miércoles, 24 de septiembre de 2014

Transformación




Si sumamos el dinero con la mala educación, el resultado que se obtiene es una nefasta combinación.

Así era Francisco, ni Fran, ni Paco, ni Pancho, si era llamado bajo alguno de estos diminutivos ni se molestaba en levantar la cabeza. Su naturaleza era antipática y ante aquellos que consideraba de una clase social inferior a la suya, sufrían sus malos modales.

Francisco era un hombre bastante solitario, no quería compartir absolutamente nada con nadie, ni sus sentimientos  ni sus bienes materiales. Valoraba mucho su tiempo de ocio, le gustaba el arte, la literatura y la buena cocina. En su casa no existían los alimentos, en su nevera solo vivía una botella de cristal llena de agua de los pirineos franceses, que adquiría en una pequeña y selecta tienda de exquisiteces. Se alimentaba en restaurantes destacados de la ciudad y no se privaba de  catar los vinos más caros de la carta. Su ropa hecha a medida lo convertía en un hombre elegante, distinguido, y fuera a donde fuera lo trataban como a un marqués, aunque por detrás recibía puñaladas e insultos a destajo.

Le gustaba andar. Todos los días de lunes a viernes, recorría religiosamente el mismo camino de casa al trabajo y del trabajo a casa. Un par de calles y llegaba al parque, su parte del camino favorita. Pero cuando doblaba a mano izquierda de la fuente se encontraba con la misma mendicante, en el mismo banco y casi con la misma y gibosa postura. Su sola presencia le provocaba arcadas, se sentía ofendido por tener que pasar al lado de aquel despojo humano, por tener que respirar el hedor que emanaba ese bulto cubierto por capas informes de chaquetones, americanas, bufandas, tres gorros superpuestos, y piezas de ropa difíciles de determinar por la mugre que los cubría, formando una capa aceitosa.

Una tarde que rozaba la noche, Francisco regresaba a su casa. Cruzó la rambla, dos calles más y ya estaba de nuevo en la entrada del parque. Antes de experimentar el segundo mejor momento del día, colocó un cigarro entre sus húmedos labios y lo prendió majestuosamente con un fósforo. Disfrutó de los primeros diez minutos, chupando del filtro, expulsando el humo suavemente, saboreando el primer y último pitillo del día. Cuando tiro la colilla y la escacho con su zapato de piel de cocodrilo, cogió aire y ahí estaba la mujer mugrienta que tanto repudiaba. Pero esta vez estaba de pie, observándolo, analizando cada uno de sus movimientos mientras se acercaba a su domicilio al aire libre. Los nervios de Francisco estaban como si hubieran recibido un disgusto, miraba al frente, con la cabeza alta y la mano izquierda metida en el bolsillo, agarrando tan fuerte la  cartera que la mano le dolía.

Cuando ya estuvo a la altura de la mendiga, esta se interpuso en su camino torturándolo con su desagradable olor corporal. Alargó su mano y casi rozando la mano de Francisco con sus uñas largas, algunas rotas y rellenas de mugre, le suplicó unas monedas, y éste le respondió que no  era él responsable de que estuviera en la calle, de su ausencia absoluta de higiene; le dijo que si por él fuera hacía mucho tiempo que la hubiera borrado del parque, de aquel banco que ocupaba día y noche, quitando  un asiento a las personas  decentes y trabajadoras. Terminando su discurso, añadió que solamente era una carga para el desarrollo de la sociedad y la apartó suavemente con su hombro para continuar su camino.

La mendiga comenzó a  reírse, carcajadas de burla ante el alegato. Notando el tono de su risa Francisco detuvo sus pasos y se dio la vuelta, bastante desconcertado por la reacción de la mujer. Ésta consiguió lo que quería, tener al hombre bajo su merced provocándole curiosidad, el mejor cebo para atraparle. Y entonces fue ella la que le habló alto y claro, elocuente y firme..."En este banco se han sentado personas decentes a masturbarse delante de los niños, personas trabajadoras  que contaban aquí mismo lo que le  habían robado a sus clientes también trabajadores, mujeres de la alta sociedad comiendo bocaditos dulces mirándome a los ojos, tirando a la papelera lo que no les cabía en sus enormes cinturas. No olvide la esencia, no se concentre  tanto en la apariencia  y no juzgue la vida de los demás, porque primero debe juzgar la suya. Por mí,  hombres y mujeres han muerto, han resucitado, derramado lágrimas dulces y amargas, según la ocasión; por mi han bajado al mismo infierno, se han dejado la piel arrastrándose por mí en tantas ocasiones que ya he perdido la cuenta. He sido creatividad, luz y penuria, protagonista y secundaria. He logrado celebrar sueños y esperanzas, he sido testigo de incontables actos abominables o infinitamente generosos y sin recibir nada a cambio, ni en un caso ni en otro. Y nunca, bajo ninguna circunstancia han importado mi aspecto o mi olor"...Se podría decir que le habló con el corazón en la mano.

Francisco la miró durante unos instantes  y entonces fue él el que rompió su cuerpo en carcajadas, aunque asombrado por el buen hablar de aquella harapienta mujer. A lo que ella respondió con una única frase..."no tienes ni tendrás corazón"...Se dieron la espalda, él a  recorrer el camino que le restaba hasta su casa y ella a acostarse en la suya.

Al día siguiente Francisco no se encontraba bien. Vista nublada, sordera progresiva, dolor en el pecho, falta de apetito; se tomó el día libre para ir al médico. Revisión completa y todo perfecto. Le dijeron que podía ser psicológico. Pensó que era absurdo, pero no tenía cuerpo para pedir una segunda opinión.  Caminó hasta su casa, cambio las escaleras por el ascensor, se situó ante su puerta y con torpeza logró abrirla. Se desplomó en el sillón, y poco a poco el dolor del pecho fue siendo menos agudo, menos ahogante. Unas revistas de arte esparcidas por la mesita que tenía delante, le sirvieron para incorporar su cuerpo hasta ellas, se puso las gafas de cerca y cogió la que  más a su alcance tenía colocándola en su regazo. Cuando se dispuso a leer su contenido en la portada no pudo ni enfocar los vivos  colores con los que solía trabajar esa revista, se frotó los ojos y nada, borroso, en blanco y negro. Se levantó del sillón, necesitaba agua. La nevera le parecía lejana, abrió la puerta y con esfuerzo extrajo la única botella. Cuando llevo el vaso a su boca y tomó el primer sorbo, levemente notó el exquisito líquido bajar por su garganta, que seguía con la necesidad de refrescarse. A ese vaso le siguieron dos más, pero seguía teniendo la misma sed. Estaba al borde del desquicie absoluto.

Se sentía perdido, como si le faltara una parte importante de sí mismo. Se sentó a los pies de la cama, y lentamente con la mirada pérdida se desabrochó la camisa, para seguidamente llevarse las manos al pecho. En ese instante se quedo paralizado, muerto de miedo, al comprobar la ausencia de latidos en él. La racionalidad no le servía de nada, no podía pensar, era demasiado surrealista, estaba respirando, estaba vivo, pero sin corazón. Al repetirse varias veces que no tenía corazón, recordó el día anterior, recordó a la mujer de los harapos, las palabras que se habían ofrecido el uno al otro, y la frase final a la que le dio la espalda.

Otra camisa y se lanzó a la calle. Cuando llegó al banco ocupado del parque no había rastro de la mendiga, la buscó por todas partes pero nada. Miro en los alrededores, dentro de las cafeterías, en la puerta de los establecimientos cercanos y ni rastro de ella. Y se dio cuenta de que la necesitaba, de que haría lo que fuera por encontrarla, estaba desesperado, no podía buscar en todos los rincones del mundo, así que sin saber porqué comenzó a gritar, ¿dónde estás?¿dónde estás? Como un loco recorrió calles sin orden ni sentido, gritando y gritando, hasta que de su boca broto sangre desde su garganta despedazada. Derrotado se dejó caer sobre el barro de una calle sin asfaltar  y suplicó por ella una y otra vez.

La lluvia volvió a ser acto de presencia después de una pausa de un par de horas, y cuando levantó la vista la vio a pocos metros mirándolo fijamente. A trompicones inició una carrera hacia ella y se lanzó a sus brazos, se puso de rodillas y mirándola a los ojos le dijo que no había peor cosa que morir que sentir su ausencia, le suplicó que le devolviera los latidos a su pecho. Ella  lo empujo y señalándolo con el dedo le dijo que le daba una segunda y última  oportunidad.
A partir de ese día dejo de llamarse Francisco para convertirse en Paco, Paquito para los amigos.


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Relato: "Transformación". por María Vanessa López Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Basada en una obra en relatosdelacolmena.blogspot.com.es.

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