sábado, 29 de noviembre de 2014

Gabriel.


¿Cuánta pena se puede soportar? ¿Cuántas lágrimas pueden derramar los ojos? ¿Cuánto dolor puede padecer el alma? Pues hubo un hombre que lo soportó todo.

Gabriel nació con un don o una desgracia, según se mire. Desde muy pequeño comenzó a demostrar una excesiva empatía, se conmovía, se reía, sufría el dolor de los demás e incluso llegó a tener la capacidad de absorber lo que sentían, aliviándolos. Podía sentir la ira, la furia desmedida, y se la quedaba, sin querer se adueñaba de las emociones, almacenándolas unas sobre otras.

Con las mujeres tuvo mucho éxito, las comprendía, las escuchaba, se zambullía de lleno en sus inquietudes, deseos y miedos, y demostraba una sensibilidad desmedida, que hacía que las féminas cayeran rendidas a sus pies. Las hacía sentir únicas, especiales e incomparables. La misma magia que tenía para conquistarlas, la tenía para dejarlas sin malos sentimientos, se llevaba todos sus conflictos con él convirtiéndose en una persona inolvidable.

Todas aquellas emociones se iban acumulando en su persona, entraban pero no salían, y se fueron enquistando. Se anclaron tan fuerte en su ser, y estaba tan lleno que hasta el hecho de mover un pie le provocaba un cansancio terrible. La rabia le perforaba el estómago y la pena y el dolor le taponaron los ojos. Por mucho que deseara y necesitara llorar, ni una sola lágrima brotaba de sus ojos deshidratados. El mal humor se convirtió en su estado natural, y a pesar  de estar lleno seguía tragándose las emociones ajenas.

Su empatía estaba descontrolada. Evitaba salir a  la  calle, tener ningún tipo de contacto mantendría a sus emociones a raya, pero estaba tan acostumbrado a  padecer por los demás, que incoherentemente necesitaba sentirse como un recipiente, sentía la absurda responsabilidad de aliviarlos. Su corazón había envejecido prematuramente, toda esa basura emocional le provocaba taquicardias, pero según pasaban se le olvidaban, haciendo caso omiso a su  estado de salud.

Lo que se pudría en su interior, fue haciéndose visible en su exterior. En sus ojos, en su piel, caminaba encorvado, arrastraba sus pies como si llevara atada una bola de acero a sus tobillos. Aparentaba ochenta años, cuando solamente tenía treinta y dos, había perdido su trabajo, su suerte con las mujeres, sus amigos se habían alejado y su casa era un caos.

Caminando hacía el mercado, pudo contemplarse en un escaparate, pudo ver su deterioro, sus ojos apagados, canas hasta en las cejas y tuvo compasión de sí mismo. Algo comenzó a  moverse en su interior, algo que nunca había experimentado, una emoción nueva, aún sin nombre para él. Después de contemplarse siguió su camino y los primeros puestos  de frutas y verduras  comenzaron a  asomar. Compró carne y marisco, algunos  frutos secos y fue directo a  un puesto de verduras, de alguna manera invitado por la mirada de la verdulera que lo empujó a  acercarse. Le pidió apio, bubangos, lechuga, tomates para ensalada, un trozo de calabaza, y ésta le ofreció, más bien le metió por los ojos unas pequeñas cebollas, dulces, idóneas para cualquier tipo de guiso, fritura o platos fríos. La señora no dejaba de mirarle a los ojos, amable, dulce e incluso con algo de compasión y Gabriel se sintió reconfortado. Al despedirse, después de abonar la cuenta, le dijo que ya le contaría qué tal con las cebollas.

De camino a casa, recogió la pena de una madre por la pérdida de un hijo, y el dolor por una herida, además  de la rabia de un conductor alterado, y si no llega a doblar la esquina también se hubiera llevado la soledad de un anciano. Arribó a su casa y suspiró el cansancio colocando la compra, separando antes los ingredientes para hacer unas lentejas. Del mueble sacó una tabla para cortar la cebolla, el ajo y la zanahoria, y dejó preparado el caldero con un chorrito de aceite de oliva y una hojita de laurel.

Cuando hincó el cuchillo en la primera cebolla, una de las tres que iba a incorporar al caldero, inhaló un olor dulce, apetitoso, la partió en cuatro y comenzó a picarla como un cocinero profesional. La segunda cebolla tenía un olor dulce y fuerte, que le penetró en sus fosas nasales provocándole un ligero hormigueo. La última cebolla era muy jugosa, y con el primer corte salpicó sus ojos de lleno y sintió como los tapones que tenía en los ojos saltaban por los aires, y cuando empezó a llorar, aquella extraña emoción que sintió delante del escaparate apareció de nuevo, y le puso nombre “autocompasión”. Toda la carga emocional brotó por sus ojos y estuvo llorando siete días con sus siete noches, vomitó lo inservible y cuando se miró en el espejo volvía a tener treinta y dos años, por dentro y por fuera. Había llegado el momento de poner a raya a su empatía.

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Relato: "Gabriel". por María Vanessa López Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
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domingo, 16 de noviembre de 2014

El cartero.


La bicicleta le estaba pidiendo la jubilación anticipada, pero consideraba que todavía podía alargar un poco más su vida laboral. En la parte de atrás, llevaba enganchada la saca de las cartas y un callejero de la parte nueva del barrio. Todavía corrían los tiempos, en el que el medio de comunicarse por excelencia  era por carta y el cartero era una figura familiar para todo el vecindario, alguien al que  siempre esperaban a veces con ansiedad, a la espera de alguna noticia importante.

Siempre se imaginaba que noticias podían contener aquellos sobres, con sellos de distintos lugares del planeta. Se inventaba historias, malas y buenas noticias, confesiones de amor, adulterios, chismes, consejos, felicitaciones, y cuando las dejaba deslizar por la boca del buzón, realizando el mismo movimiento de muñeca una y otra vez, sentía una nostalgia profunda. Abandonaba en cada entrega los  recuerdos inventados, que en cada jornada de trabajo le hacían soñar.

Para saciar su curiosidad, tenía la posibilidad de leer cartas olvidadas, sobres con la dirección incorrecta o con un destinatario inexistente en aquel barrio, que nadie reclamaba en meses e incluso en años. El interior de aquellos sobres amarillos y polvorientos, le revelaban la vida  de otras personas y disfrutaba con cada palabra.

La caja que contenía las cartas sin rescate ya estaba llena y había transcurrido el tiempo suficiente, para que el cartero se las llevara a su casa. Sentía tanta curiosidad, que nada más entrar por la puerta, ya estaba abriendo la primera  de muchas mientras se  sacaba la chaqueta a  trompicones.
La primera venía de un pueblo de al lado, su contenido era aburrido, así que ni se molestó en terminarla. La segunda venía de Venezuela, emigrante que añoraba su tierra, su gente, su comida favorita; la tercera, una invitación para llorar en un funeral. Hubo una cuarta, una quinta, una sexta, hasta que llegó a la séptima, provocándole un estremecimiento brutal. La carta decía así:

                 “Estimado señor:
                  En cuanto a nuestro trato, recuerde que la fecha debe
                  de ser la acordada, el veinte de noviembre. Acuérdese
                  de la rosa. Que parezca un suicidio. Escríbame en cuanto
                  termine el trabajo”.
                  J.M.R.

Más que una carta, era un escueto telegrama. Nervioso miro el sello, venía de Barcelona, pero eso tampoco era de mucha ayuda. No podía acudir a la policía, ya que  eso de abrir correspondencia ajena, aunque nadie las  reclamara, no era del todo legal. Tampoco podía saber si ocurriría en aquel barrio, ya que el destinatario era erróneo. Solo tenía cuatro pistas, la fecha, la rosa, el origen y las iníciales J.M.R.

El veinte de noviembre estaba cerca. El cartero no sabía qué hacer. Guardo la carta en el sobre y la metió en la gaveta de su mesilla de noche, ocultándola debajo de una revista. La tarde se le hizo eterna. Le invadían millones de preguntas, hasta que decidió investigar un poco, le llamaba la idea de convertirse en un héroe y salvar la vida de aquella victima anónima.

Lo primero que hizo fue buscar si aquellas iníciales coincidían con el listado de nombres y direcciones que tenía de sus vecinos, que era de dudosa legalidad que lo tuviera en su casa, ya que no podía salir de las oficinas de correo. Había dos nombres que concordaban, pero ¿cuál de los dos sería? Dos nombres de varón; uno vivía con su mujer y dos hijos y el otro era viudo y vivía con su hermana y su cuñado.

Ya era tarde, así que dejo la investigación y se fue a la cama, aunque apenas pudo mantener los ojos cerrados. Faltaban dos días para el asesinato.

Por la mañana temprano, llamo a la oficina para decir que estaba enfermo. Anotó las direcciones en un papel y salió a la calle, bastante abrigado y la nariz colorada, que previamente había frotado con fuerza para parecer congestionado, por si se encontraba con algún compañero, así sería más creíble lo de su enfermedad. Caminó calle abajo. La casa del viudo no estaba muy lejos. Se situó delante de ella, en un lugar estratégico, dónde podía ver quien entraba y salía. Todo estaba tranquilo, hasta que vio llegar al cuñado, solo. Éste introdujo la llave en la cerradura y empujo la puerta, que cerró tras de sí. Al cabo de diez minutos, una  guapa señorita tocaba con sus nudillos la puerta del viudo, y ésta se abrió como por arte de magia, aunque pudo ver la aguileña nariz del cuñado asomando tímidamente. Todo apuntaba a que le era infiel a la hermana del viudo, o eso parecía, además de un posible móvil. Quizás el viudo había pillado a su cuñado infiel, y éste quisiera quitarlo de en medio.

Tres calles más abajo vivía el matrimonio, y allí que fue. Era una casa grande, con jardín delantero y un hermoso aguacatero. El buzón estaba muy cerca de la puerta de entrada, y en ese momento salía la esposa  a revisar si había correspondencia. Era una mujer hermosa, delicada en sus movimientos, elegante. Tras revisar el buzón, extrajo el contenido y tras echar un vistazo a su alrededor volvió a entrar en casa. El cartero se quedo allí un buen rato, sin ver nada interesante, así que se marchó.
Al día siguiente fue a trabajar, y después de terminar su ruta, volvió a visitar las dos casas, y esta vez con la ayuda de su uniforme podría acercarse más sin parecer un fisgón. Primero fue a la casa del viudo, y allí estaba sentado en un banco de piedra que tenían en un pequeño y feo jardín. El cartero y el viudo se saludaron y el primero agilizo el paso, hacia la  casa del matrimonio. No tenía mucho y solo quedaba un día para el asesinato. Cuando llego al domicilio, se acercó  a la puerta con la excusa de depositar un panfleto informativo sobre los nuevos servicios de correos y pudo observar que el buzón tenía un dibujo. Una rosa roja decoraba la tapa, no podía ser una coincidencia. Definitivamente estaba convencido de que al día siguiente, alguien iba a morir en aquella casa, pero ¿quién? ¿a quién quería ver cadáver el marido?

Se marchó a casa con unos milímetros menos de uñas. Tenía que hacer algo, evitar el asesinato, pero era cobarde, estaba muerto de miedo. ¿Qué podía hacer un hombre solo? Tampoco estaba seguro del todo, podrían ser simples coincidencias. Y pensando en los datos que tenía, ¿qué sentido tenía que el marido mandara la carta desde Barcelona? Y era evidente que el asesino vivía en las cercanías. Le dolía la cabeza debido a tanta emoción.

El día del crimen había llegado, y decidió hacer algo. Cogió una barra de metal y un espray de pimienta, regalo de su hermano, de cuando era vigilante nocturno. Se puso ropa  y calzado cómodos y se lanzó a la  calle. Llevaba la barra de metal metida en los pantalones y el espray en el bolsillo de la chaqueta, a mano, por si tenía que entrar en acción. Llegó a la casa, y no había movimiento. Estuvo rondando, paseando por delante durante un buen rato. La sed lo agobiaba, así que entró en el bar de la esquina a refrescarse, unos minutos, y cuando salió algunas ramas del aguacatero estaban partidas. Se acercó a la casa, llegó incluso a la puerta, y ésta estaba entreabierta, la habían forzado. Mil cosas le pasaron por la cabeza, pero entró con ímpetu sujetando la barra, dispuesto a reventarle la cabeza al homicida.

Del piso de arriba llegó un grito, un golpe y pisadas. Subió los escalones de dos en dos, de tres en tres. Los pasos venían de la habitación del fondo, cuando escuchó otro grito, entonces corrió sin pensárselo hacia ella con la barra por encima de la cabeza dispuesto a machacar al asesino, con el corazón a diez mil por hora. Entró como un vendaval, ciego de adrenalina, cuando….

¡Sorpresa!  Bienvenido al Club del Misterio. Has resuelto tu primer caso.

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Relato: "El cartero". por María Vanessa LLópez Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
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domingo, 9 de noviembre de 2014

Qué será???...



No sé cuándo llegarás a mí, ni lo que harás para conseguirlo, pero puedo presentirte cerca.

No puedo imaginar cómo será tu cara, ni cómo será tu voz, sólo sé que te necesito. Pienso en ti cada segundo de mi existencia, anclado en la ventana por si te veo llegar para rescatarme de la oscuridad y el desamparo que me ahoga. Eres mi primera y última  esperanza, mi primer y último pensamiento. Eres todo lo que quiero, y te espero impaciente, ansioso por sentir tu aliento, tus dedos entrelazados con los míos, tu compasión.

La soledad se derrama por todos los poros de mi cuerpo anquilosado, porque te necesita, te desea y te espera. Estoy muerto en vida sin ti, estoy en la sala de espera de la incertidumbre, esperando mi turno, deseando que pronuncies mi nombre, deseando ver tu rostro por primera vez.

Todos los días son iguales, la luz es tenue y parpadeante, la comida no sabe a nada y a penas puedo dormir, me duelen las articulaciones y tengo los ojos irritados de llorarte. Solo espero que no te demores mucho, que estés de camino, que te reúnas conmigo antes de quedarme ciego de cordura y convertirme en un saco de huesos.

No sé cuáles serán tus primeras palabras, la mía será “gracias”, por sacarme de este presente y por traerme esperanzas de un mañana, que sin ti no puedo imaginar. Necesito que borres de mi los instantes en los que el pesimismo fundió algunas de mis  neuronas, dejándome en la oscuridad, haciéndome olvidar lo que es la felicidad. Necesito que me ayudes a  recuperar  los buenos recuerdos, la risa y al optimismo que se fue hace tiempo de esta habitación.

Cuando te tenga a mi lado voy a cuidarte, voy disfrutar de cada momento a tu lado, voy valorar cada suspiro, cada mirada todos los días de mi vida. Cada vez que abra los ojos a un nuevo día, te agradeceré esta nueva oportunidad de vivir, de sentir el aire de nuevo en mi cara y no a través de esta ventana informe llena de barrotes retorcidos.

Percibo tu olor cerca, oigo lejanos tus pasos aproximándose a mi escondite involuntario y mi ritmo cardíaco responde con entusiasmo. Sé que estas cerca.

Te espero libertad y contigo a mi libertador. Te espero con las manos  llenas de herrumbre de agarrarme a los barrotes para gritar tu nombre día  tras día, con el único traje que tengo y casi sin identidad.

No sé cómo serás, no te puedo ni imaginar, solo sé que te necesito.

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Relato: "¡Qué será!" por María Vanessa López Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
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domingo, 2 de noviembre de 2014

La reunión.



-      ¿Y cómo te fue?
- Bien. Me gusto la experiencia. Hicimos muchas cosas que no había probado en mi vida.
- Y ¿dónde lo hicieron?
- Quedamos en casa de un amigo que también estaba interesado, y allí se unió otra amiga que nos encontramos casualmente en el portal. Le conté lo que íbamos a hacer y se animó. Primero empezamos en la cocina, pero era muy pequeña para los cuatro, no tenía ventilación y hacia un calor insoportable, así que terminamos en la mesa del salón.
- Pero, ¿hicieron todo lo que vimos en Ia página?
- Todo eso y más. Ya sabes lo que me encanta probar cosas nuevas y exóticas, disfrute desde el primer minuto hasta el último, y hasta me  quedé con ganas de más. 
- Pero, ¿descansaron entre uno y otro, o fue intensivo?
- Ni descansar ni nada, uno detrás de otro. Parábamos para ingerir líquidos y a por otro, y aunque estuvimos más  de  tres horas el tiempo se pasó volando.
- ¿Vas a volver?
- Si, de hecho voy con unas compañeras de trabajo la semana que viene, cuantas más mejor, ¿te animas para la próxima?
- Ya sabes que yo no estoy hecha para esas cosas, ya sabes que me va más lo tradicional. 
- Pues tú te lo pierdes, porque es una maravilla y te dan muchas ideas y trucos que después puedes poner en práctica en casa y dejar a más de uno con la boca abierta…Ah, y no te conté que vecino tan guapo nos tocó en la puerta alertado por los olores, mi amigo le explicó con todo lujo de detalle lo que estábamos haciendo y se apuntó para la próxima. 
- ¿Cuántos van a ser?
- Por lo menos unos siete, pero esta vez vamos a una casa más grande, para estar más cómodos, porque la primera vez fue bastante sofocante, no había sudado tanto en mi vida como aquel día. Estoy deseando volver y si me gusta tanto como la primera vez, posiblemente me lleve uno para casa.
- Pues avísame para que me enseñes todo lo que aprendas.

        Al cabo de los días…

- Ya lo tengo aquí. Ven que te presentó a mi robot de cocina “chef 10.000”, una maravilla de la tecnología que me ha enseñado los placeres de comer platos sencillos y económicos, no ensucias mucho y es fácil de limpiar, ¿te gusta?
- Queda un poco fuera de lugar en tu cocina rústica, pero habrá que probarlo.

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Relato: "La reunión" por María Vanessa López Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
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