bastante desconcertado por la reacción de la mujer. Ésta consiguió lo que quería, tener al hombre bajo su merced provocándole curiosidad, el mejor cebo para atraparle. Y entonces fue ella la que le habló alto y claro, elocuente y firme..."En este banco se han sentado personas decentes a masturbarse delante de los niños, personas trabajadoras  que contaban aquí mismo lo que le  habían robado a sus clientes también trabajadores, mujeres de la alta sociedad comiendo bocaditos dulces mirándome a los ojos, tirando a la papelera lo que no les cabía en sus enormes cinturas. No olvide la esencia, no se concentre  tanto en la apariencia  y no juzgue la vida de los demás, porque primero debe juzgar la suya. Por mí,  hombres y mujeres han muerto, han resucitado, derramado lágrimas dulces y amargas, según la ocasión; por mi han bajado al mismo infierno, se han dejado la piel arrastrándose por mí en tantas ocasiones que ya he perdido la cuenta. He sido creatividad, luz y penuria, protagonista y secundaria. He logrado celebrar sueños y esperanzas, he sido testigo de incontables actos abominables o infinitamente generosos y sin recibir nada a cambio, ni en un caso ni en otro. Y nunca, bajo ninguna circunstancia han importado mi aspecto o mi olor"...Se podría decir que le habló con el corazón en la mano.

Francisco la miró durante unos instantes  y entonces fue él el que rompió su cuerpo en carcajadas, aunque asombrado por el buen hablar de aquella harapienta mujer. A lo que ella respondió con una única frase..."no tienes ni tendrás corazón"...Se dieron la espalda, él a  recorrer el camino que le restaba hasta su casa y ella a acostarse en la suya.

Al día siguiente Francisco no se encontraba bien. Vista nublada, sordera progresiva, dolor en el pecho, falta de apetito; se tomó el día libre para ir al médico. Revisión completa y todo perfecto. Le dijeron que podía ser psicológico. Pensó que era absurdo, pero no tenía cuerpo para pedir una segunda opinión.  Caminó hasta su casa, cambio las escaleras por el ascensor, se situó ante su puerta y con torpeza logró abrirla. Se desplomó en el sillón, y poco a poco el dolor del pecho fue siendo menos agudo, menos ahogante. Unas revistas de arte esparcidas por la mesita que tenía delante, le sirvieron para incorporar su cuerpo hasta ellas, se puso las gafas de cerca y cogió la que  más a su alcance tenía colocándola en su regazo. Cuando se dispuso a leer su contenido en la portada no pudo ni enfocar los vivos  colores con los que solía trabajar esa revista, se frotó los ojos y nada, borroso, en blanco y negro. Se levantó del sillón, necesitaba agua. La nevera le parecía lejana, abrió la puerta y con esfuerzo extrajo la única botella. Cuando llevo el vaso a su boca y tomó el primer sorbo, levemente notó el exquisito líquido bajar por su garganta, que seguía con la necesidad de refrescarse. A ese vaso le siguieron dos más, pero seguía teniendo la misma sed. Estaba al borde del desquicie absoluto.

Se sentía perdido, como si le faltara una parte importante de sí mismo. Se sentó a los pies de la cama, y lentamente con la mirada pérdida se desabrochó la camisa, para seguidamente llevarse las manos al pecho. En ese instante se quedo paralizado, muerto de miedo, al comprobar la ausencia de latidos en él. La racionalidad no le servía de nada, no podía pensar, era demasiado surrealista, estaba respirando, estaba vivo, pero sin corazón. Al repetirse varias veces que no tenía corazón, recordó el día anterior, recordó a la mujer de los harapos, las palabras que se habían ofrecido el uno al otro, y la frase final a la que le dio la espalda.

Otra camisa y se lanzó a la calle. Cuando llegó al banco ocupado del parque no había rastro de la mendiga, la buscó por todas partes pero nada. Miro en los alrededores, dentro de las cafeterías, en la puerta de los establecimientos cercanos y ni rastro de ella. Y se dio cuenta de que la necesitaba, de que haría lo que fuera por encontrarla, estaba desesperado, no podía buscar en todos los rincones del mundo, así que sin saber porqué comenzó a gritar, ¿dónde estás?¿dónde estás? Como un loco recorrió calles sin orden ni sentido, gritando y gritando, hasta que de su boca broto sangre desde su garganta despedazada. Derrotado se dejó caer sobre el barro de una calle sin asfaltar  y suplicó por ella una y otra vez.

La lluvia volvió a ser acto de presencia después de una pausa de un par de horas, y cuando levantó la vista la vio a pocos metros mirándolo fijamente. A trompicones inició una carrera hacia ella y se lanzó a sus brazos, se puso de rodillas y mirándola a los ojos le dijo que no había peor cosa que morir que sentir su ausencia, le suplicó que le devolviera los latidos a su pecho. Ella  lo empujo y señalándolo con el dedo le dijo que le daba una segunda y última  oportunidad.
A partir de ese día dejo de llamarse Francisco para convertirse en Paco, Paquito para los amigos.


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Relato: "Transformación". por María Vanessa López Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
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lunes, 15 de septiembre de 2014

En la azotea



Las azoteas por las noches son como diapositivas en blanco y negro. Escenarios parados en el tiempo, en calma, pero detrás de cada uno de ellos se oculta un momento, un secreto,  un motivo.

Desde la azotea más alta de la calle del viento se pueden observar todas las alturas del resto  de las viviendas. Una vista privilegiada del cielo, de la pared que parece el mar y las montañas. Por las noches las azoteas se convierten en lugares misteriosos, inquietantes, donde se dejan al desnudo secretos y frustraciones.

La casita azul del principio de la calle fue reformada hacía unos años, y la habían transformado en un pequeño edificio de dos plantas, incluyendo dos viviendas por piso, y una tercera planta, la azotea. La habían provisto de cuatro cuartos de lavar, y varios tubos de aluminio fijados en ambos lados de los muros, colocados verticalmente, donde ataron cuerdas verdes fluorescentes de lado a lado, que de noche parecían rayos X. Justo después de haber terminado el lavado de cara del inmueble se mudaba al segundo A Lucía.

Lucía tenía una belleza exótica y una figura prodigiosa. Su carácter por lo general era siempre el mismo, alegre, optimista, amable, de esas personas que se desprendían de los saludos, aunque no fueran correspondidos. Trabajaba en la biblioteca municipal, algo que le causaba satisfacción. Era independiente, tenía el trabajo que le gustaba, económicamente no se podía quejar, pero le faltaba un compañero. Se preguntaba qué tenía de malo, qué le pasaba al destino que no pasaba por su vida. Deseaba tanto ser amada, idolatrada, mimada, odiada, que se conformaba con poco. Y casualmente se cruzó con Félix. La perseguía, insistía en tener un encuentro con ella, y ella aceptó, aunque no lo deseaba a él sino al beso, al abrazo, a la sexualidad que había guardado en una gaveta. Sus encuentros se organizaban siempre de noche en casa de Lucía, y ésta después de que el amante se fuera, se ponía un chaquetón sobre su piel todavía envuelta en sudor y saliva, y subía a la azotea.

Allí sus pensamientos volaban y el aire fresco en contraste con el calor de su cuerpo recién fornicado la confortaba. Sentada en el suelo, contemplando la noche, se encendía un cigarro y pensaba en lo que estaba haciendo con su vida, con su joven vida. Sabía que él estaba casado, y que jamás apostaría por ella, y se sentía mal por la esposa y por el hijo, y cada vez que él cerraba la puerta tras de sí, se le revolvía la consciencia, se sentía sucia. Y allí sentada decidió que  esa iba a ser la última noche que se dejaba seducir por aquel desdichado ser.

Los pensamientos de Lucía volaron a la azotea de la vivienda  contigua, topándose de frente con un bollo  de crema pastelera. Éste se dirigía a la velocidad de la luz a la boca de Jaime, que todas las noches se escabullía a la azotea a zampar toda clase de dulces y chocolates. Padecía una atracción fatal por todos estos ricos manjares. Engullía cantidades ingentes de grasas saturadas y azucares, que se habían alojado en su cuerpo, dándole una forma exageradamente redonda llena de pliegues echados unos sobre otros. Pero no podía parar. Escondía  la dulce mercancía en la azotea, en un hueco que había entre uno de los depósitos de agua y la pared. Su peso dificultaba la  realización de actividades normales como atarse los zapatos o subir y bajar escaleras, pero ni aún así dejaba su vicio. Cuando llegaba a la azotea como un fugitivo, se aseguraba de que allí no hubiera nadie, y se dedicaba tiempo para aliviar el mono que tenía de azúcar. Cogía la bolsa, le deshacía el nudo lentamente e inhalaba el olor que expulsaban aquellas delicias. Se sentaba en el suelo, estiraba las piernas, colocaba la bolsa sobre sus muslos, y poco a poco iba saboreando cada bocado, cada trocito de chocolate, y se sentía bien, sonreía, era el mejor momento del día. Aquel azúcar sustituía por completo a los conflictos de la  jornada, aunque después de la ingesta se arrepentía, la culpa lo golpeaba en el estómago, y a veces lloraba. 

Pero como no lo podía dejar, más bien no lo quería dejar, en unas de esas noches en la azotea, bajo el cielo derramado de estrellas, pensó en sacarle provecho a su adicción, decidió hacerse pastelero. Abrió una tienda de bollería casera, elaborada con mucha dedicación. Se pasaba el día rodeado de natas, merengues, chocolates, bizcochos, rosquetes, vainilla, limón, y tanto empalague lo llevo a un aborrecimiento absoluto a los dulces. Y  consiguió sin proponérselo quitarse de encima aquellos pliegues que le rodeaban el cuerpo.

Mientras Jaime satisfecho, contemplaba el cielo nocturno, pero esta vez bebiéndose una cerveza, dos azoteas mas allá Luzma se disponía a tomar rayos de luna, provista solamente por la braguita de un diminuto bikini. Esta chica menuda, excéntrica y nerviosa subía a la azotea de su vivienda, en noches de luna llena para recibir su luz purificadora, que renovaban su energía y le aportaban belleza a su tersa y blanquecina piel. Era una muchacha despreocupada, no le importaban las modas, ni lo que ocurriera a su alrededor, solo se enganchaba a las cosas que le hacían sentir bien. Pero en la intimidad de sus excursiones nocturnas a la azotea, pensaba, allí tumbada, en que quizás tenía que renovar su vestuario, se daba cuenta de que la gente la observaba, obsequiándola con miradas que la repasaban de arriba abajo, y ella se imaginaba que era por su peculiar sentido de la moda. Pero de sus intrincados pensamientos, se podía oír otra voz que le decía lo contrario, ¿por qué  cambiar su estética, cuando era el reflejo de su personalidad? Y ahí en aquella azotea, mientras se daba la vuelta para broncear su espalda, se daba cuenta de que realmente sí que le importaba lo que pensaran los demás sobre su apariencia, y comenzaba un debate mental  que siempre la llevaba a la misma conclusión, ¿para quién me visto yo? Para mí, y lo que veo en el espejo me gusta. Si me miran será simplemente porque les gusta lo que ven.

Quedan unas horas para que el sol salga por este lado del planeta, y en la segunda azotea más alta de la calle, esta Alejandra. Es de madrugada, y allí esta ella tendiendo ropa y limpiando los zapatos del colegio de los niños, para levantarse dentro de cinco horas, y rezar para que la ropa esté seca, sino es así no le quedara más remedio que plancharla una y otra vez para quitarle la humedad, ya que es la única  limpia. Y mientras traba las camisas en la cuerda, repasa el día, y le pone un seis y medio, y repasa todo lo que tiene que hacer al día siguiente. Mira al cielo oscuro y nublado, y así se siente ella. Termina  de transportar la ropa mojada a las cuerdas de tender, y se alonga a la calle silenciosa, poblada de coches aparcados de cualquier manera, con el eco de fondo de los camiones de basura, que hacen su ruta nocturna. Piensa en su vida, en sus experiencias, en lo que echa de menos su libertad,  en lo difícil que era tener a dos personitas bajo su absoluta responsabilidad, cuando le faltaba madurez, cuando todavía las decisiones le echaban un pulso, ¿cómo iba a poder educar a aquellas criaturas que había parido? ¿qué consejos podía darles? El futuro la inquietaba.

Se tomaba su tiempo en la azotea para sacar de su cabeza la basura. Y cuando sentía que el frío le congelaba las orejas y la nariz, sabía que era hora de bajar a casa. Y antes de salir, percibía el olor de la ropa, y contemplaba aquellas prendas diminutas con dibujos dulces e inocentes y suspiraba, recordando lo graciosos que estaban aquellos dos pequeños individuos con ella puesta y sonreía, asumiendo al terminar la sonrisa el reto de vivir sin miedos.

Así que después de dejar en la azotea la basura, cerró la ruidosa puerta  y bajo descansada.

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martes, 9 de septiembre de 2014

La fiesta



Cuando llegué se habían marchado todos. Me había perdido la fiesta más salvaje del año, y allí estaban los restos del naufragio del aquel evento que no se volvería a repetir. Eche un vistazo desconsolado imaginándome la música, los invitados bailando gradualmente, de formal a desinhibido, con la ayuda de cócteles y chupitos. Patiné con los brebajes que habían caído al suelo e incluso encontré un sujetador colgando de la baranda, haciéndome pensar que aquello había terminado en una ferviente bacanal. Y yo me lo había perdido.

El día de la fiesta llevaba marcado en mi almanaque con rotulador amarillo fluorescente desde hacía meses, tenía la ropa elegida, hora en la peluquería, había pedido la tarde libre en el trabajo, lo tenía todo preparado para el gran evento que me hacía tanta ilusión. Iban a ir todos, y probablemente sería la última vez que eso ocurriera, estábamos todos apuntados.
La ocasión estaba preparada hasta el más mínimo detalle, la decoración, la zona de aparcamiento, alimentos en abundancia, canapés de cangrejo, salmón, a las finas hierbas, de higaditos, de berenjena con parmesano, pastelitos de atún, barquitos de ensalada con huevo, enrollados de morcilla dulce y de tortilla de espinacas; bebidas exclusivas y no tan exclusivas, música, zona de confort, en fin lo que es una fiesta del año, que yo me perdí.

Recorrí la estancia para comprobar si quedaba algún alma descarriada a la que su estado le hubiera impedido marcharse, pero no encontré a nadie. Seguí rondando por allí, imaginándome el sonido de las voces unas sobre otras mezclándose con la música, con el tintineo del cristal al brindar, por las risas sinuosas y las carcajadas estridentes. Los canapés se habían borrado de las bandejas, no quedaban ni las migas, sólo había alguno que otro en el suelo, mordidos y pisoteados junto a decenas de colillas y cristales rotos. De la lámpara de araña que habitaba el techo, colgaba un sujetador de encaje negro de esos que se abrochan por delante, y mirándolo fijamente, especulé sobre los  distintos motivos que habría para que aquella prenda de lencería terminara ahí. Y solo podía pensar en aquellos sabores que me había perdido, en aquella música que no había sentido y bailado, en aquel sudor que no había derramado sobre mi espalda y mi camisa. Me sentía tan decepcionado.

Escuché un ruido que venía del fondo del pasillo y me adentré en él. Nada. Se habían dejado una ventana abierta, la verdad es que aquel sitio necesitaba ventilación.

Ya era hora de dejar de lamentarme, no llegué y punto, que no habría otra como aquella fiesta, es verdad, posiblemente no la hubiera, pero de nada hubiera servido continuar con el drama.

Al fin me encontré delante de la puerta del cuarto del fondo, le di un suave empujón y allí estaba la mujer del difunto, sola, con un traje rojo que hacía que su figura pareciera una tubería, con una copa de vino blanco en una mano y en la otra un puro, expulsando el humo sobre la cara de su compañero, entre lágrimas y sollozos. El  ataúd era de madera, elegante, y la cabeza del que había sido mi amigo, que parecía haber encogido, reposaba en un acolchado y suave raso rojo, como él había pedido. La viuda me ofreció un habano en total silencio y comencé a chuparlo, entre los dos expulsamos tanto humo que aquella habitación parecía Londres envuelto en su famosa niebla. El difunto se había enterado de su mortal enfermedad  hacia unos meses, y llevaba preparando este fiestón de despedida desde entonces. Lo que ninguno supimos jamás es cómo pudo adivinar la fecha exacta de su fiesta de despedida. Y nos dejó  bastante claro que no deseaba llantos, ni gente a su alrededor enlutada, quería música, vicio, risas, colores llamativos y que lo recordaran en cada instante que durara la fiesta  con una gran sonrisa. Que recordaran aquel evento como algo inolvidable, como la mejor fiesta del año, que bien podría haber sido de despedida porque se mudaba a otro país. Deseaba que celebrásemos su vida, no su muerte, y así lo hicimos, bueno, yo no porque me la perdí.


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lunes, 1 de septiembre de 2014

La última pieza




La vivienda te recibía con lo que había sido antaño un enorme jardín, cubierto por fósiles de rosales, violetas, begonias, campanillas y un enorme aguacatero viejo que ocupaba casi toda la parte derecha. La puerta de entrada era de madera, con la pintura despellejada por el Sol, con una enorme mano de hierro en el centro que se había tornado de color verde por el paso del tiempo, que en el pasado había servido de timbre.
Saqué la llave del bolsillo introduciéndola en la herrumbrosa cerradura, la giré pero se resistía a dejarme entrar .Cuando pude abrir la puerta se produjo un grito que provenía de las bisagras, seguido por un olor a abandono que me hizo mirar hacia atrás. Ante mi se extendía un largo pasillo sellado por una puerta, sus paredes estaban empapeladas de mitad para abajo con un papel de flores, de tonos marrones y naranjas, y de mitad para arriba pintadas de  blanco. Dos marcos colgaban de la pared, uno portaba el retrato de una niña con un traje propio de primera comunión y el otro estaba vacío. El suelo lo habían cubierto de linóleo de un tono verde botella, salpicado de dibujos, imitando piedras triangulares de varios colores, dándole al suelo el aspecto de una avenida empedrada.
Una máquina de coser marca Signer, se encontraba estacionada en la mitad del corredor y al lado un pequeño taburete de tres patas cubierto por un mantel de polvo. Lo observé durante unos segundos y avance hacia la puerta que me llevaría al corazón de la casa. Abrí despacio y la luz del día inundó un patio cuadrado, con las paredes empanadas de pajareras todavía con plumas y restos de excrementos secos. Al fondo en una esquina descansaba un aljibe con la piedra mohosa, obstaculizando el paso a un cuarto de herramientas que desprendía un fuerte olor a grasa. Siguiendo la pared había un baño, seguido de una pequeña cocina y ésta a su vez por una escalera. 
Antes de comenzar el ascenso mire varias veces hacia arriba, llene mis pulmones de aire y subí ocho escalones que se torcían hacía la derecha sumando diez escalones más. Cuando llegué arriba podía escuchar los latidos de mi corazón, estaba excitado, lo que me llevo a pararme, inclinarme hacia delante y apoyar las manos en las rodillas para coger aire. Un calor pegajoso flotaba en el ambiente y entraba por mi nariz con cada inhalación, proporcionándome un fuerte dolor de cabeza que me hizo flaquear.
Cuando me repuse continué por un estrecho pasillo que me llevó a una sala amplia con armarios empotrados, cajas apiladas escachándose unas a otras y un enorme espejo incrustado en la pared. Cuando me dispuse abrir una de las puertas del armario escuché un crujido y corrí a esconderme a una habitación contigua. Hasta donde yo sabía, allí hacía mucho tiempo que no vivía nadie pero estaba claro que no estaba solo, ¿habría alguien más interesado en lo que guardaba esa casa?
Al cabo de diez minutos abrí un milímetro la puerta y no vi a nadie, aunque podía sentir una presencia. Los crujidos se convirtieron en nítidos pasos que se acercaban a la habitación. Seguidamente la puerta se abrió y surgió un hombre de unos setenta años cargando una caja de cartón. Parecía bastante pesada y aquel tipo se tambaleaba colocando con gran esfuerzo la carga en la torre de Pisa. Se quedó mirando a su alrededor, posando sus ojos en la puerta que nos separaba y mi corazón comenzó a correr dentro de mi pecho. Estaba perdido si me encontraba. El tiempo pasaba pesado y me aplastaba en aquella habitación, mientras el individuo continuaba allí parado carraspeando y absorbiendo mucosidad.
El momento que tanto anhelaba llegó, y mi compañero de casa por fin se marchaba con pasos apurados, que se tornaron crujidos y luego silencio. Esperé un poco y salí de mi escondrijo. Tenía que darme prisa y terminar el trabajo, así que me volví a colocar delante del armario y abrí la puerta del medio, aparte unos trajes longevos y arrugados, palpé la pared y la encontré. Entre mis dedos tenía una argolla, como un tirador, jalé de ella y se abrió como una especie de caja fuerte incrustada dentro del tabique. Y allí estaban.
Saqué un montón de hojas amarillentas, sucias y frágiles, atadas con una tira de cuero, las coloqué encima de las cajas y con gran emoción me dispuse a leer la primera página. Y escrito en negro el nombre que buscaba “Giacomo Casanova”. 
En aquellos documentos estaban escritas las confesiones de Casanova, masón, maestro de la seducción, estafador y asesino. Esta era la última pieza del puzle. Mi trabajo había concluido.

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