sábado, 19 de diciembre de 2015

Huele peste



Llevaba meses pendiente de esa casa. Tenía la mejor orientación de todo el vecindario y un jardín sublime; dos plantas más un altillo, cinco habitaciones, tres baños, un salón como el de una academia de baile, una cocina con lo último de lo último y una hermosa isleta ocupando el centro. La ubicación era perfecta, casi increíble y yo me llevaría una enorme comisión si la vendía en un mes.
Por fin tenía las llaves en mi poder, era mía y con ella la suculenta recompensa. Me gustaba visitar las casas antes de enseñarlas, para comprobar que todo estuviera en orden, colocar un poco de sutil ambientador y abrir las ventanas para que saliera el olor de la soledad.

Cuando metí la llave en la cerradura y la gire, todo mi ser inhalo la peor de las pestes. Nunca un olor me había provocado antes náuseas, lo que me condujo a la arcada, terminando inevitablemente mi desayuno, en el felpudo de la entrada, un comienzo nada halagüeño. Me quité la corbata para usarla como máscara de gas y entre convencido de que me iba a encontrar un cadáver en algún lugar de aquella casa, nunca había olido la muerte, pero ese olor tan pestilente no podía ser sino el de un cuerpo en descomposición.

No quería tocar nada, hasta estar seguro de que no había ningún cadáver degollado o mutilado, por si tenía que llamar a la ley. Saqué la linterna del llavero y fui examinando cada habitación, rincón y agujero de aquella apestosa casa, y no hallé nada.

Abrí la puerta del salón que daba al jardín y pude respirar sin envenenarme las fosas nasales, y sentí el alivio más grande que he experimentado hasta ahora. Me armé de valor y abrí el resto de las ventanas, con lo que conseguí aliviar un poco la peste, pero solo un poco. Aquel terrible olor nauseabundo se había pegado a mi ropa y a mi pelo, a los pelillos de mi nariz, era casi insoportable, y sobre todo un misterio que tenía que resolver y ventilar en dos días.

Comencé mirando en los baños, dentro de los armarios, gavetas, detrás de los muebles, en la lavadora, la nevera, el horno, el altillo, me volví loco, y nada. Revisé los muebles de la cocina más de cinco veces, ya que era la instancia de la casa que más peste desprendía, así que  me centré en ella, eliminando el resto  de la casa de mi plan de trabajo. Volví a repasar cada rincón de aquella moderna cocina y nada de nada, así que se me ocurrió que quizás debajo de los tablones del parqué, podían estar descansando en paz algunas ratas, y de ahí aquel olor que te daba ganas de llorar.

Me quité el traje, la camisa y aunque me lo pensé dos veces me dejé puestos los calzoncillos y los calcetines, y antes de ponerme manos a la obra, me contemplé desde arriba y sin poderlo evitar, me reí de mismo. Con la ayuda de un cuchillo de punta redonda y un pequeño martillo, fui levantando una por una aquellas tablillas de color gris ceniza. Después de quitar compulsivamente más de una veintena, me agaché y con la linterna pude comprobar que debajo de aquellas tablas no había ningún cementerio, solo restos de las losetas setenteras originales de la propiedad. Estaba agotado y asqueado, pero aún así dejé el suelo como estaba, mientras pensaba en otras posibilidades, totalmente cubierto de sudor  e inhalando  aquella peste.

No se me ocurría nada. Pensé que se me podía a ver pasado algún rincón, alguna puerta secreta, así que volví a examinar la vivienda de nuevo, sin resultados óptimos. Estaba al borde de la desesperación y a punto de perder el olfato, cuando vi una solitaria y olvidada fregona en un rincón, y lo vi claro, había llegado el momento de desinfectar la  casa de arriba a abajo. Me duché y envolví mi cuerpo mojado en un rollo de papel de cocina, y con el traje puesto, sin calzoncillos ni calcetines me tiré a la calle en busca de una tienda, en busca de todos los productos desinfectantes que existieran.

Cuando volví con todo lo que pude conseguir, desde lejía con perfume limón hasta amoniaco, me volví a quitar el traje, y como mi madre me lanzó al mundo y con la peste metida en la nariz comencé con el zafarrancho de limpieza, y como acompañamiento de fondo  “I want to break free”. Dejé para el final la cocina, la instancia más perjudicada. La repasé con estropajos, eché el líquido que me recomendó el simpático chaval de la tienda por el desagüe del fregadero, limpié el horno y la nevera, y fregué el suelo tres veces con una mezcla explosiva: lejía, amoníaco, sotal y fregasuelos con aroma a rosas. Olía a rayos e incluso se podía ver como del cubo de fregar emanaba una densa neblina, pues ni eso hizo desaparecer el terrible olor que seguía inundando la casa.

Ya no sabía que más hacer, la peste me había vencido, me podía olvidar de la venta y la jugosa comisión, y tal fue la decepción, que aún a riesgo de coger la peor de las infecciones, me senté desnudo en el suelo a regocijarme en mi derrota. Mire hacia arriba, rodee con la mirada la estancia, y me di cuenta de que había un pequeño armario al lado del extractor, sin tirador, casi imperceptible, a simple vista parecía una chapa sin más, algo decorativo.

La esperanza me incorporó del suelo, y con la ayuda de un taburete alcancé el armarito. En ese punto la peste era insoportable, así que asqueado pero alegre, lo abrí y me vomité. Era como si una nube del infierno hubiera salido de aquel pequeño armario, y aunque ya no tenía nada en el estomago, continué con arcadas, y no tuve más remedio que improvisarme otra máscara de gas con los calzoncillos, olor que prefería un trillón de veces. Volví al armarito, y con la ayuda de las servilletas, saqué un pequeño bulto envuelto en un forro de plástico muy fino, sin duda el origen de aquella tremenda peste.

Me daba curiosidad ver lo que era, ver qué era lo que me tenía allí desnudo, con mi ropa interior tapando mi nariz y mi boca, desquiciado, con amagos de desmayo. Al retirar el envoltorio, simple y llanamente era un trozo de queso, un trozo de queso apestoso, y no me podía imaginar a un ser humano, cuerdo o no, comiéndose aquello. Pletórico  por haber dado con el problema, envolví el queso, y metido en una bolsa se fue a la basura, con parte de mi asco. Volví a limpiar toda la cocina, y por supuesto el armarito paso por diez  desinfecciones concienzudas, y el olor fue desapareciendo. Y después de capas de lejía y ambientador, por fin, la casa ya estaba lista para darme la comisión.

Con el tiempo supe por el antiguo dueño de la casa, que ese queso apestoso era inglés y se conocía como “Obispo Apestoso”, bastante codiciado por los sibaritas del queso; yo a raíz de aquella apestosa experiencia tengo rechazo absoluto hacia el queso, en cualquiera de sus variantes, porque hasta el de olor más suave me recuerda al día más apestoso de mi vida.




Licencia Creative Commons
Relato: "Huele peste". por María Vanessa López Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Basada en una obra en relatosdelacolmena.blogspot.com.