lunes, 30 de mayo de 2016

La pena



Las nubes desparramadas, desmenuzadas por todo el ancho y largo del cielo, me decían que era un gran día para salir a pasear con la pena.

Cuando tenía tiempo me gustaba darme un homenaje con el desayuno: café portugués a medio moler, hervido en agua tres veces, colado y tan suave que no necesitaba leche, el rico café de pota, que con su aroma inundaba la cocina de un rico ambientador. Zumo de mandarinas de mi jardín trasero, pan de leña recién hecho untado con mantequilla especiada y un buen pedazo de tarta de arándanos, buenos para la memoria. Todo un homenaje para mis papilas gustativas.

Mientras me vestía pensaba en la pena, en el día que me quedé con ella, en la equivocación que creí que había cometido cuando la metí en mi vida, en el arrepentimiento que supuse en mi futuro por haber tomado una mala decisión; pero el tiempo puso a raya a mis suposiciones. Y los recuerdos me inundan de la satisfacción que sentí al escribir su nombre por primera vez, y fue cuando me di cuenta de que había hecho lo correcto, sin duda lo más atrevido e impensable que he hecho en mi vida.

Me puse las cangrejeras, un buen sombrero y cogí la talega con las provisiones para el almuerzo. Antes de engrasar la cadena de la bicicleta, me quedé observando la forma caprichosa de las nubes, sintiendo la brisa de la primavera bailando con el verano refrescando mi barba de una semana, inhalando el olor de  la tierra ligeramente húmeda y mientras el reloj de la plaza daba las diez, coloqué la talega en el manillar y marché  raudo deseando pasar el día entero con la pena.

Pedaleando, pasé por delante de la casa de Gustavo y me pregunté cómo le iría después de cerrar nuestro trato. Fue una tarde amarga cuando vino a casa a contarme que la empresa había cerrado, me sentí tan impotente viendo a aquel hombre de casi dos metros de altura llorando como un niño chico. Sumido en una mezcla de tristeza y ganas de ayudar, le propuse realizar una lista con posibles formas de conseguir dinero para rescatar el negocio familiar, por el que su bisabuelo había luchado tanto. Tenía que quitarse lujos de encima, y fue difícil convérselo de  que tenía que cambiar su modo de vida para recuperar el esfuerzo de generaciones que contenía aquella fábrica.

Y esa misma tarde fue cuando me quedé con la pena. Me la cambió por sesenta mil euros, y un mes de fruta de mis árboles para su familia. Vendió también una Vespa y un coche tipo ranchera de los años setenta, que un coleccionista le quitó rápido del garaje; un pequeño terreno al que no le daba uso alguno y poco más, suficiente para recuperar la fábrica.

Firmé la compra alucinado por lo que estaba haciendo, ¿qué iba a hacer con la pena? ni siquiera sabía llevarla, no tenía ni idea de cómo tratarla o cómo debía cuidarla, pero no me quedo más remedio que aprender a vivir con ella, por lo menos tenía que intentarlo, y poco a poco fui entendiendo sus necesidades, comprendiendo lo que le iba a aportar su compañía a mi vida.

Ya estoy llegando, huele a mar y las tablas  del embarcadero crujen debajo de las ruedas de mi bicicleta. Y allí está la pena que tantas alegrías me da, en el número ocho, balanceándose, escondida bajo el forro impermeable, esperándome impaciente para navegar en este día tan generoso.

Mientras la preparo para zarpar, en lo único en qué pienso es que valió la pena comprar La Pena.


Licencia Creative Commons
Relato: "La pena" por María Vanessa López Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Basada en una obra en http://relatosdelacolmena.blogspot.com/.