domingo, 28 de diciembre de 2014

La lluvia.



Veinte días y veinte noches llovió, y veinte noches y veinte días de mis ojos llovió.
Al principio me dijeron que era “depresión estacional”, por lo visto el invierno causaba efectos demoledores en algunas personas: tristeza, sueño, apatía, y con el paso de los días se va mitigando, pero en mi caso no fue así.

La lluvia no cesaba, aflojaba, venía acompañada de viento, de truenos, pero no se iba y de mis ojos tampoco. Me dolía todo el cuerpo, las entrañas se me aflojaban y el apetito era escaso. A pesar de estar acompañada prácticamente todas las horas del día, me sentía sola, abatida, cansada de llorar, cansada de dormir, cansada de mi misma, de no saber  el por qué  de aquella pena y el por qué de aquella catarata que emanaba de mis ojos. Pastillas, terapia, meditación, pero nada conseguía arrancar de mí el dolor que me provocaba la lluvia invernal.

Por  azares de la vida, en unos de esos días de consulta, conocí a Enma, más anciana que joven. Me observaba desde su asiento, y yo podía notar que la mirada que me proyectaba era de pura lástima hacia mi persona, mi aspecto debía  de ser deplorable. Se acercó a mí, ocupó el asiento de al lado, y como si me conociera de toda la vida, me preguntó el motivo de mi presencia en aquella consulta abarrotada. Antes de contestarle, de nuevo y sin motivo aparente mis ojos volvieron a llorar desconsoladamente. Cuando el nudo de la garganta me lo permitió, le hablé de mis síntomas, alegando que por lo general solía ser una persona positiva, alegre, y mi vida rebosaba éxito, tenía amor cuando quería y soledad cuando la necesitaba, era dueña de  mis emociones, pero ahora, había perdido el control absoluto  de mi existencia.

La desconocida asentía con la cabeza, y al concluir con mi monólogo existencial, me cogió de las manos y me preguntó si creía en las vidas  anteriores. La verdad es que ni  creía ni dejaba de creer, en ese sentido me  declaraba agnóstica. Enma me contó que ella realizaba regresiones y creía que yo era víctima de una vida anterior, lo que hacía que mi presente se tambaleará. En ese momento no entendí cómo había llegado a aquella conclusión, pero mi desesperación era tan grande que accedí, y deje mi dolor en manos de aquella desconocida, que podía perder.

Concertamos una cita, y al cabo de los días bajo sus indicaciones, fui  a su casa. Durante algunos días simplemente estuvimos charlando de nuestras vidas, nuestra infancia, nuestros orígenes, como si fuéramos viejas amigas que recordando sus autobiografías. Según ella esto era necesario para realizar la regresión, conocernos, confiar la una en la otra. Enma me dio sus referencias, me habló de sus experiencias en otras sesiones, de sus éxitos y también de sus derrotas, siendo franca conmigo  admitió que no siempre daba buenos resultados, pero que era un porcentaje muy bajo. Pero confiaba en ella.

Al cabo de tres semanas, para Enma ya estábamos listas. Había dejado de llover, y el invierno estaba instalado por completo, y aunque mis ojos me habían dado una tregua, aquella oscuridad invernal me seguía provocando tristeza, ahora acompañada por náuseas y vértigos. Y llego el día señalado,  casualmente bañado por los rayos del sol y yo estaba medianamente bien, animada como hacía tiempo que  no lo estaba.

Me dirigí a su casa dándome un paseo, absorbiendo la vitamina D que me regalaba el sol invernal. Apreté el timbre y sin preguntar quién era, Enma abrió. Me estaba esperando con una taza humeante de uno de sus brebajes, una mezcla de hierbas con una cucharadita de azúcar moreno, me dio un abrazo de treinta segundos e invitó a  mi persona a sentarse en el sofá. Mientras nos  bebíamos la infusión, Enma  me iba contando: “se trata de alterar los estados de tu consciencia, de que recuerdes acontecimientos de tu supuesto pasado, intentaremos reestructurar la situación y entender el posible origen de tus afecciones psicosomáticas. No te puedo garantizar que demos con la solución hoy, posiblemente necesitaremos otra sesión, pero nunca se sabe”.

Me recosté en el sillón, cerré los ojos, estaba relajada, cómoda y escuchaba la voz de Enma, diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno…

“Estoy en una casa que me resulta familiar, conozco los muebles, escucho el repiqueteo de la lluvia en las ventanas, hace frío. Estoy de pie frente a  una puerta, la abro y de ella sale un fuerte olor metálico, es repugnante. Busco en la pared el interruptor de la luz, pero no doy con él, en su lugar encuentro un quinqué, lo enciendo y me mareo al ver sangre por todas partes. Me acerco a la cama, hay un bulto cubierto con una sábana bordada empapada de sangre, la estoy quitando lentamente, siento pánico pero a la  vez curiosidad…soy yo, ¡estoy muerta! Oigo un ruido, ¡me quiero ir! ¡me quiero ir!”

Uno, dos, tres, y desperté con la voz de Enma. Las lágrimas  saltaban de mis ojos, aterrorizada, pero no sabía por qué, no me acordaba de nada. Todo lo que había dicho bajo el trance estaba anotado en un cuaderno. Respiré buscando resuello y cuando mis nervios se calmaron, concertamos otra cita para la semana siguiente.

Ya estaba recostada, me había tomado la infusión, y Enma ya iba por el cinco, y de nuevo ya estaba dentro de mi consciencia.

“Oigo un ruido, alguien viene. Me escondo detrás de una butaca, tapizada con raso color gris marengo, el tacto me resulta familiar. Alguien entra. Es un hombre, lo conozco, pero no sé de qué. Se para delante de la cama y llora mientras acaricia mi rostro sin vida, yo estoy paralizada, siento un hilito de respiración. El hombre se dirige al escritorio, enciende un quinqué que hay encima, y saca de la gaveta un cuaderno con las tapas de piel. Se pone a escribir, golpea con el puño la tabla y termina la escritura guardando el cuaderno del lugar de donde lo extrajo. De un soplido apaga la luz y vuelve a la cama para besar mi frente cadavérica y cubre el cuerpo con la sabana. Lo oigo salir. Salgo de mi escondite y coloco la oreja en la puerta pero no consigo oír nada. Me dirijo a la gaveta y saco el cuaderno: Diario de Antonio De Rajuela Iriarter. Lo dejo caer al suelo, el corazón me aprieta el esternón, es el nombre de mi tatarabuelo, y recuerdo la historia  de la muerte de su mujer, un crimen pasional perpetuado por un criado obsesionado con ella.  Y recuerdo la casa y los muebles, y mi parecido con ella. Recojo el cuaderno y leo las últimas páginas donde Antonio confiesa el crimen, dos crímenes, ya que al inocente acusado lo cuelgan en la finca de las ramas de un roble. El motivo de su crimen fue por celos, era tan hermosa que no soportaba compartirla ni siquiera con sus cinco hijos, no soportaba que la miraran por la calle, le hervía la sangre incluso cuando el tendero le rozaba la mano para coger las monedas, la quería solo para él…y sigo escuchando la lluvia golpeando los cristales de los enormes ventanales”.

Uno, dos, tres,  y desperté delante de Enma. El dolor se había ido. Sentía alivio y llore, pero de felicidad.

Volví a la casa de mis tatarabuelos, derruida, abandonada, y el roble todavía estaba allí seco y viejo, plantado en la finca poblada de malas hierbas y trastos oxidados de labranza. Entre y busque la habitación, destartalada, polvorienta, y milagrosamente encontré el cuaderno. La tinta estaba algo borrosa pero allí seguía legible la confesión.

Transmití el mensaje a mis familiares, incrédulos comparamos la letra de Antonio con cartas que tenía mi madre de su puño y letra, y por fin la verdad me hizo libre.

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Relato: "La lluvia". por María Vanessa López Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
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miércoles, 10 de diciembre de 2014

La habitación.



Mientras el agua se iba deslizando hacia el desagüe  de la bañera, mezclada con la espuma que salía expulsada a borbotones de la esponja, la colocó de espaldas y lentamente comenzó a enjabonarla fijándose en cada detalle de su piel, dejando que la espuma se deslizará hasta llegar a  sus firmes nalgas. Las frotó con delicadeza, para continuar con las extremidades inferiores. Seguidamente, la giró hacia él, y mirándola a los ojos enjabonó sus brazos, sus manos, su largo cuello, llegando a los pechos, firmes y redondos, apretando la esponja entre ellos, donde se formaba una  cascada que bajaba hasta el pubis y desaparecía en los muslos. Bajó hacia los pies, para volver a subir pasando por sus rodillas y levemente, rozó su entrepierna.

Cuando finiquitaron el baño, secaron sus cuerpos, él uno al otro, con dos  minúsculas toallas eliminando por completo de sus pieles cualquier atisbo de humedad. Se rodearon con los brazos y sumidos en el arte de besar se dirigieron a la habitación, colocándose delante del espejo, para observar sus cuerpos desnudos, encontrados.

La cama solo vestía la sábana bajera, dos cojines, y una jarra de agua en la mesita; era su lugar predilecto para dar rienda suelta a sus erotismos. Con unos leves empujones, poco a poco ella lo guió hacia el camastro, dónde se acomodaron uno frente al otro para contemplarse una eternidad. Las miradas, reanudaron el intercambio de saliva y las manos de ambos empujados por las ganas, envolvieron la desnudez de uno y de otro. No se podía adivinar dónde empezaba él y dónde acababa ella, se habían convertido en un amasijo de piel sudorosa, que retozaba a un ritmo pausado y elegante. Ningún pedacito de sus cuerpos se quedo sin una caricia de sus labios, dejando un rastro de saliva que provocaba en ambos altas dosis de excitación.

Los labios húmedos de él recorrieron ambos lados de su cuello, pasando por la barbilla que mordió suavemente. Con paciencia y lentitud fue besando su esternón hasta que se concentró en su pecho derecho, lo succionó, dándole ella un suspiro a cambio de tanto placer. Fue a por el otro pecho con más ímpetu, y se mantuvo enganchado a él hasta que se quedó satisfecho, mientras su compañera le acariciaba el pelo y los lóbulos de sus orejas con las yemas de los dedos. Continuó besando su barriga, su ombligo, hasta encontrarse con el pubis, y deslizándose como una serpiente, encajó su cabeza entres ambos muslos, saboreando cada momento, y cuando los gemidos de ella dejaron de oírse en la habitación, él concluyó con su inmersión.

Se acariciaron largo tiempo, hasta que ella cogió las riendas, y bajando sinuosamente por el cuerpo de su amante, introdujo en su boca el miembro viril, que la esperaba desconsolado. Él ardió, se conmovió y con un arranque de pasión descontrolada la agarró por las axilas y la subió hasta su boca para volver a tenerla de frente, necesitaba comerse sus labios.  Seguidamente, ella se instaló a su lado dándole la espalda, dejándose querer, y él con lentitud y firmeza introdujo su falo en el contorsionado cuerpo de su amante, apretándola contra él, comenzando un baile erótico que terminó con las primeras luces del ocaso.

Las sábanas amanecieron empapadas de sudor, revueltas, testigo de aquel encuentro secreto, amoral y perverso para las mentes de muchos, para la sociedad acusadora  y temible. Algo que irremediablemente pensaban los dos en silencio, mientras él se colocaba el alza cuellos y ella su pequeño hábito color azul, para dejar tras de sí al amor y al arrepentimiento, en aquella habitación de las afueras con baño privado.

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Relato: "La habitación". por María Vanessa López Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
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