lunes, 26 de enero de 2015

Hablemos.



Vamos a hablar…

Te cuento que hoy estoy cansado, no consigo que mi cuerpo vaya a la par con mis pensamientos. Mi mente está agotada y mi cuerpo me pide más. Hoy he machacado a mi cabeza con cientos y cientos de letras, de palabras, enojos, le he lanzado miles  de “no es justo”, la he obligado a cantar y a imaginar todo lo que quiero y lo que no quiero, le he ocasionado dolor por cosas que ni siquiera sé si ocurrirán, por ese futuro incierto.

No sé que voy a hacer con esta cabeza pensante, agotadora; mi cuerpo empieza a quejarse y oigo sus gritos cada vez más altos. Los músculos de la espalda ya me han dado un toque de atención y la pesadez que sentía de vez en cuando en el estómago se ha quedado perpetua, enredada en mis intestinos. Mi cuerpo se mueve rápido, inquieto, a veces ni siquiera sabe a dónde va, mientras mis pensamientos van aún más rápido, me siento atrapado en medio de una competición que nunca llega a la meta.

Estaría bien tener un manual de instrucciones, que te indicará paso a paso que hacer con una mente cansina, que te ayudará a resetearla, pero lo he buscado y no lo hay. He leído libros sobre las mentes machacantes, pero mi cerebro transforma las palabras en pensamientos que lo empeoran aún más. Estoy al borde del fin de la cordura. Estoy cansado de sentir pena hasta por la efímera gota de agua que desaparecerá en el asfalto o se enganchará a algún neumático que la dejará tirada por el camino, hasta que el sol la absorba.

Me hubiera gustado que en el reparto de cerebros me hubiera tocado uno más práctico, menos sensible a la luz, al ruido, a las palabras que se convierten en mensajes inoportunos que se pasan el día bombardeando a las neuronas, a la pena y el dolor ajeno, a la humanidad que se despedaza. Deseo…deseo que mi cabeza aprenda a vivir, porque esto no es vida.

- ¿Qué hago?
- No lo sé, solo soy la gota que colma tu vaso.

Licencia Creative Commons
Relato: "Hablemos". por María Vanesa López Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Basada en una obra en relatosdelacolmena.blogspot.com.es.

lunes, 12 de enero de 2015

El vuelo.



El vuelo salía temprano. Revisé el equipaje de mano, una  mochila dónde metí todo lo necesario para convertir a un vuelo de ocho horas en algo medianamente ameno. Salí de casa con bastante tiempo, el necesario para facturar la maleta, tomarme un malo café de aeropuerto y fumarme un cigarro acompañado por el trajín de personas, carritos hasta arriba de maletas y bultos varios, despedidas y bienvenidas.

Me puse en la cola para embarcar, tenía delante  a unas treinta personas y detrás calculé unas cuarenta más. Pensaba en lo apretados que estaríamos en aquel avión, suplicaba al universo que me tocaran compañeros silenciosos y que el almuerzo rozara lo decente.

Puse los pies en el avión y me dirigí a mi asiento, 7b. Ya los que iban a ser mis compañeros durante más de ocho horas estaban sentados. Saludé amablemente y me introduje en el asiento, coloqué la mochila con el avituallamiento debajo y me abroché el cinturón. Mi compañero de ventanilla tenía una acusada tos, y mi compañero de pasillo daba toquitos con los dedos en el reposabrazos, nervioso, se le veía tenso, así que estaba claro que el universo no había escuchado mis ruegos.

Nada más despegarse el avión del suelo, mi compañero de ventanilla se tomó una pastilla con un escandaloso sorbo de agua, se colocó un antifaz y pidió a la azafata que lo despertará cuando fuera la hora del almuerzo. Me quedé más tranquilo, uno menos. Mi compañero de pasillo no se movía, miraba a  un punto fijo y seguía agarrado fuertemente a los reposabrazos. Yo me dispuse a sacar de la mochila mis artículos de entretenimiento y una bolsa de regaliz rojo. No sabía por lo  que empezar, así que me decidí a ejercer mi cerebro y hacer algunas páginas de autodefinidos. Cuando iba por la octava definición, el compañero del pasillo comenzó a moverse, se desabrochó el cinturón y se dirigió al servicio, dejando tras de sí un tufillo a perfume.

Al volver, pude ver por el rabillo del ojo como se interesaba por mis labores, y temía que fuera de esos que no llevan nada para matar al tiempo y se dedican a buscar víctimas para aliviar su aburrimiento, después  de leer y releer la revista del avión y el menú. Ya había completado la tercera página y me había comido cuatro regaliz, cuando el hombre aburrido se dirigió a mí. Primero me pregunto si sabía decirle cuanto tiempo llevábamos de vuelo, cincuenta minutos. Seguidamente me preguntó por el libro que asomaba de mi mochila, uno que me había recomendado mi hermana, “El Ocho”, que todavía no había comenzado, ya que me lo había comprado especialmente para el largo viaje, así que poco le pude decir.

Tras un rato de tranquilidad comenzaron a proyectar una película. El caballero del pasillo, se colocó los auriculares y estuvo enganchado una media hora, hasta que volví a tenerlo encima de nuevo. Me ofreció unos  anacardos, que me intercambio por dos regaliz; la verdad es que casualmente era mi fruto seco favorito y no me pude negar, sabiendo que ese acto abriría un largo e inevitable diálogo. Sin venir a cuento, el caballero que se presentó como Diego, me confesó que había volado ciento y una veces, pero que aún así no podía evitar ponerse algo nervioso. Me di cuenta de que tenía que hacer una obra de caridad con aquel hombre y formar parte de su entretenimiento, durante aquel vuelo de ocho horas y algo más.

Tenía que hacerle las preguntas adecuadas para inducirlo al monólogo, y así mantenerlo entretenido mientras yo pensaba en mis cosas. Le pregunté por el motivo de su viaje, pero esa cuestión tuvo una respuesta rápida y esquiva. Le pregunté por su profesión, y resulto que era viajero. Me interesó mucho su respuesta, y supongo que al ver que había captado mi atención se lanzó al monólogo.

“Provengo de una familia acomodada, así que nunca he  tenido la necesidad de trabajar. Mis padres nos inculcaron a fuego a mis hermanos y a  mí, que la mejor inversión para nuestro  dinero era viajar. No sé cómo lo hacían mis progenitores pero siempre había dinero para recorrer mundo. Mi abuelo materno, ex-teniente coronel, a veces se unía a nosotros, y en una ocasión nos llevó a España, donde le esperaba un buen amigo, Francisco Franco. Fuimos invitados a su casa para degustar un selecto almuerzo. Fue un momento nutricionalmente traumático cuando me pusieron delante un plato de codorniz acompañada de coles de bruselas, y las miradas de mis padres se me clavaban enviándome señales para que me las comiera sin rechistar. Yo lo intente, pero solo el olor de aquellas coles en miniatura me provocaba arcadas y en cuanto mastique la primera, el desayuno de media mañana subió rápidamente desde mi estómago para salir disparado directamente a la camisa de nuestro anfitrión. La vergüenza  de mi familia era palpable, pero a su vez la cara de aquel hombrecito cubierto por mi vómito provocó risitas entre los comensales. Luego supe quien era. En otra ocasión viajamos a Argentina. Fue un viaje fascinante. Conocimos a Caridad, de dudosa reputación y mal hablada, pero a mis padres les cayó en gracia, tanto que le propusieron que nos sirviera de guía a cambio de un pequeño sueldo diario. Cada lugar, cada paisaje, cada persona que conocí en mis innumerables viajes dejaron en mi ser una huella imborrable, y en esta ocasión, fue la visita a las Cataratas de Iguazú. Recuerdo que Caridad colocó mis manos detrás de mis orejas, con las palmas mirando hacia delante y me sugirió que cerrara los ojos, y escuché el rugido del agua, cada gota, cada chorro, cada salpicadura, cada latido de mi corazón y sentí el sereno del salto del agua, y me emocioné. Hubo otro viaje inolvidable para mí. Fuimos a Liverpool, y no conocimos a Los Beatles pero si a Mishell, la sensual protagonista de una de sus canciones. Lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Casualmente se alojaba en nuestro hotel, y el botones que era un licenciado en trae y lleva, nos informó de la presencia de aquella divina mujer. La belleza convertida en perfección, dulce, movimientos sinuosos, fue la primera mujer que me provocó una erección, y eso no se olvida ni con amnesia. He estado en todos los continentes, he comido desde serpiente hasta saltamontes rebozados, he visto la aurora boreal en Noruega desde la cubierta de un  barco pesquero y el parto de un canguro en Australia al atardecer, he viajado para acudir al entierro de mis padres y mis hermanos, y ahora viajo solo”.

La azafata lo interrumpió colocándole delante la bandeja con el almuerzo. Comimos en silencio. Cuando terminamos, Diego se levantó para ir al baño. Al regresar sacó del compartimento superior una pequeña maleta. Abrió la cremallera y la manga de una chaqueta verde militar asomó. Se la enfundó en los brazos y alargo uno de ellos hacia mí para que le estrechara la mano, algo que me sorprendió, pero lo que me dejó al borde de una crisis  de ansiedad fue cuando me dijo “me  bajo aquí, gracias por la charla”, y en un abrir y cerrar  de ojos, ¡PUF¡, desapareció de mi vista. Me quedé pegado en el asiento, sin pestañear ¿Fue un sueño? ¿Era el último viaje de Diego? ¿Era un fantasma? o ¿Todo aquello había sido una alucinación causada por una posible intoxicación debido a la heroína que tenía instalada en el último tramo de mi intestino? Fuera lo que fuera fue mi último viaje como mula.










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Relato: "El vuelo". por María Vanessa López Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Basada en una obra en relatosdelacolmena.blogspot.com.es.