sábado, 19 de diciembre de 2015

Huele peste



Llevaba meses pendiente de esa casa. Tenía la mejor orientación de todo el vecindario y un jardín sublime; dos plantas más un altillo, cinco habitaciones, tres baños, un salón como el de una academia de baile, una cocina con lo último de lo último y una hermosa isleta ocupando el centro. La ubicación era perfecta, casi increíble y yo me llevaría una enorme comisión si la vendía en un mes.
Por fin tenía las llaves en mi poder, era mía y con ella la suculenta recompensa. Me gustaba visitar las casas antes de enseñarlas, para comprobar que todo estuviera en orden, colocar un poco de sutil ambientador y abrir las ventanas para que saliera el olor de la soledad.

Cuando metí la llave en la cerradura y la gire, todo mi ser inhalo la peor de las pestes. Nunca un olor me había provocado antes náuseas, lo que me condujo a la arcada, terminando inevitablemente mi desayuno, en el felpudo de la entrada, un comienzo nada halagüeño. Me quité la corbata para usarla como máscara de gas y entre convencido de que me iba a encontrar un cadáver en algún lugar de aquella casa, nunca había olido la muerte, pero ese olor tan pestilente no podía ser sino el de un cuerpo en descomposición.

No quería tocar nada, hasta estar seguro de que no había ningún cadáver degollado o mutilado, por si tenía que llamar a la ley. Saqué la linterna del llavero y fui examinando cada habitación, rincón y agujero de aquella apestosa casa, y no hallé nada.

Abrí la puerta del salón que daba al jardín y pude respirar sin envenenarme las fosas nasales, y sentí el alivio más grande que he experimentado hasta ahora. Me armé de valor y abrí el resto de las ventanas, con lo que conseguí aliviar un poco la peste, pero solo un poco. Aquel terrible olor nauseabundo se había pegado a mi ropa y a mi pelo, a los pelillos de mi nariz, era casi insoportable, y sobre todo un misterio que tenía que resolver y ventilar en dos días.

Comencé mirando en los baños, dentro de los armarios, gavetas, detrás de los muebles, en la lavadora, la nevera, el horno, el altillo, me volví loco, y nada. Revisé los muebles de la cocina más de cinco veces, ya que era la instancia de la casa que más peste desprendía, así que  me centré en ella, eliminando el resto  de la casa de mi plan de trabajo. Volví a repasar cada rincón de aquella moderna cocina y nada de nada, así que se me ocurrió que quizás debajo de los tablones del parqué, podían estar descansando en paz algunas ratas, y de ahí aquel olor que te daba ganas de llorar.

Me quité el traje, la camisa y aunque me lo pensé dos veces me dejé puestos los calzoncillos y los calcetines, y antes de ponerme manos a la obra, me contemplé desde arriba y sin poderlo evitar, me reí de mismo. Con la ayuda de un cuchillo de punta redonda y un pequeño martillo, fui levantando una por una aquellas tablillas de color gris ceniza. Después de quitar compulsivamente más de una veintena, me agaché y con la linterna pude comprobar que debajo de aquellas tablas no había ningún cementerio, solo restos de las losetas setenteras originales de la propiedad. Estaba agotado y asqueado, pero aún así dejé el suelo como estaba, mientras pensaba en otras posibilidades, totalmente cubierto de sudor  e inhalando  aquella peste.

No se me ocurría nada. Pensé que se me podía a ver pasado algún rincón, alguna puerta secreta, así que volví a examinar la vivienda de nuevo, sin resultados óptimos. Estaba al borde de la desesperación y a punto de perder el olfato, cuando vi una solitaria y olvidada fregona en un rincón, y lo vi claro, había llegado el momento de desinfectar la  casa de arriba a abajo. Me duché y envolví mi cuerpo mojado en un rollo de papel de cocina, y con el traje puesto, sin calzoncillos ni calcetines me tiré a la calle en busca de una tienda, en busca de todos los productos desinfectantes que existieran.

Cuando volví con todo lo que pude conseguir, desde lejía con perfume limón hasta amoniaco, me volví a quitar el traje, y como mi madre me lanzó al mundo y con la peste metida en la nariz comencé con el zafarrancho de limpieza, y como acompañamiento de fondo  “I want to break free”. Dejé para el final la cocina, la instancia más perjudicada. La repasé con estropajos, eché el líquido que me recomendó el simpático chaval de la tienda por el desagüe del fregadero, limpié el horno y la nevera, y fregué el suelo tres veces con una mezcla explosiva: lejía, amoníaco, sotal y fregasuelos con aroma a rosas. Olía a rayos e incluso se podía ver como del cubo de fregar emanaba una densa neblina, pues ni eso hizo desaparecer el terrible olor que seguía inundando la casa.

Ya no sabía que más hacer, la peste me había vencido, me podía olvidar de la venta y la jugosa comisión, y tal fue la decepción, que aún a riesgo de coger la peor de las infecciones, me senté desnudo en el suelo a regocijarme en mi derrota. Mire hacia arriba, rodee con la mirada la estancia, y me di cuenta de que había un pequeño armario al lado del extractor, sin tirador, casi imperceptible, a simple vista parecía una chapa sin más, algo decorativo.

La esperanza me incorporó del suelo, y con la ayuda de un taburete alcancé el armarito. En ese punto la peste era insoportable, así que asqueado pero alegre, lo abrí y me vomité. Era como si una nube del infierno hubiera salido de aquel pequeño armario, y aunque ya no tenía nada en el estomago, continué con arcadas, y no tuve más remedio que improvisarme otra máscara de gas con los calzoncillos, olor que prefería un trillón de veces. Volví al armarito, y con la ayuda de las servilletas, saqué un pequeño bulto envuelto en un forro de plástico muy fino, sin duda el origen de aquella tremenda peste.

Me daba curiosidad ver lo que era, ver qué era lo que me tenía allí desnudo, con mi ropa interior tapando mi nariz y mi boca, desquiciado, con amagos de desmayo. Al retirar el envoltorio, simple y llanamente era un trozo de queso, un trozo de queso apestoso, y no me podía imaginar a un ser humano, cuerdo o no, comiéndose aquello. Pletórico  por haber dado con el problema, envolví el queso, y metido en una bolsa se fue a la basura, con parte de mi asco. Volví a limpiar toda la cocina, y por supuesto el armarito paso por diez  desinfecciones concienzudas, y el olor fue desapareciendo. Y después de capas de lejía y ambientador, por fin, la casa ya estaba lista para darme la comisión.

Con el tiempo supe por el antiguo dueño de la casa, que ese queso apestoso era inglés y se conocía como “Obispo Apestoso”, bastante codiciado por los sibaritas del queso; yo a raíz de aquella apestosa experiencia tengo rechazo absoluto hacia el queso, en cualquiera de sus variantes, porque hasta el de olor más suave me recuerda al día más apestoso de mi vida.




Licencia Creative Commons
Relato: "Huele peste". por María Vanessa López Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Basada en una obra en relatosdelacolmena.blogspot.com.

lunes, 16 de noviembre de 2015

La separación.



Llevaba tiempo, rondando en mi pensamiento, la idea de cambiarlo, pero no porque yo no lo quisiera, era él. Primero me quitó la palabra, y lo que vino después me hizo plantearme el cambio, por su bien. Le debía mucho, y en muy pocas ocasiones le agradecí los incontables momentos en los que estuvo ahí, escuchándome, riéndose conmigo de la vida, llorándole juntos a la muerte. Siempre lo había tenido ahí para mí, para mi egoísmo y podría tener una infinidad de motivos para querer salir de mi vida.

Los dolores en el pecho eran insoportables, a veces hasta se podía ver como se retorcía debajo de mis tejidos y podía sentir su dolor, sus ganas de escapar. Tanto fue así, que en una ocasión lo vomité. Había sido un día largo y tedioso, lleno de conflictos, de mala meteorología, de comer rápido y no poder ni siquiera ir al baño a eliminar toxinas. Cuando llegó la hora de la cena, parecía que me colgaba del cuello un collar con un yunque como medallón, estaba cansado y la cena fue agotadora, tanto que seguidamente me tuve que acostar. El dolor del pecho contagió al resto de mi cuerpo, y aparecieron náuseas y sudores fríos; a duras penas llegué al baño  y delante del espejo contemplando el color casi cianótico de mi piel, vomité, pero no la cena. Bajo mi aterrada mirada, se lanzaba desde mi boca mi pequeño y sufrido corazón, por suerte no se había desprendido del todo de mí, colgaba de una pequeña y fina tripa, y de un empujón me lo volví a tragar. Comprendí que sufría un cuadro grave de ansiedad, que estaba al borde del suicidio, así que había llegado el momento de pagarle mi deuda.

Me dedique a él, a buscarle un nuevo compañero. Acudí a la  calle de los bazares y me fije detenidamente en todas y cada una de las vitrinas, hasta que leí lo que estaba buscando en el local número veintidós. Al entrar recibí una mezcla de  olores, repugnantes a la par que agradables, y el saludo amable de la dependienta. Una señora de un metro y medio más o menos de estatura, rondando los sesenta, con unos pechos bastantes voluminosos, pelo corto, rubio platino, y sus ojos eran fascinantes; era como si se hubieran mezclado todos las tonalidades del color azul en sus pupilas, y eran unos ojos adorables, al mirarlos te entraba la necesidad de contarle toda tu vida, todos tus inconfesables deseos y más.

Después de curiosear por la tienda, me dirigí a la sonrosada mujer y le expuse mi caso. Le indiqué que mirara a mi pecho, para que comprobara la veracidad de lo que le había contado: mi corazón ya no me soportaba; ahí seguía luchando por salir de mi ser. La dependienta no me hizo muchas preguntas, estaba bastante claro, así que me dio unos formularios que tenía que rellenar y una hoja en blanco para que plasmase en él, un inventario sobre mi corazón.
Rellené los formularios, los dejé encima del mostrador y me fui a casa a hacer el inventario. Me quedaba una noche muy larga por delante, inventariando treinta y ocho años en su compañía. Arrastre la silla hasta la mesa de la salita, y me dispuse a escribir bajo la atenta mirada de mi corazón.

1. Kilos y kilos de humo.
2. Millones de horas de esfuerzo.
3. Cuatro muertes.
4. Grasas saturadas.
5. Mucho azúcar refinado.
6. Música (adjunto la banda sonora  de su vida).
7. Toneladas de orgasmos.
8. Tres hiperventilaciones.
9. La mitad de mis responsabilidades.
10. Cansancio.
11. Amor del bueno y amor del malo (más del primero, afortunadamente).
12. Rencores, arrepentimientos, quejas, justicia.
13. Jolgorios, reencuentros y despedidas (hasta nunca y hasta siempre)
14. Muchos momentos de felicidad absoluta, sin conservantes ni colorantes.
15. Dietas y empachos.
16. Dolor físico y dolor del otro.
17. Colores y olores.
18. Satisfacciones personales y ajenas.
19. Toneladas de palabras.
20. De emociones va cargado.
21. Sustos, caídas, picores.
22. Cicatrices de sutura.
23. Películas, fotos, voces.
24. Mascotas.
25. Libros.
26. Tormentas con sus calmas.

Seguramente se me quedaban muchas cosas, pero lo importante estaba.

Al día siguiente, a media mañana, casi arrastrándome del dolor, llegué a la calle de los bazares. En la puerta del veintidós colgaba un cartel “vuelvo en media hora”, y el corazón se me agito, ya no le quedaba ni un gramo de paciencia. Fueron los treinta minutos más lentos de toda nuestra vida.
Cuando llegó la amable dependienta, la fatiga me tenía buscando puntos de apoyo para no desmoronarme. Nada más entrar me ofreció una silla y un vaso de agua mezclado con unas hierbas “secreto de la casa”; al tercer sorbo mi corazón se había calmado milagrosamente. La dependienta me indicó que tendría que llevarme una bolsita de aquel remedio mágico, porque esto de cambiar de corazón no se hacía de un instante a otro, y lo iba a necesitar. Después de leer el inventario, resolvió el misterio del por qué mi corazón ya no quería estar conmigo. En aquella lista no aparecían por ningún lado el deseo y la pasión, y sin eso un corazón se deprime, aunque hubiera hecho lo que había inventariado y más, sin esas dos cosas, todo quedaba en balde. Por desgracia, por mucho empeño que pusiera en dárselo, ya era tarde. Pero todavía no se iba a producir la despedida, la amable señora tenía que enviar el inventario y los formularios a la caja central de corazones, y esperar a que le dieran noticias de uno adecuado para mí, y claro está, encontrar un huésped adecuado para el que todavía era mi corazón.

La bebida de contenido misterioso, la tenía que ingerir tres veces al día para mantener al dolor de mi corazón a raya, aunque esos momentos de paz eran quizás aún más desesperantes, porque sentía muerto a mi corazón. Repase desesperadamente mi vida, buscando el por qué de esas ausencias y las encontré. Hasta ese momento controlaba todo lo que ocurría a mi alrededor, no me permitía un mal paso, no me dejaba llevar por el momento, ni saltaba al vacio de la incertidumbre sin asegurarme primero, de que al llegar encontraría un buen colchón en el que aterrizar; nunca había sido libre del todo y mi pecho se  había convertido en una prisión para él, en definitiva había privado a mi corazón de la verdadera sal de la vida.

Y yo no quería a otro, lo quería a él. Le prometí una y otra vez deseo, pasiones, palpitaciones de pura emoción; le prometí saltos al vacío, sin control, sin futuro, solo presente. Le prometí y prometí, sin respuesta, pero no me di por vencido, porque valía la pena agotarme hasta la  extenuación, si conseguía que aquel magnífico y perfecto corazón se quedara conmigo. Le prometí y prometí hasta que me preguntó: “¿promesas de  las buenas o promesas de las desesperadas?” Ya me había olvidado del sonido de su voz, y al oírla de nuevo mis ojos se rompieron en lágrimas de desconsuelo, como si mi vida dependiera de esa respuesta, y grité con la mayor de las pasiones: ¡de las buenas, de las buenas! ¡Te lo prometo por mi vida, que sin ti no tendría rumbo!

A la  mañana siguiente  acudimos a la calle de los bazares, al local número  veintidós. Entramos con ímpetu y bajo la encantadora mirada de la dependienta, dijimos al unísono: “venimos a anular nuestro contrato de separación y nos llevamos otra bolsita del secreto de la casa, o mejor dos. Por favor”.

Licencia Creative Commons
Relato: "La separación". por María Vanessa López Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Basada en una obra en relatosdelacolmena.blogspot.com.

domingo, 8 de noviembre de 2015

Apagón



Aquella estructura no había sido levantada para tal fin, pero con el tiempo se convirtió en mi hogar, en mi destartalado hogar. Nació siendo una parada de camiones  hasta que mi familia, a la que yo por aquel entonces todavía no conocía, compró el terreno, y poco a poco, ladrillo a ladrillo fueron convirtiendo a aquel inmenso garaje en una casa de tres plantas, de dudosa fiabilidad, en cuanto a estructura se refiere. La mezcla de opiniones, los que decían ser albañiles con el lema de “ustedes no saben nada, el albañil soy yo” y los materiales cogidos prestados de otras obras, además de muchas manos que con buena voluntad contribuyeron con sus conocimientos, a convertir a aquel pequeño edificio en algo destartalado e inestable, de esas casas que nunca se terminan  de arreglar.

La casa tenía un sinfín de recovecos. Se perdían cosas, no solo pequeñas, también grandes, como un equipo de música, sillas, conejos, parecía cosa de magia. Había lugares a miles para guardar lo que quisieras, incluso si te escondías podían tardar días en encontrarte. A parte de los seres humanos que allí vivíamos, nueve en total, nos acompañaban gatos, perros, pájaros, un hurón agresivo y una población entera de cucarachas, voladoras incluidas, así que crecimos con el miedo de que algún día se te metieran en la boca mientras dormías y te convirtieras en una de ellas, como en la película La Mosca, o en el zapato que te fueras a poner. Pero intentábamos convivir todos en armonía.

La casa no evolucionó. No sé porque motivo, nos quedamos sumidos en lo retro. Éramos los únicos vecinos de la calle, supongo que también del barrio y del resto del mundo, que aún vivíamos con ciento veinticinco vatios de luz. Nada más entrar por el zaguán, te topabas con transformadores de la luz, y avanzabas por  la  casa y habían más y más, parecía que crecían de forma natural en el suelo y las paredes. Fuera lo que fuéramos a utilizar teníamos que estar siempre transformando vatios, llevando a  aquellos pesados artefactos contigo a todas partes. Utilizar el secador del pelo era toda una odisea, tenías que empezar horas antes, ya que era un baile de apaga y enciende que se podía alargar horas; cuando teníamos algún evento familiar nos levantábamos cuando todavía no había salido el sol, para comenzar con ese movimiento de transformadores y estar preparados a tiempo.

Y utilizar la lavadora, ya ni les cuento.

Esto de la luz, aunque a veces era bastante insufrible, tenía su lado divertido. La instalación eléctrica vieja y aburrida, a veces nos ofrecía momentos inolvidables. Los plomos estaban en el piso de abajo, justo al lado de la puerta de entrada, que pedía a gritos una mano de pintura, y ubicados a su vez al lado de una pecera, con agua pero sin habitantes, por lo menos no con branquias. Cuando en la casa había muchos aparatos funcionando a la vez, la instalación eléctrica no lo soportaba  y saltaba la palanca, o como se gritaba en mi casa ¡se saltaron los plomos!

Cuando se escuchaba esa frase a grito pelado, poníamos en práctica un plan de acción que teníamos toda la familia en caso de apagón, éramos como un equipo de asalto, sobre todo por la noche. Primero teníamos que asegurarnos  de que no era un apagón general, y para ello íbamos a la azotea y nos asomábamos  a la calle para comprobar si las otras casas  y las pocas farolas que había en la vía pública tenían luz; en el caso de que fuera un apagón general, simplemente nos tocaba esperar. Sacábamos el alijo de velas, fósforos y platitos de café, y la casa se convertía en una iglesia el día de todos los santos. Mientras se comenzaban a consumir las velas, derramándose en los platitos, se iban proyectando sombras en las paredes, y acompañadas de los brillantes y perfectos ojos de los gatos, doce ojos en total, que te observaban desde los lugares más inexplicables, sentías un escalofrío de miedo absoluto. Ya en ese momento intentabas anticiparte a los sustos, pero sin resultados, de repente una mano te agarraba la nuca en plena oscuridad, provocando el aceleramiento del pulso a  velocidades insospechadas o te susurraban al oído “voy a por ti”, provocó que mi vejiga estuviera a punto de tirar la toalla en más de un apagón.

En alguna ocasión se frieron papas a la lumbre de las velas, era un momento de libertad total, de comer piñas de millo asadas con mantequilla. Saltábamos en las camas, nos pegábamos con ganas  para luego escondernos, salíamos a la azotea con los platitos, descalzos y nos poníamos cera en los  dedos  de las manos, y hacíamos como si nos despellejáramos vivos. Y la casa nos guardaba otra increíble diversión. Una  curiosidad magnifica, deseo de cualquier niño que no fuera alérgico a las tizas. Las puertas de mi casa, eran una combinación de cristal, de mitad para arriba, y aunque parezca increíble, de mitad para abajo eran una pizarra, y en la oscuridad podíamos dibujar y escribir lo primero que nos viniera a nuestras curiosas y depravadas mentes infantiles: las palabras puta y coño no faltaban, acompañadas de risitas malévolas.

Pero si te asomabas por la azotea y comprobabas que en el resto de las viviendas se gozaba de luz, y que el alumbrado funcionaba perfectamente, teníamos que pasar a otro plan. Como la caja de los plomos estaba abajo, teníamos que bajar dieciocho escalones a la luz de las velas, porque curiosamente no había ninguna linterna en mi casa. Hasta ahí bien, pero ahora entran en juego la comarca de cucarachas que inundaban esa parte de mi hogar. El centro de la vivienda tenía un amplio patio, que sin luz era aterrador. Bajo el silencio escuchabas a los pájaros raspando con sus uñitas el suelo de las jaulas, y podías escuchar el murmullo de las cucarachas caminando a sus anchas. Y había que decidir quién bajaba. Como mis padres querían que fuéramos valientes nos mandaban a nosotros, con una vela cada uno y con muchas ganas de llorar. Bajábamos muy pegaditos, casi a empujones, y aquella escalera se hacía interminable. Peldaño a peldaño, te daba la sensación de que ya tenías el cuerpo lleno de cucarachas, y te daban más ganas de llorar. Lo peor era cuando pasaban a tu lado volando, oías su aleteo, sintiendo una tenue brisa desprendida por su exoesqueleto aerodinámico y enfocabas con la llama para contemplar al insecto repugnante que convivía contigo; en ese momento lo soltabas todo y bajabas los escalones de tres en tres.

Antes de llegar a los plomos, a la palanca que nos salvaría el corazón de morir de un susto, llegábamos al patio, sombrío, y abríamos la puerta para cruzar el largo zaguán. El techo era falso, para ser más precisos de láminas de corcho, era espantoso  y allí en el espacio que había entre el techo falso y el de verdad, vivían el grueso de la colonia de cucarachas. El sonido era espeluznante, te las  imaginabas conglomeradas, pisándose las unas a las otras, y te daban más ganas de llorar, y te sentías desgraciado por no tener doscientos veinte vatios. Por fin cuando llegabas a la  caja y la abrías con cuidado, te podías encontrar con una sorpresa llena de pequeñas patitas,  o con una sorpresa no tan asquerosa pero difícil de digerir; a veces era tal la sobrecarga para los viejos y cansados plomos, que la palanca se resistía a subir, y teníamos que esperar, con ganas de llorar, porque  teníamos que atravesar de  nuevo el campo de batalla, para volver a bajar cuando mis padres consideraban que ya la palanca subiría sin oponer resistencia. La sensación de bichos caminado por tu espalda no se te quitaba hasta que te dormías.

Cuando todo terminaba, y se hacia la luz, venía lo divertido. Mis padres nos narraban con todo lujo de detalle, nuestros gritos y como subíamos atropellados por las escaleras, cual manada de ñus, con ganas de llorar. A pesar del asco y los sustos tenía su lado divertido y momentos de un valor incalculable, porque  un apagón en mi casa era como estar en Navidad.



Licencia Creative Commons
Relato: "Apagón". por María Vanessa López Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Basada en una obra en relatosdelacolmena.blogspot.com.

jueves, 24 de septiembre de 2015

Pánico




A pesar de que era pequeño, recuerdo el escalofrío que recorrió mi cuerpo cuando nos encontramos por primera vez. Mis padres me la presentaron cuando nos mudamos de casa, y se convirtió en una amiga inseparable de la familia, aunque yo desconfiaba de su amistad.

Aunque con los años aprendí que la primera impresión no es la que cuenta, la que ella me transmitió no fue muy positiva, por no decir nada. Le cogí manía desde el principio, y la evitaba siempre que podía. A veces es muy difícil cambiar la opinión que tienes de alguien, y yo ya la había etiqueta como no-grata, antipática, fría y calculadora. Cuando pasaba a su lado me daba grima solo pensar que podía rozarme con ella; su sola presencia me causaba un susto tremendo, ese aspecto frío, como de muñeca de porcelana, mirándome fijamente, esperando a que yo diera el primer paso y le abriera los brazos de par en par, pero me resistía como un pulpo agarrado a la roca.

Su voz era espantosa, hacia mucho ruido, tenía la necesidad de que todos los habitantes de la casa supiéramos que estaba allí, en nuestras vidas, viviendo con nuestros secretos más íntimos, conversaciones, penas, alegrías y dolores. Era como una espía infiltrada en mi hogar, en mi corazón, que cada vez que la oía o sentía su presencia cerca se ponía a brincar dentro de mi pequeño  esternón, y me daba miedo que al ser tan pequeño no pudiera aguantar tanta agitación, tanto asco, y pudiera explotar en cualquier momento.

En alguna ocasión provocó mi llanto, fuerte, de puro pánico, y mis padres intentaban explicarme que ella era así, que no le diera importancia. Insistían en que intentará ver su lado bueno, compasiva, siempre dispuesta ayudar, siempre ahí esperando para darnos su consejo, para calmarnos el dolor y ofrecernos los mejores momentos del día. Pero no lo podía ver, me parecía hasta desagradable que mi familia, mis propios padres, adultos, vividos, no vieran lo que yo veía. Era sucia, maloliente y descarada, y no la quería en nuestras vidas.

Y que mala suerte la mía, cuando supe que provenía de una enorme familia, se multiplicaban y multiplicaban, y fuera a dónde fuera casualmente nos encontrábamos con uno de sus parientes; parecían todos cortados por la misma tijera, y me sentí muy desgraciado, como si hubiera  un complot hacia mi pequeña persona. Era tanta la aversión que sentía que las pesadillas se sucedían una  noche tras otra, oía su voz llamándome, podía incluso oler su fétido aliento, y siempre me quería atrapar entre su frío y pálido cuerpo; me despertaba empapado en sudor, completamente en un  estado de pánico total, que a mis padres les costaba una noche de insomnio.

Sin el apoyo de mis progenitores estaba perdido. La ausencia de comprensión hacia mis temores, estar solo ante mis miedos, comenzó a inclinarme hacia la aceptación. Me resigné y sin otra salida, sin tener en mi poder ningún plan “b”, sucumbí a la simpatía por aquel ser que me había atemorizado durante meses.

Con el paso de los días, nos hicimos grandes amigos, se podría decir, aunque parezca increíble, que me obsesioné con su compañía, no me podía despegar de ella; hasta que sin darme cuenta comencé a verla como un miembro más de la familia, vital para nuestro día a día.

A medida que fui creciendo, compartí con ella momentos inolvidables, pensamientos, lágrimas, abrazos. Ella me ayudo a quitarme muchos pesos de encima, sujetó mi frente en miles de ocasiones, me ayudo a terminar decenas de libros y unos cuantos crucigramas e incluso a tomar decisiones importantes.

Cuando abandoné la casa de mis padres, tuve la necesidad de llevármela conmigo, aunque no dije nada. En mi nuevo hogar me esperaba una, a estrenar, reluciente, impoluta, y me recibió de la mejor de las maneras. Y desde ese instante mi taza del váter, inodoro, letrina, poceta, retrete, toilet, trono, cagadero, cochinera, huerta, outhouse, escusado o como a mi gusta llamarla “taza del baño” y yo, nos hicimos muy buenos amigos, aunque nunca olvidaré a la amiga que dejé en casa de mis padres, porque como ella no ha habido ni habrá ninguna.

Licencia Creative Commons
Relato: "Pánico". por María Vanessa López Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Basada en una obra en http://relatosdelacolmena.blogspot.com.es/.

domingo, 30 de agosto de 2015

Deseo


Estuve con ella toda mi vida, en su cuerpo, en su boca, en sus deseos más oscuros. Al principio me conformaba con dejar volar mi imaginación de rato en rato, pero mis pensamientos querían vivir en ella, hacerse realidad sobre su cuerpo, dominar su mente que tantos placeres me causaba.  Mis secretas cavilaciones me mortificaban como un cuentagotas, repiqueteando en el sumidero que era mi cerebro, torturándome día y noche.

A pesar de mis apetitos, ella era un deseo prohibido, y yo me resigne. Aún teniendo mis deseos a raya, y convertirme en el satélite de su vida, mi conformismo no  estaba de acuerdo. Iba totalmente en contra de mi esencia, de mi naturaleza, de los vestigios adolescentes  y de esa sensación de libertad infantil que te empuja a ir a por todas, sin importarte las consecuencias. Pero ahí estaba la consciencia señalándome con el dedo, acusándome de inmoral.

Me hice un experto, cosa que me ayudo en otros aspectos de mi vida,  a  disimular la dulce ansiedad que me causaba solo verla  llegar. Y seguí siendo un conformista de mentira, fiel a mi consciencia y con la eterna duda, pero feliz, porque tenía la absoluta certeza de que ella era el segundero que le  faltaba al destartalado reloj que era mi vida. Era difícil y agotador mantener a mis impulsos encerrados en un cuarto oscuro, castigados de por vida.

En la intimidad de mis pensamientos, comenzó a crecer un dilema. Solo una vez, si solo pudiera tenerla una vez, posiblemente se desvanecería el deseo, quizás así podría controlar mis instintos por diez años más, pero ¿cómo acceder a ella? Me imaginaba vomitándole la proposición, abalanzándome sobre su cuerpo, haciendo desaparecer su ropa con la  velocidad de un tornado, saciando mi curiosidad, que en parte era la  culpable de todo. Me moría por conocer el  tacto de su piel, sus besos y descubrir el cuerpo que me había imaginado tantas veces en mi soledad.

No me sentía desdichado, porque tenerla la tenía,  aunque no como yo quería. Ella era la forma más bonita que me dio la vida, para saber que no todo lo podía tener. Pero no le hice caso a la vida, porque a veces y solo a veces no siempre tiene la  razón.

Cuando estaba con ella mi fachada era la de un edificio nuevo, firme en sus cimientos, con balcones grandes llenos de vegetación, los cristales limpios de las ventanas reflectando los rayos del sol, mientras por dentro estaba destartalado, el ascensor no funcionaba, la barandilla de las escaleras a punto de caerse y las paredes pidiendo  a gritos una mano de pintura; y poco a poco la humedad corroe la estructura, y como el inmueble estoy a punto de desmoronarme en el interior.

De alguna manera tenía que quitarme un poco de peso de los hombros, ya empezaba a caminar de forma extraña, así que fui dejándole miguitas de pan. Le llené un río de nubes, desde el fondo hasta la superficie, de orilla a orilla, y en toda su longitud; le planté un campo de girasoles para que lo viera desde su ventana; le llené paredes enteras de palabras y le hice un cielo en la tierra con estrellas de mar, sin decir para quién eran. Fue un desahogo, pero seguí siendo su satélite, siguió siendo mi deseo, y de nuevo volví a sentir el peso.

Mis pensamientos eran cada vez más lascivos, y muy insistentes, demasiada presión. Así que por mi salud, por mi bienestar emocional y físico, lo iba a hacer. Saqué el valor de un huequecito dónde estaba escondido y le impuse trabajo duro, aumento de la masa muscular, fortalecimiento de piernas y brazos, y si lo comparo con una escalera de treinta peldaños, conseguí colocar a mi valor en lo más alto.

Pletórico fui en su busca, con mi objetivo claro, sin dudas, sin tener en cuenta las consecuencias de lo que estaba a punto de hacer.

Cuando la tuve delante, sin mediar ni el más mínimo sonido, salté los treinta peldaños, y todo fue infinitamente mejor de lo que mi imaginación me había dicho que sería. Sus pechos se convirtieron en el antojo de mis manos, y mi boca se pego a la suya con la intención de no separase jamás. El  tiempo y el espacio se convirtieron en su cuerpo, dónde derrame todos y cada uno de mis pensamientos. Tenía tanto deseo acumulado en mis pupilas, que provocaron el big-bang en mis ojos, dejándome ciego unos minutos. Tarde horas y días para saciar al gran estómago que era mi cuerpo, porque solo me apetecía ella.

Y cuando llegó el momento de bajar los pies de la cama y tocar el suelo frío de  la realidad, fotografié su cuerpo en blanco y negro, sus medidas, sus curvas y la guarde en un sitio privilegiado de mi memoria, para volver a convertirse en un deseo prohibido.

Durante mucho tiempo para calmar mi sed, me recreaba imaginando su torso  desnudo, sus ojos mirándome sin pestañear  mientras colocaba sus piernas alrededor de mi cintura, para concederme uno de mis deseos. Y fue un error sacarlos a pasear de vez en cuando, porque dentro de mí fueron creciendo deseos aún más fuertes, pensamientos  que hablaban más alto, y peso mucho peso. Aquello había sido simplemente la primera dosis de  una vacuna triple.

Quería mi segunda dosis, me sentía con derecho, como si me lo hubiera prescrito el médico, y sin ningún tipo de pudor volví a  saltar los treinta peldaños, y aún hoy sigo sin tener las palabras para explicar lo que ocurrió durante aquellos días de cura preventiva.

Esta  cosa nuestra perdura en el tiempo, a pesar de las personas que vinieron y se fueron de nuestras vidas, y de aquellas que se quedaron.

Las ganas siguen apareciendo en mis pupilas solo con verla llegar, porque no hay deseo que perdure más que el prohibido.

Licencia Creative Commons
Relato: " Deseo " por María Vanessa López Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Basada en una obra en http://relatosdelacolmena.blogspot.com/.

lunes, 6 de julio de 2015

El Chaque



Llevaba toda la mañana en casa exprimiéndome el cerebro, buscando las posibles soluciones a la torre de problemas que amenazaba con desplomarse en cualquier momento. Apenas quedaban en la destartalada despensa unas latas de conserva o de comida para gatos, no lo tenía claro, la compañía de la luz me había dicho adiós, la del agua me amenazaba con padecer la peor de las sequías y encima todos los líos en los que me habían metido la imprudencia, la soberbia y la avaricia, porque solo importaba yo. Había generado un enorme ovillo de mierda.

Pensaba, hacia listas de posibles soluciones, las rompía y me echaba a llorar como un niño chico, convirtiéndose en un ciclo vicioso que ya duraba tres días con sus tres noches. En la cuarta mañana que me disponía  a repetir la rutina, sonó el timbre del portero automático. Todos los pelos de mi cuerpo se pusieron en pie y mi corazón al borde de la arritmia; no sé por qué me quede inmóvil, sin hacer ruido, sudando manantiales, mientras imaginaba a cámara rápida que problema podría estar presionando el botón del timbre.

Había varias posibilidades. Podría ser Colmena, mi camello, lo llamábamos así porque todos acudíamos a él como las abejas al panal. Empeñé algunas cosas y conseguí bastante dinero, que era a lo que yo estaba acostumbrado, pero antes de abonar mis deudas me pase por la auto caravana de unos amigos. Se me fue totalmente de las manos. Celebraban algo, ni siquiera recuerdo qué, y de invitadas de honor estaban la cocaína y la heroína, además de litros y litros de alcohol, a precio de amigo, pero había muchas señoritas viciosas a las que invitar. La heroína era mi golosina favorita. Las agujas me dan miedo así que me la fumaba, y esa noche quemé mucho papel de aluminio. Más de la mitad del dinero que había sacado de la casa de empeño, lo tenía en mi hígado, mis pulmones y mi cerebro.

No sé cómo llegue a la oficina del Colmena, con la estúpida certeza de que aceptaría un anticipo y que me permitiría fraccionar el resto de la deuda. No fue así. Después de una leve paliza, me dio cuarenta y ocho horas para pagarle. Y en el momento que picaron el timbre, caí en la cuenta que ya había expirado el plazo.

También podría ser la vecinita. Era una muchacha unos quince años más joven que yo, sé que pasaba la mayoría de edad. A veces coincidíamos en el ascensor, ella con la piel brillante a causa del sudor, con el pelo recogido en un moño y aquel conjunto del equipo de baloncesto, parecía estar en el preludio de una película erótica. Poco a poco nos hicimos algo más que vecinos. Una noche de madrugada, nos encontramos intentando insertar la llave en la puerta del portal, ella  bastante ebria, con un vestidito que provocaba a mi puesta imaginación; abrí la puerta, pulse el botón del ascensor y una vez dentro se me abalanzo sin mediar palabra. Nos fuimos a mi casa. Entre la oscuridad y el alcohol en sangre, me coloqué mal el preservativo, pero no me di cuenta hasta que en el momento menos inoportuno, se rompió. En ese instante me alegre, pensé que un hijo sería lo único bueno que tendría en mi retorcida vida hasta ese momento, y los llantos de la vecinita me tornaron a la realidad. Se marcho, diciendo que me tendría al tanto. Desde ese amanecer no la había vuelto a ver, y debo confesar que la espere alguna tarde. Así que su dedo podría estar pulsando el timbre, sola o acompañada en su interior.

La verdad es que me había buscado tantas posibilidades, había sido un chico muy malo, que digo malo de lo peor. Me satisfacía estar por encima de los demás, lograr lo que nadie había logrado, para luego pregonarlo a los cuatro vientos y andar por ahí como un pavo. Y algo que ponía a mi ego a mil revoluciones, eran las mujeres casadas. Me gustaba sentirme ganador, lograr que una mujer fiel a su marido, a unos principios, a unos votos matrimoniales, cayera en mis sábanas, y yo me sentía único, especial, triunfador. Y de eso me alimente, hasta que me pillaron y me amenazaron de muerte en más de una ocasión, así que existían posibilidades de que fuera alguno de esos maridos con la necesidad de afianzar su hombría, partiéndome la boca.

También tenía algún que otro juicio pendiente por hurtos menores. Robo de coches,  mercancía de los contenedores del muelle, en una iglesia… Un par de veces visite la comisaría, y un par de veces me arrearon el cuerpo con toallas mojadas. Podría ser el cartero trayéndome la carta certificada, con la notificación pertinente.

Me había metido en muchos negocios, de los que no salí bien parado, y por supuesto sin asumir ningún tipo de responsabilidad. Si chivándome salvaba a mi persona de una paliza, de la cárcel o de una multa generosa, no dudaba en hacerlo, lo que se traducía en más problemas. Me llamaban “El Chaque”, por chaquetero, y el apodo me lo había ganado a pulso.

Si había un ser humano a cien kilómetros a la redonda con ideas maliciosas, como un imán me atraía, sobre todo porque eso significaba dinero fácil. Me hice amigo de un farmacéutico, y trapicheamos durante unos meses con anabolizantes y hgh; él se encargaba de la química y yo hacia el resto. El hombre, aunque no era muy avispado, se percató de que me estaba quedando con las “vueltas”, y me mandó a tomar por dónde cargan los camiones. Ropa, piezas de motos, oro, todo tipo de aparatos de dudosa alta tecnología…roce hasta el  ámbito de la agricultura, sustrayendo sacos de papas de un almacén, con permiso de mi amigo el vigilante.

Y ahí estaba, muerto de miedo, sin familia, sin amigos, sin un atisbo de dignidad, acompañado únicamente  por el rebumbio de problemas  que no dejaba de mirarme.
El timbre volvió a sonar. Me levanté y sin pensarlo, sin preguntar quién era, apreté el botón y abrí la puerta un palmo, para volver al hueco del sillón. En cuestión de minutos, el golpe de unos nudillos pidiendo permiso para entrar, cerré los ojos, apreté los dientes y…

- Buenas tardes, ¿nos regala unos instantes de su tiempo? Venimos a mostrarle el Paraíso, venimos a abrirle el camino hacia su salvación. El apocalipsis esta cerca y nosotros le traemos el salvavidas.

Asentí con la cabeza y se ubicaron a mi lado con un manojo de folletos, inhalando la mezcla de aromas insalubres y el olor a café recalentado, que se esparcía por todo el apartamento. Que mejor compañía que unos jóvenes religiosos intentando salvar a mi ruinosa persona…En ese momento pensé: si ellos supieran.

Y el timbre volvió a sonar.

Licencia Creative Commons
Relato: "El Chaque" por María Vanessa López Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Basada en una obra en relatosdelacolmena.blogspot.com.es.

lunes, 8 de junio de 2015

La vida en espera



¿Cómo se define el verbo esperar? Esperar, la espera, el verbo que nos acompaña todos los días de nuestras vidas. Si sumara todos los minutos que he tenido que esperar por algo bueno o malo, por personas que se merecían mi espera o personas que no, por gestos y respuestas que nunca llegaron, calculo que serían seis meses de mi vida, mes arriba, mes abajo…y  aquí estoy de nuevo, esperando. Habemos muchos en la cola, y ya empezamos a estar apretados, pero ante la espera, paciencia, eso es lo importante. Todavía me  quedan aquí un par de horas y sé que tendré que soportar las quejas absurdas de mi compañero de espera, olores ajenos, quejas y más quejas, y eso que nadie está obligado a estar aquí, lo están por voluntad propia, pero así son las esperas.

Ya antes de nacer y aunque suene extraño, estamos esperando. Esperamos por ahí, a saber dónde, a que un espermatozoide avispado consiga seducir a uno de los fértiles y hermosos óvulos de tu futura madre, que te hará esperar nueve meses, semana arriba, semana abajo, para salir al mundo. Nada más llegar si no lloras, cosa que encima después no quieren que hagas, te dan un cachetito en el pompis, lo primero de la vida que no te esperabas de ninguna de las maneras, la primera cachetada de muchas venideras. Cuando sales, hay una multitud de personas que te quieren conocer, y después de la hermosa locura que es nacer, aún descolocado, esos adultos y hermanitos y primitos celosos  quieren achucharte y no conocen el verbo esperar.

Con el paso del tiempo, empiezan las expectativas sobre tu persona y desarrollo. Si pudiéramos hablar a los pocos meses de nacer, la primera palabra que diríamos sería ¡ espera ¡ …Levanta el cuello, gatea, camina, corre, di adiós con la mano, haz el viejito, no llores, no grites, di mamá, di papá, ¿cuántas galletas hay aquí? ¿cómo hace la vaca?... ¡Espera, espera! cada uno tiene su ritmo. Todo tiene que ser ya.

A medida que creces, conoces la palabra paciencia, y sabes que va acompañada de la palabra espera, y eso conlleva a estar sentado hasta que digan tu nombre, a aguantar las ganas de hablar, a esperar la media hora que se pasa tu hermano en el baño para cumplir con tus urgentes necesidades fisiológicas, sin entender por qué tarda tanto; a esperar tu turno sin rechistar, pero a veces la ansiedad por tenerlo todo ya, que es lo que te han exigido a ti, es más grande que esas dos palabras juntas, y te saltas las normas, aún sabiendo que te espera una bronca.

Esperas al ratoncito Pérez, ansías que llegue el día de tu cumpleaños, esos sábados y domingos dulces después de estar el resto de la semana uniformado y con miles de obligaciones académicas, al día de Reyes, a una fiesta cualquiera. También esperas a tu padre o a tu madre, según que progenitor te amenace con esa frase… “ espera a qué venga tu padre/madre”, y tú te quedas ahí, imaginando el cachetón a cámara lenta cruzándote la cara de lado a lado, sumándole la previa bronca, la vergüenza, mientras miras el reloj, y las agujas te señalan que se acerca el temible momento, y piensas que hubiera sido mejor no aprender a leer la hora. Hay aprendes que el reloj es un instrumento cruel, cuando se trata de esperar.

Más tarde, se te pasan los días deseando que te sirva la ropa de tu hermano y sobretodo los zapatos, porque a ti como estas creciendo te compran los más  feos  de la zapatería, ya que en un par de meses te volverá a crecer el pie y no hay que gastar por gastar. Y llegas a la adolescencia, esperando delante del armario de tu hermano mayor, mirando si te ha salido abundante vello corporal, que indicará, según tus padres, que ya no tienes el acceso restringido al lado de la zapatería dónde están los zapatos que tanto ansias.

Y ya puedes salir a la calle sin supervisión adulta, pero sin la comodidad de que te lleven en coche, ahí empiezas a acumular minutos  de espera por los transportes públicos, aunque como serán las primeras veces las disfrutas, por la novedad, por sentirte mayor e independiente,  pero no podrás quitarte una cosa de la cabeza, que en casa esperan que te comportes de forma responsable y madura, y piensas “ si solo tengo dieciocho años “;esperan que cumplas el convenio de la hora de llegada.  Cuando te saltas las normas de convivencia, de camino al hogar piensas en los rugidos y miradas de “me has decepcionado”, bajo la frase “la confianza hay que ganársela”, y en el castigo de tus progenitores, y sabes que tus hermanos te tiraran miradas de “jodete” por detrás, y piensas antes de que ocurra, que esperando con paciencia, uno de tus hermanos estará en el paredón, y serás tú el que propines esa mirada, que te fastidia más que el  sermón que te echaran tus padres. Pero te olvidas y tropiezas con la misma piedra un par de veces más, hasta que aprendes con el quinto castigo y veinte miradas de “jodete”.

Esperas por la primera mujer de tu vida, que no llega, veinte minutos esperando, y las  hormonas que te tienen como un ñu desbocado se alían con los nervios propios del momento y empiezas a sudar. El bigotillo se convierte en una bayeta y en segundos ha absorbido parte del  sudor que  te brota de la cara (ahí decides que es hora de afeitártelo), y la ves llegar y esperas que no se dé cuenta, pero lo hace y ella a pesar de haber llegado tarde, te mira con cara de asco y te mueres de la vergüenza. Y esperas la primera llamada que no se produce nunca. Esperar me ha enseñado a aprender, a no esperar demasiado, a desechar las esperas innecesarias y quedarme solo con las buenas, aunque muchas de esas esperas hayan sido las más largas.
Impaciente esperas la vela con el número dieciocho ensartado en tu tarta de cumpleaños, y en el momento que terminan de cantarte la canción de rigor y contemplar el humo de las velas desvaneciéndose por encima de mi cabeza, termina la espera por el carné de conducir, por entrar en un bingo de verdad, no como el que improvisa tu abuelo en la cocina los  sábados por la tarde, por entrar a los locales a golpe de documento nacional de identidad y pedir una copita…y empieza aquí el resto de tu vida. Ya no vale esperar por lo que te digan los adultos de tu vida, llegó la hora de tomar decisiones importantes sobre tu futuro, y esperan lo mejor de ti.

Esperamos en los aeropuertos, esperamos reencuentros, maletas, la respuesta a todos nuestros males, a la muerte lógica, a la ola que te va a revolcar y a la tierrilla que se te mete en los ojos cuando  hay viento; esperamos cosas malas y buenas, aunque las  primeras la mayoría de las veces no te las esperas; esperamos al dolor, a las noticias, a los veredictos a tu favor o en tu contra por los juicios que te harán a lo largo de tu vida. Esperamos por el primer beso, por el sexo, por  estar a  la  altura, esperas a independizarte para tener un perro, esperas a que alguien te diga alguna vez “cuando tengo que hacer colas interminables, en mi mente, espero en ti”, esperas lo ideal, la sorpresa, el susto, aunque siempre causa el efecto que le corresponde, aunque te lo esperes. Esperas a las consecuencias  de tus actos, a la  felicidad y también a la tristeza, a las discusiones y despedidas, a las decisiones y aprobaciones de los demás. A veces la espera dura años o toda la vida y….

Las ocho. Están abriendo las puertas y somos de los primeros. Nos volvemos como niños chicos, la ansiedad ocupa el lugar de la espera y la paciencia, y a base de respetuosos empujones, echamos a correr para coger los mejores sitios. Lo conseguimos, primerísima fila… Esta media hora se me ha ido volando con el humo de los cigarros. Se apagan las luces, y la emoción embarga a las masas, el pulso de cientos de personas al borde del colapso, gritos, aplausos, silbidos, mecheros encendidos, histeria colectiva e individual, torres humanas, que para nosotros, desde nuestra situación privilegiada, son de tamaño diminuto. Comienzan a sonar clarinetes y trompetas, bajo un foco, mientras el resto del escenario permanece a oscuras; la sutil guitarra se une, junto con el golpeteo suave de la batería, y dos minutos después, bajo una  luz tenue la palabra “summertime” se oye en la voz rota de Janis Joplin. Tenía las entradas desde hacía tres meses, y esperar por ella siete horas de mi vida valió la pena.

Licencia Creative Commons
Relato: "La vida en espera" por María Vanessa López Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Basada en una obra en relatosdelacolmena.blogspot.com.es.

domingo, 3 de mayo de 2015

Maldita maldición



Hay anécdotas que se quedan adheridas a las personas, sobre todo cuando son acontecimientos repetitivos, como si una maldición se apoderara de ellas. Por ejemplo, las personas que tienen mala suerte con el agua, inundaciones, goteras, resbalones, el congelador se les descongela, se les vuelca el cubo cuando se disponen a fregar, que llueva durante una acampada y la caseta tenga una gotera, una ola les roba o derraman una garrafa de agua de cinco litros en el maletero del coche volviendo de hacer la compra empapando irremediablemente parte de lo adquirido en el supermercado. O tener mala suerte con las caídas; salir rodando por un pequeño barranco en el monte cuando se disponen a miccionar, salir de un bar a fumar en la calle con una copa en la mano y tropezar con el minúsculo escalón de la puerta y caer sin derramar una gota; golpear la puntera del zapato contra un adoquín mínimamente levantado mientras cruzan por un paso de peatones delante de vehículos varios y personas que amablemente quieren ayudar; caer dentro de un jardín, ubicado en una avenida concurrida y golpearse el coxis con el codo de una tubería o chocar inexplicablemente la cabeza contra el retrovisor de un camión delante de la puerta de un instituto bajo las atentas miradas de una marabunta de adolescentes. También hay quienes tienen mala suerte con el fuego, los animales en general o con algún animal en particular, con la comida en mal estado, con las situaciones que dan vergüenza ajena, lo que es estar en el momento menos indicado; con productos de belleza y remedios caseros acompañados de unas indicaciones mal interpretadas; decir una palabra en el peor momento e incluso hay quienes tienen la maldición de la ropa, roturas, manchas inexplicables, prendas al revés o mostrar una parte del cuerpo sin tener la menor idea; o la del moquillo, tanto los propios como los ajenos.

Estas maldiciones llegan a formar parte de la personalidad, llegando a ser una característica notable de la persona, tanto que si nos piden una descripción de un individuo que padezca una maldición citamos la peculiaridad que le acompaña, como un dato importante a saber.

Pero hay una maldición que supera a todas las demás, una realmente espeluznante, capaz de nublar a los sentidos. La persona maldita siempre tiene que estar al acecho, vigilando su cabeza, sus espaldas y sus pies, procurando no ir a lugares determinados como calles oscuras, parques  o solares; observando todo lo que acontece a su alrededor para anticiparse a la maldición, aunque la mayoría de las veces no se consigue, porque es difícil de predecir. Es tan dura que provoca ataques de ira, la expulsión de palabras abominables por la boca que se hacen pedazos, sacudidas de algunas partes del cuerpo, movimientos faciales de desprecio; esta maldición condiciona a la persona a llevar siempre encima unas monedas ya que suele frecuentar los aseos de bares y cafeterías, además debe de aprovisionarse de papel, mucho papel, del tipo que sea.

Suele ser una maldición que se empieza a manifestar a edades tempranas, y se puede desencadenar justo delante de tu casa o al doblar la esquina, no miras al suelo y de repente la tienes debajo de los primeros zapatos que te compran después de años llevando calzado ortopédico, pues debajo de esos zapatos tan deseados está instalado el moñigo de perro más  grande que hayas visto jamás, y justo con ese blando y desafortunado incidente comienza la maldición. Luego en el parque la población de pájaros que lo ocupa, se pondrá de acuerdo para bombardearte con pequeñas y fulminantes defecaciones que se desparraman por tus hombros, por tu cabeza, y todavía te quedan horas para llegar a casa. Pisaras más excrementos, vayas a dónde vayas, te perseguirá el olor nauseabundo y el ambientador será tu gran aliado; también hay que tener cuidado con la infancia, es un sector donde corres riesgo, un infante puede meter sus deditos por un huequito del pañal para comprobar que lo tiene a rebosar, para a continuación pasar su dulce mano por tu pelo dejando restos  de lo que su cuerpo ha desechado. Los parques también son lugares de exposición, hay que mirar cinco veces el pedazo  de césped que quieres ocupar antes de sentarte, pero la maldición siempre te acompaña,  y te levantarás con un surullo pegado en el bolsillo trasero del pantalón, de lo que no te darás ni cuenta hasta que pasas la mano y encuentras la sorpresa del día, dejándote un aroma que por mucho que te laves no te abandona.

Es la maldición más apestosa y difícil de combatir; en la playa tampoco estas a salvo y a pesar de que este a rebozar de personas, la maldición te encontrará en forma de mojón flotando a tu lado o jugando con la arena, tu mano se puede convertir en un colador humano encontrando las heces enterradas de un perro de tamaño pequeño. Ni siquiera estas a salvo de ti mismo, hay que tener cuidado cuando por un motivo u otro tienes que defecar al aire libre, pues debes evitar hacerlo en un terreno inclinado, ya que posiblemente tus dedos u otra parte de tu cuerpo puede toparse con el resultado de tu esfuerzo, y algo importante que se debe evitar es limpiar la zona ponedora con hojas, será peor el remedio que la enfermedad, siempre rodeados de mierda.

La maldición de la caca sin duda es la peor de todas y combinada con otros productos y subproductos del cuerpo también es conocida como la maldición escatológica. Así que recuerda que si pasa una vez es una anécdota, si pasa dos  ya es mala suerte y si ocurre más de tres se convierte en maldición, y te acompañará toda la vida.


Licencia Creative Commons
Relato: "Maldita maldición" por María Vanessa López Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Basada en una obra en http://relatosdelacolmena.blogspot.com.es/.

martes, 21 de abril de 2015

Victoria



Victoria es una mezcla de todas las mujeres de su vida. De todas ellas heredó algo, los ojos de su abuela, la piel de su madre, algún atisbo del carácter de su bisabuela, luchadora, cabezota, enérgica, y terminó de construir su personalidad al lado de tres hermanas, tan distintas pero tan iguales, impredecibles e imprescindibles, mujeres de armas tomar; y otras muchas mujeres que la acompañan lejos y cerca.

Victoria no camina ni corre, vuela por las horas, por los días, y la vida se le vuela con el tiempo, y piensa mucho en el tiempo, en todo lo que ha hecho, en lo que a su vez la ha llevado a hacer otras cosas, y de ahí a tener deseos de hacer otras muchas, pero tiene la sensación de que no tiene el tiempo suficiente. Pinta, dibuja, baila y canta, pero siempre le faltan momentos y los busca, cosas para recordar, para aprender y vivir, colecciona anécdotas, propias y ajenas, de las que se acuerda y se ríe sola. No busca el amor verdadero, ese que se encuentra fatigante y agotador, busca un compañero, un amigo con el que tener amor, para volar por el tiempo, para coser una vida.

Victoria es belleza, la mires por donde la mires, y se pinta los ojos de colores, los labios siempre hidratados, esmalte en las uñas arregladas hasta el más mínimo detalle, la ropa planchada rozando la perfección, y su piel huele a melocotón, siempre a melocotón, pero su pelo es ajeno a esas coqueterías. Le gusta mirarse al espejo y gustarse, y ese cabello fino, lleno de nudos, a veces suelto, a veces en un moño sin sentido, que se asusta cuando alguna vez que otra le pasa el cepillo, es lo que la une a los recuerdos de las batallas hormonales, al primer beso, a los primeros roces; recuerdos de aquellos que ya no están, de lo aprendido y después desaprendido, y todo en su conjunto, es lo que la hace ser la persona que es ahora, y por nada en el mundo lo quiere perder.

Todo a su alrededor gira como cuando presionas los botones de las máquinas expendedoras y Victoria la detiene donde quiere estar y disfruta hasta con su sombra, con la soledad en compañía o sola de verdad, según su elección. Tiene una banda sonora para cada etapa de su vida, almacenada en su cerebro y cuando escucha las notas se transporta a otro momento, a otra edad, se reencuentra con personas y emociones, y una sonrisa picarona asoma de sus labios, satisfecha del tiempo que reflejan sus manos, del suma y resta, del deja para hoy lo que puedes hacer mañana.

Hay personas a las que sus nombres las condiciona, pero eso no le pasa a Victoria, nunca ha tenido victorias, pero si fracasos, aprendizajes, aventuras e intentos, asuntos sin acabar, páginas pasadas, ilusión y curiosidad por lo venidero, porque a ella disfruta con esa incertidumbre inherente que tiene la vida, inventándose historias, sucesos y momentos que le podrían sobrevenir.

Victoria se chupa la yemas de los dedos cuando come dulces, se daña con los sabores fuertes y acostumbra comer chicle, toca el violín y le gusta la cerveza, nunca hace la cama y no le gusta el agua de la nevera; es ahorradora hasta límites insospechados, lo que le permite darle de comer a su alcancía una vez al mes, y cuando ya no caben más billetes por la rendija, llega el momento de permitirse un lujo, pero un lujo de verdad; un mes en Australia, nadar con tiburones en Sudáfrica, alojarse en el hotel más lujoso de Paris, regalar experiencias a las mujeres de su vida, viajar para comprender otras formas de felicidad, porque no quiere perderse nada.

Ella es esencia, sabores, equivocaciones, costumbres, recetas, palabras y cuentos, remedios y refranes, humor y lágrimas, porque Victoria si es la victoria de todas las mujeres de su vida.

Licencia Creative Commons
Relato: "Victoria" por María Vanessa López Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Basada en una obra en relatosdelacolmena.blogspot.com.es.

jueves, 9 de abril de 2015

Descanse en paz



Por su imaginación se habían pasado incontables posibles finales para su vida, algo morboso e inquietante, pero un entretenimiento inofensivo para él.

En una de ellas moría arrollado por un tren de mercancías, de esos que hacen escasas paradas, colmados de gigantes cajas azules que daban la sensación de que se iban a caer en cualquier momento con el traqueteo. Visualizó el instante en el que la máquina chocaba contra su cuerpo, crujiendo sus huesos, desgarrando sus músculos; extrayendo de su boca cada una de sus piezas dentales e imaginaba como los pedazos de su ser se desperdigaban por toda la vía, dejando un espectáculo funesto para quien tuviera que recoger sus restos.

En otra ocasión le fallaría el corazón, se le reventarían las arterias en mitad de una obra de teatro, con el aforo completo, bajo la expectación de un público histérico, con el sonido de la lluvia invernal repiqueteando en los cristales, bajo el desafino de la orquesta perturbada por los gritos, y un crítico de la función nombraría el suceso, intercalado con su opinión de la obra, así se hablaría de su muerte y el trae y lleva la convertiría en una leyenda del teatro.

Otra posible forma de morir que había pasado por su imaginación, la provocaría una rápida y ansiosa ingesta. Se le quedaría atascado un hueso de aceituna en la garganta y aunque estaría en una cena, en casa de unos amigos recién casados, por azares del destino ninguno de los presentes sabría realizar la maniobra de Heimlich y la ambulancia no llegaría a tiempo, por lo que moriría acompañado de algunos de los seres más cercanos a su corazón, asfixiado por su aperitivo favorito por excelencia.
Su imaginación le proponía otras opciones de morir, como cuando por un dolor ingresaba de urgencia. El apéndice lo metería en quirófano, una operación sencilla, pero el cirujano llevaría cuarenta y ochos trabajando sin descanso, y entre el café, la cocaína, las enfermeras escasamente familiarizadas con quirófano y la falta de sueño, al hombre se le iría la mano cortando en el lugar equivocado, y una aguda hemorragia le provocaría una muerte por negligencia.

Otra probabilidad, era la de encontrar la muerte en la calle, caminando hacia el trabajo. Le caería una chinita, una ínfima piedrecita, desde una chimenea de la azufrera en construcción y justo en ese instante estaría mirando las nubes negras del cielo, pensando en la lluvia que se avecinaba y en que no tenía paraguas encima, cuando la china se acercaría a su frente a gran velocidad, atravesando el cráneo hasta el cerebro, partiendo la medula en dos, lo que provocaría su caída al suelo, espasmos, el movimiento involuntario de sus piernas, muriendo fulminado ante la atenta y terrorífica mirada de los transeúntes. Pero eso ya le había ocurrido a otro.

Nunca las ficticias muertes que se le ocurrían a su curiosa y excéntrica imaginación, le causaron miedo alguno, pero había una posible muerte que era incapaz de imaginar, la de fenecer sin ella, sin recuerdos del cariño, del tiempo y el espacio. No podía imaginar la muerte sin haber follado su cuerpo hasta que le hubiera aguantado el suyo, sin hacerle el amor a sus ojos un millar de veces multiplicado por más veces, sin contemplar la lejanía de su mirada o la cercanía de sus palabras, sin haber mordido sus labios todos los minutos de vida que le restaran. Le era imposible concebir una muerte sin haberla llevado volando a la luna, sin haber bailado al mismo ritmo o sin la música de los recuerdos, sin besarla de punta a punta, de norte a sur hasta empapar las sabanas con el deseo y la pasión de infinitas noches, de infinitos días. Sin haber guardado bien su olor y su sabor, hasta hacerlos propios de sus sentidos, hasta que estuvieran enquistados en su ser.

Aunque moría solo con sentir su presencia en el mismo edificio, no podía imaginar terminar la vida sin haberla disfrutado hasta el más mínimo de sus suspiros, hasta el más tenue aleteo de sus pestañas o la dulzura de cualquier palabra que saliera de su boca. No solo quería una vida a su lado antes de morir, quería la eternidad, porque una vida a su lado no le era suficiente para que pudieran decir en su sepelio Descanse en paz.

Licencia Creative Commons
Relato: "Descanse en paz". por María Vanessa López Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Basada en una obra en http://relatosdelacolmena.blogspot.com.es/.

miércoles, 25 de marzo de 2015

Lo mejor



Fue uno de esos días en el que el Universo estaba caprichoso, cuando sus destinos se cruzaron. Los planetas se habían alineado y todo estaba conjugado al más mínimo detalle para que el encuentro se produjera. Sin saberlo se necesitaban, se esperaban y se presentían.

En esa cuerda invisible que nos une a las personas que se van cruzando en nuestros caminos, se colgaron la una de la otra, atadas, anudadas tan fuerte que a veces les dolía. Tal fue la conexión, que se convirtieron en un lado derecho y un lado izquierdo.

Compartieron botellas de vino, música, sueños y realidades, balcones y ventanas, el traqueteo de un tren, noches eternas de fiesta, atardeceres interminables y amaneceres fríos, cálidos y borrosos. Lloraron por las risas y también por las penas, las pérdidas y las alegrías, y estuvieron juntas en la salud y en la enfermedad, compartiendo frustraciones, éxitos y derrotas. Vacaciones emocionales y en avión, lejos y cerca, solas y en compañía. Atravesaron hombro con hombro ventiscas y huracanes, cruzaron de la mano desiertos y hasta el mismo infierno hubieran bajado la una por la otra.

Solo un monosílabo era suficiente para reconocer sus penas o dolores, solo una mirada cómplice valía para decir muchas cosas y un suspiro para decirlo todo. La empatía era tal que si a una le dolía a la otra también, y con espadas, con los puños o con uñas y dientes se defendían, y se curaban las heridas que les dejaban los roces de la vida. La complicidad era fácil, espontánea y de verdad, atada con un nudo fuerte a base de confianza, de cariño, de sentimientos, secretos inconfesables, solo reservados para las dos aunque eran solo una, un lado derecho y un lado izquierdo.

La una no era sin la otra, y crecieron, evolucionaron, buscaron y perdieron, pero encontraron lo mejor, sus mutuas compañías y momentos, lugares, canciones y anécdotas, desayunos, almuerzos, meriendas y cenas, recuerdos imborrables de toda una trayectoria vital.

Y el final llegó, pero ni siquiera cuando cruzaron las oscuras cortinas de la muerte se olvidaron la una de la otra, compañeras de vida en lo bueno y en lo malo, y sus almas se buscaron y se encontraron, porque ni la misma parca pudo separar lo que el Universo había unido.

Para Hiurma.

Licencia Creative Commons
Relato: "Lo mejor". por María Vanessa López Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Basada en una obra en relatosdelacolmena.blogspot.com.es.

lunes, 2 de marzo de 2015

Posible



Todas sus frustraciones las apagaba con el cielo. Era la vía de escape perfecta para huir del bullicio, de los empujones estresados de niños convertidos en adultos malcriados. Con solo un movimiento de cuello, se evadía del mundo que le rodeaba, con solo mirar al cielo infinito era capaz de viajar gratis por unos segundos, por unos minutos y a veces hasta por unas horas. La gran ciudad le quedaba grande, calles abarrotadas, los mismos sonidos todos los días, los tacones contra la acera, los quejidos de los coches, de los transeúntes, el malhumor, la prisa, la indiferencia, lo acompañaban hasta el trabajo.

Cada céntimo que caía en su cartera, lo destinaba a mimar su visión del mundo. A través del objetivo de su cámara captaba la tranquilidad que necesitaba, imágenes que nunca se iban a reproducir de la misma y exacta manera, personas anónimas moviendo montañas y el cielo. Cirros, estratocúmulos, nimbos capturando el sol y el azul. Rosa, púrpura y el rojo atardecer, la tormenta con la lluvia y el movimiento sinuoso de las nubes sopladas y arrastradas por el viento, pasaban a través de su objetivo, buscando la colección perfecta de la bóveda celeste.

El tiempo que le dejaba el trabajo, lo dedicaba a viajar, a capturar cielos increíbles, a reflejar en sus fotos la humildad de la naturaleza, a la que tan agradecido estaba por regalarle la vida a sus ojos. En Lisboa contempló como el cielo en cuestión de milésimas de segundo cambiaba de forma y color, transformándose las nubes con la danza del aire caliente. Fotografío el cielo de los cinco continentes, la Antártida con los días eternos, el cielo enrojecido por el fuego en Gaza, el mar de nubes de Tenerife, las nubes caprichosas en Andalucía formando platillos volantes, miles de globos llenando el cielo de Santa Clara en Argentina o el cielo nocturno de Bruselas iluminado por los fuegos artificiales para dar fin a la fiesta Wilkinson American Movie Day. El cielo abovedado de Vic o el cielo moteado en Casa Blanca, todo le valía a su objetivo.

En unos de sus viajes, visitó Nueva Zelanda, la tierra de la gran nube blanca, y allí conoció a la persona que le cambiaría la vida para siempre, que le comprendería para siempre. Se llamaba Mario, bajito, estrecho y fresco como una alberca, de un lugar y de todos, ingeniero mecánico y arquitecto, alquimista, filósofo y poliglota, pero sobre todo un amante de su trabajo y un revolucionario. Sus proyectos eran tachados de utópicos, para los religiosos una aberración, pero para él todo era posible.
Aunque desarrollaba sus proyectos en un pequeño y modesto estudio, a veces se llevaba sus artilugios de trabajo a una cafetería con terraza y acompañaba las tardes con un café con hielo. Y allí se conocieron sus proyectos y las fotos de Emilio. Desde el primer instante en el que empezaron a dialogar supieron que iban a crear algo maravilloso, estaba la idea, las ganas, la necesidad y un borrador.

Con las aportaciones de ambos, concluyeron el proyecto, viable aunque ambicioso. El resultado fue una casa en el cielo, rompiendo las leyes de la gravedad en un cuatrillón de pedazos. La meta de Mario y el sueño de Emilio estaban a punto de converger en un verdadero milagro.

Los secretos de los materiales utilizados nunca se descubrieron y no queda constancia alguna de los planos, borradores ni siquiera notas sobre el proyecto, pero después de veinte años, incontables tormentas, el sol resquebrajante, innumerables gotas de lluvia, nieve, viento compulsivo y aire terso, allí sigue la utopía hecha realidad, el sueño de dos mentes cuerdas, de dos hombres locos.

Licencia Creative Commons
Relato: "Posible". por María Vanessa López Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Basada en una obra en relatosdelacolmena.blogspot.com.es.

domingo, 8 de febrero de 2015

El psicópata.



Salí del edificio para desayunar. Acudí a la cafetería de siempre, dónde la clientela a esa hora solía ser la de siempre. No había mesas libres y me escurrí hasta un hueco que había en la barra. Le pedí a Manuel, el camarero, una tapa de lo de siempre con un codito de pan recién sacado del horno, y un café con leche. Mientras saboreaba el mejor plato de carne con papas, sentí que alguien del final de la barra me observaba, posiblemente por la rareza del desayuno. La curiosidad me condujo a echar un vistazo. Y allí sentado en un taburete estaba el hombre más pelirrojo que había visto jamás, no tenía sitio en la  cara para una peca más. Supongo que se daría cuenta de mi cara de sorpresa al encontrarme con algo tan exagerado e inusual, además de quedarme suspendida en el verde y profundo de sus ojos. Nunca había sentido deseo a primera vista. Las escenas que se me pasaron por la cabeza en el instante en que se encontraron nuestras pupilas dilatadas, inundaron a mis mejillas de un calor insoportable y rápidamente retire mis ojos de los suyos. Hasta llegué a sentirme un poco avergonzada cuando salí por la puerta del establecimiento, pero en cuanto me dio el aire, sonreí y pensé “que sería mucha casualidad volver a encontrarme al pelirrojo”.

Cuando volví a la oficina todavía tenía las mejillas sonrosadas y calientes como el pan que me acababa de comer. Pensé en el suceso unos minutos más, y lo guarde en mi memoria en la “p” de pelirrojo para proseguir con el trabajo.

De la pantalla al teclado, del teclado a la pantalla, extendí la mano para dar alcance al vaso de agua que tenía a mi derecha, ángulo desde el que se veía la puerta que daba al ascensor. Cuando di el primer sorbo, vi como salía un hombre pelirrojo y me atragante, tanto que expulse la mitad del buche de agua por la nariz. Fue patético y fui el centro de todas las miradas preocupadas. Yo solo pensaba en lo casi imposible que era encontrarme a dos pelirrojos en un par de horas ¿Y si me había seguido?

A partir de ese momento el minutero y el segundero empezaron a caminar muy lento, mientras la ansiedad por comer me llenaba la boca de saliva. Por fin llego el momento de salir de allí por una hora, respirar aire fresco, estirar las piernas, hasta llegar a la cafetería. Antes de entrar me convencí de que si el sujeto pelirrojo estaba allí, no era porque me estuviera siguiendo sino por otras múltiples razones que no tenían nada que ver conmigo. Esta vez había mesas libres. Me instale en una de ellas, y le pedí al camarero lo de siempre. Luego eche un vistazo a mí alrededor para comprobar si estaba, y con algo de desilusión comprobé que no. El almuerzo no me lo comí, lo engullí y detrás un gran vaso de agua, para facilitar la llegada de los trozos de comida a mi estómago.

Cuando salí, todavía me quedaba tiempo antes de volver a manosear el teclado, así que me senté en un banco a saborear los rayos invernales del sol. Quince minutos después, me incliné  para levantarme y entre la multitud de gente que transitaba la rambla, vislumbré una caballera pelirroja que se dirigía rápidamente hacía mí. Su mirada me atravesó, parecía que me quería comer literalmente y aceleré mis pasos sin mirar atrás. Llegué por fin al edificio con las pulsaciones a todo lo que daban. Me senté en mi silla, poniendo la yema de mi dedo en el botón de encendido y perdí la noción del tiempo pensando en el pelirrojo. De forma totalmente irracional deseaba que ocurriera algo, un contacto, un momento a solas con él. La  razón deshecho lo anterior y me agobié pensando en el final de mi jornada laboral, en volver a poner un pie en la calle y que él estuviera ahí a saber con qué intenciones, podía ser un acosador o un psicópata, puede que incluso llevará varios días siguiéndome.

Después de la tarde laboral tan poco productiva, llegó la hora de apagarlo todo. Salí muy despacio a la calle y mire a mí alrededor. Ya estaba oscureciendo, hacía frío y el suelo desprendía humedad, todavía había paraguas abiertos  pero ya no llovía, y me mezclé con la gente vigilando mis espaldas. Iba observando los puestos de la rambla, cuando me tope de frente con unos girasoles y los necesité para reconfortarme. Con las flores en la mano, seguí el camino a casa.

Crucé el puente y ya estaba a dos calles de mi destino, cuando apareció el pelirrojo de la nada y yo me quedé sin respiración. Abracé con fuerza el ramo de  girasoles y apresuré el paso todo lo que me permitían los enormes tacones que llevaba. Pude escuchar cómo me pedía que lo esperara y eso hacía que caminara con más ganas. Casi llegando a la puerta, me alcanzó. Sin aliento  agarró mi brazo, apretando en su justa medida y yo me dejé. De nuevo esa mirada, y de su boca salió el porqué de su presencia. Me había dejado algo olvidado en la  cafetería por la mañana. Se acercó a mi cara y me devolvió el deseo que me había dejado en sus pupilas, besándome sin cerrar los ojos. Metí la llave en la cerradura y el pelirrojo cerró la puerta tras de sí.

Licencia Creative Commons
Relato: "El psicópata". por María Vanessa López Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Basada en una obra en relatosdelacolmena.blogspot.com.es.

lunes, 26 de enero de 2015

Hablemos.



Vamos a hablar…

Te cuento que hoy estoy cansado, no consigo que mi cuerpo vaya a la par con mis pensamientos. Mi mente está agotada y mi cuerpo me pide más. Hoy he machacado a mi cabeza con cientos y cientos de letras, de palabras, enojos, le he lanzado miles  de “no es justo”, la he obligado a cantar y a imaginar todo lo que quiero y lo que no quiero, le he ocasionado dolor por cosas que ni siquiera sé si ocurrirán, por ese futuro incierto.

No sé que voy a hacer con esta cabeza pensante, agotadora; mi cuerpo empieza a quejarse y oigo sus gritos cada vez más altos. Los músculos de la espalda ya me han dado un toque de atención y la pesadez que sentía de vez en cuando en el estómago se ha quedado perpetua, enredada en mis intestinos. Mi cuerpo se mueve rápido, inquieto, a veces ni siquiera sabe a dónde va, mientras mis pensamientos van aún más rápido, me siento atrapado en medio de una competición que nunca llega a la meta.

Estaría bien tener un manual de instrucciones, que te indicará paso a paso que hacer con una mente cansina, que te ayudará a resetearla, pero lo he buscado y no lo hay. He leído libros sobre las mentes machacantes, pero mi cerebro transforma las palabras en pensamientos que lo empeoran aún más. Estoy al borde del fin de la cordura. Estoy cansado de sentir pena hasta por la efímera gota de agua que desaparecerá en el asfalto o se enganchará a algún neumático que la dejará tirada por el camino, hasta que el sol la absorba.

Me hubiera gustado que en el reparto de cerebros me hubiera tocado uno más práctico, menos sensible a la luz, al ruido, a las palabras que se convierten en mensajes inoportunos que se pasan el día bombardeando a las neuronas, a la pena y el dolor ajeno, a la humanidad que se despedaza. Deseo…deseo que mi cabeza aprenda a vivir, porque esto no es vida.

- ¿Qué hago?
- No lo sé, solo soy la gota que colma tu vaso.

Licencia Creative Commons
Relato: "Hablemos". por María Vanesa López Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Basada en una obra en relatosdelacolmena.blogspot.com.es.

lunes, 12 de enero de 2015

El vuelo.



El vuelo salía temprano. Revisé el equipaje de mano, una  mochila dónde metí todo lo necesario para convertir a un vuelo de ocho horas en algo medianamente ameno. Salí de casa con bastante tiempo, el necesario para facturar la maleta, tomarme un malo café de aeropuerto y fumarme un cigarro acompañado por el trajín de personas, carritos hasta arriba de maletas y bultos varios, despedidas y bienvenidas.

Me puse en la cola para embarcar, tenía delante  a unas treinta personas y detrás calculé unas cuarenta más. Pensaba en lo apretados que estaríamos en aquel avión, suplicaba al universo que me tocaran compañeros silenciosos y que el almuerzo rozara lo decente.

Puse los pies en el avión y me dirigí a mi asiento, 7b. Ya los que iban a ser mis compañeros durante más de ocho horas estaban sentados. Saludé amablemente y me introduje en el asiento, coloqué la mochila con el avituallamiento debajo y me abroché el cinturón. Mi compañero de ventanilla tenía una acusada tos, y mi compañero de pasillo daba toquitos con los dedos en el reposabrazos, nervioso, se le veía tenso, así que estaba claro que el universo no había escuchado mis ruegos.

Nada más despegarse el avión del suelo, mi compañero de ventanilla se tomó una pastilla con un escandaloso sorbo de agua, se colocó un antifaz y pidió a la azafata que lo despertará cuando fuera la hora del almuerzo. Me quedé más tranquilo, uno menos. Mi compañero de pasillo no se movía, miraba a  un punto fijo y seguía agarrado fuertemente a los reposabrazos. Yo me dispuse a sacar de la mochila mis artículos de entretenimiento y una bolsa de regaliz rojo. No sabía por lo  que empezar, así que me decidí a ejercer mi cerebro y hacer algunas páginas de autodefinidos. Cuando iba por la octava definición, el compañero del pasillo comenzó a moverse, se desabrochó el cinturón y se dirigió al servicio, dejando tras de sí un tufillo a perfume.

Al volver, pude ver por el rabillo del ojo como se interesaba por mis labores, y temía que fuera de esos que no llevan nada para matar al tiempo y se dedican a buscar víctimas para aliviar su aburrimiento, después  de leer y releer la revista del avión y el menú. Ya había completado la tercera página y me había comido cuatro regaliz, cuando el hombre aburrido se dirigió a mí. Primero me pregunto si sabía decirle cuanto tiempo llevábamos de vuelo, cincuenta minutos. Seguidamente me preguntó por el libro que asomaba de mi mochila, uno que me había recomendado mi hermana, “El Ocho”, que todavía no había comenzado, ya que me lo había comprado especialmente para el largo viaje, así que poco le pude decir.

Tras un rato de tranquilidad comenzaron a proyectar una película. El caballero del pasillo, se colocó los auriculares y estuvo enganchado una media hora, hasta que volví a tenerlo encima de nuevo. Me ofreció unos  anacardos, que me intercambio por dos regaliz; la verdad es que casualmente era mi fruto seco favorito y no me pude negar, sabiendo que ese acto abriría un largo e inevitable diálogo. Sin venir a cuento, el caballero que se presentó como Diego, me confesó que había volado ciento y una veces, pero que aún así no podía evitar ponerse algo nervioso. Me di cuenta de que tenía que hacer una obra de caridad con aquel hombre y formar parte de su entretenimiento, durante aquel vuelo de ocho horas y algo más.

Tenía que hacerle las preguntas adecuadas para inducirlo al monólogo, y así mantenerlo entretenido mientras yo pensaba en mis cosas. Le pregunté por el motivo de su viaje, pero esa cuestión tuvo una respuesta rápida y esquiva. Le pregunté por su profesión, y resulto que era viajero. Me interesó mucho su respuesta, y supongo que al ver que había captado mi atención se lanzó al monólogo.

“Provengo de una familia acomodada, así que nunca he  tenido la necesidad de trabajar. Mis padres nos inculcaron a fuego a mis hermanos y a  mí, que la mejor inversión para nuestro  dinero era viajar. No sé cómo lo hacían mis progenitores pero siempre había dinero para recorrer mundo. Mi abuelo materno, ex-teniente coronel, a veces se unía a nosotros, y en una ocasión nos llevó a España, donde le esperaba un buen amigo, Francisco Franco. Fuimos invitados a su casa para degustar un selecto almuerzo. Fue un momento nutricionalmente traumático cuando me pusieron delante un plato de codorniz acompañada de coles de bruselas, y las miradas de mis padres se me clavaban enviándome señales para que me las comiera sin rechistar. Yo lo intente, pero solo el olor de aquellas coles en miniatura me provocaba arcadas y en cuanto mastique la primera, el desayuno de media mañana subió rápidamente desde mi estómago para salir disparado directamente a la camisa de nuestro anfitrión. La vergüenza  de mi familia era palpable, pero a su vez la cara de aquel hombrecito cubierto por mi vómito provocó risitas entre los comensales. Luego supe quien era. En otra ocasión viajamos a Argentina. Fue un viaje fascinante. Conocimos a Caridad, de dudosa reputación y mal hablada, pero a mis padres les cayó en gracia, tanto que le propusieron que nos sirviera de guía a cambio de un pequeño sueldo diario. Cada lugar, cada paisaje, cada persona que conocí en mis innumerables viajes dejaron en mi ser una huella imborrable, y en esta ocasión, fue la visita a las Cataratas de Iguazú. Recuerdo que Caridad colocó mis manos detrás de mis orejas, con las palmas mirando hacia delante y me sugirió que cerrara los ojos, y escuché el rugido del agua, cada gota, cada chorro, cada salpicadura, cada latido de mi corazón y sentí el sereno del salto del agua, y me emocioné. Hubo otro viaje inolvidable para mí. Fuimos a Liverpool, y no conocimos a Los Beatles pero si a Mishell, la sensual protagonista de una de sus canciones. Lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Casualmente se alojaba en nuestro hotel, y el botones que era un licenciado en trae y lleva, nos informó de la presencia de aquella divina mujer. La belleza convertida en perfección, dulce, movimientos sinuosos, fue la primera mujer que me provocó una erección, y eso no se olvida ni con amnesia. He estado en todos los continentes, he comido desde serpiente hasta saltamontes rebozados, he visto la aurora boreal en Noruega desde la cubierta de un  barco pesquero y el parto de un canguro en Australia al atardecer, he viajado para acudir al entierro de mis padres y mis hermanos, y ahora viajo solo”.

La azafata lo interrumpió colocándole delante la bandeja con el almuerzo. Comimos en silencio. Cuando terminamos, Diego se levantó para ir al baño. Al regresar sacó del compartimento superior una pequeña maleta. Abrió la cremallera y la manga de una chaqueta verde militar asomó. Se la enfundó en los brazos y alargo uno de ellos hacia mí para que le estrechara la mano, algo que me sorprendió, pero lo que me dejó al borde de una crisis  de ansiedad fue cuando me dijo “me  bajo aquí, gracias por la charla”, y en un abrir y cerrar  de ojos, ¡PUF¡, desapareció de mi vista. Me quedé pegado en el asiento, sin pestañear ¿Fue un sueño? ¿Era el último viaje de Diego? ¿Era un fantasma? o ¿Todo aquello había sido una alucinación causada por una posible intoxicación debido a la heroína que tenía instalada en el último tramo de mi intestino? Fuera lo que fuera fue mi último viaje como mula.










Licencia Creative Commons
Relato: "El vuelo". por María Vanessa López Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Basada en una obra en relatosdelacolmena.blogspot.com.es.