domingo, 19 de octubre de 2014

Mi abuelo



 Mi abuelo vivía en el campo, en una casita blanca, con tejas de un color anaranjado, pobladas de verodes y gatos hambrientos, que mantenían alejados a roedores y lagartos. Era grande, bien distribuida y confortable. En invierno su interior se mantenía cálido y en verano era un placer echarse una siesta en el saloncito, arrullado por el fresco que te regalaban las paredes encaladas. No había muchos muebles, los necesarios para vivir cómodamente, nada de trastos inútiles. Aquella casa respiraba armonía, cada cosa tenía su lugar y estaban colocadas de forma estratégica para hacerte la vida más fácil.

La humilde casa tenía un pequeño terreno en la parte de atrás, y allí mi abuelo había levantado dos muros de piedra, que sirvieron de soporte para una enorme plancha de uralita. En aquel cuarto improvisado colocó dos burras y encima una  tabla, puso algunas estanterías en la pared del fondo con herramientas varias y botes de mermelada que él mismo hacía, y terminó construyéndose un pequeño cuarto de trabajo, sin puerta. Le encantaba hacer cosas con las manos, desde un timple con una calabaza de agua a una jaula para hurones. Había construido un baúl donde guardaba una escopeta de cartuchos, de cuando cazaba, afición que tuvo que abandonar por un problema de la vista, y que yo tenía terminantemente prohibido abrir, no podía ni mirarlo.

Mi abuelo era como aquella casa. Ordenado, tranquilo, cálido y fresco a la vez. En su pequeño armario solo tenía lo necesario, tres pares de pantalones, dos largos y uno corto; tres camisas, dos de invierno y una de verano; un traje elegante de tergal; cuatro calzoncillos y cuatro pares de calcetines, dos gruesos y dos finos. En su zapatera, colocados en diminutos  estantes, unas playeras, unos zapatos de vestir bien betunados y su tesoro más preciado, un par de botas de cuero, de aspecto bruto, tosco, con la suela de caucho, hechas y cocidas a mano por un viejo amigo argentino. Llevaban con mi abuelo cuatro décadas, y lo habían acompañado por riscos, arena, barrancos y veredas. Cuando se las ponía parecía más ágil, y nos echábamos a caminar por el campo, hasta el risco y desde allí veíamos el atardecer comiendo manises.

Tenía buen físico para su edad, era alto, corpulento y tenía casi todas las piezas dentales. Su cabeza conservaba el pelo en su totalidad, alguna entrada asomaba en su frente, pero nada alarmante, y blanco como la espuma de la malta. Todo lo que vivía en su cara era grueso, sus cejas, su nariz, que le había crecido considerablemente y desde donde últimamente le solía colgar una gota de moquillo. Las arrugas también eran gruesas, tan gruesas que cuando se acostaba de lado, todas ellas se superponían y su cara parecía la de un sharpei. Sus orejas habían crecido igual que su nariz, y de ellas brotaban unos pelos canosos y retorcidos que nunca se cortaba; decía que si estaban ahí, por algo sería.

Su dieta se basaba fundamentalmente en frutas, manises, queso azul, sopa de ajo, malta, arroz y sardinas, y lo mejor las papas fritas crujientes. Las cortaba finitas y las freía hasta dejarlas con un aspecto churruscado, las rociaba con sal y para rematar aquella delicia rayaba queso por encima, que se fundía suavemente. Me encantaba observarlo durante todo el proceso, mientras la boca se me llenaba de agua, eligiendo con la mirada las papas que mas rebosado de queso tuvieran para comérmelas en cuanto el plato chocara con el mantel de la mesa.

En casa de mi abuelo no había ni televisor ni lavadora. Junto al nuevo cuarto de las herramientas, había una pila de lavar donde dejábamos la ropa impoluta, y colgadas de pared a pared había unas liñas para tender la colada todas las mañanas después de desayunar. Era un hombre de rutinas. Prácticamente todos los días repetíamos lo mismo, menos los sábados que lo dedicábamos  a la pesca y los domingos que íbamos a jugar a la petanca. Por la mañana desayuno, lavar la ropa, arreglar el jardín de la entrada, una ducha, ir a comprar el pan y fruta al mercado municipal, comernos un codito de pan de camino a casa, preparar la comida, y echarnos en las hamacas del saloncito a escuchar la radio. Mi abuelo era devorador de crucigramas, se pasaba horas consultando las páginas de un diccionario de sinónimos y antónimos, gordo y viejo, que le servía  de ayuda para completar complejos galimatías de palabras, que eran todo un desafío. A media tarde nos íbamos a caminar por el campo, y ya de vuelta preparábamos la cena.

Yo aprovechaba para leer los libros asignados por mis padres para aquel verano, pero mis ojos se posaban en las botas que asomaban por la zapatera mal cerrada, y me imaginaba la tierra que habían pisado, el polvo y la arena. Podía ver a mi abuelo subiendo dunas, cruzando puentes de piedra, levantando las piedrecillas del camino y sumergiendo aquellas curtidas botas en las huellas de la lluvia.

La lectura que tenía ante mí, era distinta a las de otros veranos. El personaje principal me recordaba a alguien, me resultaba familiar. El libro narrado en primera persona, contaba la historia de un hombre secuestrado en Argentina, en Buenos Aires, dónde contaba con todo lujo de detalles las atrocidades que había padecido durante su cautiverio. No sé por qué a mis padres se les ocurrió darme aquel libro tan inquietante. Seguí leyendo, asqueado en algunos momentos, pero la historia me atrapó. Aquel hombre valiente sobrevivió a la picana, a las interminables sumersiones en agua fría, golpes, hambre, a la privación de sus sentidos y a la pena de perder a amigos muy queridos, y al final del relato se convirtió en un nuevo superhéroe para mí.

Nunca me interesaba por el nombre del autor, la lectura era una obligación, pero esta vez miré detenidamente en la cara del libro, y allí escrito en letras negras con algo de relieve estaba el nombre de mi abuelo.

Licencia Creative Commons
Relato: "Mi abuelo". por María Vanessa López Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Basada en una obra en relatosdelacolmena.blogspot.com.es.

sábado, 11 de octubre de 2014

El tren



En tiempos bélicos todo vale y todo cambia. Desaparecen paisajes, se hacen añicos los recuerdos de los muros que el viento arrastra hacia las esquinas que ya no existen, las personas pierden la voz y se llenan los cementerios de héroes sin nombre y las calles se abarrotan de niños sin rumbo.

Una mañana de marzo de 1944 irrumpieron en las vidas de seis hombres un grupo de las S.S. El primer individuo fue un médico polaco, lo pillaron visitando a personas impedidas bajo un coste elevado. Era un superviviente, los pogromos hicieron que huyera de Polonia y paso de ser un hombre humilde, a un hombre chanchurero que se aprovechaba de los demás sin miramientos. Al segundo individuo lo encontraron escondido dentro de un baúl en la trastienda de su joyería, con toda la mercancía puesta encima, esquelético y delirando. Había preferido su riqueza antes que a su familia, que se habían marchado todos, quedándose sólo con aquella tienda llena de cristales rotos, con la única compañía de cucarachas y roedores, y su kipá casi pegada a la sucia y grasienta cabellera. El tercer delito lo cometió un camarero homosexual, al que pillaron con fotografías donde su persona aparecía en situaciones deshonestas. A pesar de que era discreto con respecto a su sexualidad, era evidente que alguien lo había delatado. Al cuarto individuo, ruso de nacionalidad, lo abordaron en la puerta de la oficina de correos, acusándolo de espionaje. El hombre había servido en instituciones educativas durante más de veinte años, educando a  aquellos que ahora se lo llevaban como a  un animal, decepcionado y humillado. En una iglesia, durmiendo en el confesionario, detuvieron al quinto individuo, un alemán al que la polio le había convertido su pierna izquierda en algo inservible, y su delito era ser una carga económica para el estado. Y cogieron al sexto y último individuo en una cafetería, mientras saboreaba un delicioso café bautizado con un poco de coñac. Era de etnia gitana, trabajador y muy activo en la vida social, iba a la iglesia y ayudaba a los más necesitados, que en aquellas alturas del conflicto eran demasiados, pero para el Estado él era uno más.

Este pintoresco grupo fue llevado a la estación de Sobibor. Aturdidos por el sonido de los trenes que salían llenos y llegaban vacíos, los seis individuos se bajaron de los vehículos de sus captores, y fueron conducidos a uno de esos vagones de ganado de los que algunos de ellos habían oído hablar. Tras empujones e insultos, los colocaron delante de aquella enorme caja de madera, provista de una única y pequeña ventana ataviada de barrotes y alambres. Una masa de hombres los recibió, ayudándolos a subir, para que se unieran aquel amasijo desordenado de seres humanos que ocupaban por entero el espacio. Tras un grito de unos de los S.S., la puerta del vagón se cerró, produciendo un sonido que nunca olvidarían, tras el que se pudo escuchar el silbido del tren avisando de su salida.

Los raíles atravesaban paisajes que tenían todavía un aspecto invernal. El frío había convertido al vagón de ganado en una enorme cámara frigorífica. Para combatirlo, se abrazaban unos a otros, soportando sus alientos hambrientos. Los seis individuos, como fueron la última adquisición, estaban aplastados contra la puerta de hierro herrumbrosa y congelada, notando como el entumecimiento se instalaba en sus articulaciones, en sus músculos, calando al fin sus huesos. Sin mediar palabra, se fundieron en un abrazo colectivo, como si fueran un grupo de amigos que hacía mucho tiempo que no se encontraban. Pasadas las horas, algunos tuvieron la necesidad de consumar una necesidad fisiológica, y el cubículo comenzó a heder a orina, y se escucharon los primeros lamentos y preguntas, en ruso, alemán, polaco, rumano. Un polaco opinaba que las guerras se creaban para equilibrar la natalidad, y ahí es a donde iban, al lugar donde se deshacían del exceso de población. Otro, alemán, que había vivido en el gueto de Lodz, estaba convencido que los trasladaban a un lugar similar hasta finiquitar la guerra, a lo que tuvo respuesta. Un grupo de alemanes, a los que apenas podía ver entre la muchedumbre, afirmaban con la voz apesadumbrada que se dirigían directos a los brazos de la parca. Otros pocos callaban, y el grupo pintoresco comenzó las presentaciones. El judío, el gitano, el cojo y el homosexual, hablaban alemán y el ruso hablaba algo, pero lo entendía todo. El polaco solo hablaba en su lengua natal y algo de esperanto, así que tuvo que valerse de las señas para  concluir con las presentaciones.

El judío era un tanto vanidoso, aseguraba que estaba allí por error, que tenía mucho dinero, que se iban a enterar cuando llegaran, que conocía a alguien importante que lo iba a poner todo en su sitio. El  gitano desprendía templanza y se limitó a escuchar al resto. El cojo, no se cortaba en nombrar a las santas madres de algunos, blasfemando y despotricando sin ningún tipo de pudor. El camarero usaba la razón y sabía que su futuro cercano era cavar sus propias tumbas. El ruso se ofrecía a intentar solucionar esta situación cuando llegaran a su destino, aportando que era un buen orador. Y el polaco, que llevaba abrigo de sobra, calló reflejando en sus gestos ignorancia.

Lo que todos tenían claro, menos el judío que estaba envuelto en soberbia y el polaco que no se enteraba de nada, era que no estaban dispuestos a dejar que acabaran con sus vidas fueran a donde fueran sin luchar.

Había pasado un día y medio cuando el tren comenzó a aminorar la marcha. Todos se quedaron en silencio, intentando escuchar algo de lo que ocurría en el exterior, hasta que sintieron la sacudida de la frenada. Al cabo de unos minutos, comenzaron a escuchar disparos, órdenes y gritos, seguidos de una fuerte explosión. El silencio volvió, acompañado de leves quejidos y pasos lentos, cautos, que se acercaban al vagón. Estaban algunos a punto de vomitar, debido al intenso olor a orina concentrada, cuando oyeron el sonido con el que habían comenzado el camino, y se hizo la luz.

El vagón echó el aliento, y los individuos saltaban a borbotones, empujándose, torpes en sus movimientos debido a la incomodidad de sus ojos al encontrarse de nuevo con la luz solar, lo que les impedía ver quién había abierto aquella jaula, y sus piernas débiles que a más de uno lo hizo desplomarse.

Poco a poco, la figura de varios hombres y mujeres se fueron desvelando ante sus ojos. En alemán les indicaban que corrieran, haciendo aspavientos con los brazos cargados de pistolas y fusiles indicando ambos lados del camino, con los rostros salpicados de sangre. En un principio, algunos de ellos dudaron, pensando que en cuanto salieran corriendo les dispararían por la espalda, pero al ver a otros decididos desapareciendo entre la maleza, se animaron y dejaron el miedo y la desconfianza atrás.

Aquellas personas eran lo que quedaba del grupo de resistencia La Rosa Blanca, que aunque eran pocos seguían luchando contra aquel sistema cruel y homicida. El grupo pintoresco se quedó plantado delante de ellos sordos a sus indicaciones, sólo admiraban a sus libertadores, con el rostro inundado de alivio hasta que el ruido ensordecedor de los bombardeos hizo que corrieran y corrieran sin mirar a atrás, olvidando quienes eran y porque estaban allí.

Lograron salvar sus pellejos, se mantuvieron unidos hasta el final de la guerra, hasta el final de sus días, los que terminaron luchando por recuperar su sitio en aquella sociedad desmoronada llena aún de prejuicios.

Licencia Creative Commons
Relato: "El tren". por María Vanessa López Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
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