martes, 1 de septiembre de 2020

Sin par

 

Quiero dejar constancia de una verdad incómoda de la que nadie habla.


Nací ya en un matrimonio concertado, en una fábrica textil en Australia. Los dos de buena familia, buenas costuras, hilo de algodón, finos pero resistentes, tinte granate, por supuesto natural y para terminar unas sutiles rayas azules. Debido a nuestro estatus nos metieron a los dos en una elegante cajita, con una gran lazada, y una etiqueta dónde figuraba nuestro origen, calidad, número e instrucciones para darnos el adecuado lavado.


De la fábrica viajamos a una tienda dónde había pares de diferentes colores, dibujos y tallas; hasta la rodilla, tobilleros, a media canilla y unos modernos, los invisibles. Estanterías y estanterías llenas de pares colgados en ganchos, con sus cuerpos expuestos, manoseados por los clientes, y luego nosotros, la élite de la tienda, guarecidos en nuestra acogedora cajita, enrollados y calentitos, solo manoseables por la persona elegida, por aquella que quitara el precinto de calidad.


Al poco tiempo cambiamos la tienda por el que sería nuestro hogar, un enorme cajón perfumado, poco iluminado para nuestro gusto y algunos vecinos. La comunidad estaba formada por prejubilados gastados en la punta y el talón, unos quintillizos de diferentes colores, pares de otras nacionalidades, de lunares, con flores, de superhéroes y algunos más atrevidos con transparencias y viritos de encaje. Y al fondo del cajón estaban los gastados, esos que aunque ya no se usan no se tiran por si acaso, revueltos con los de uso concreto, los de invierno y los de montaña, y con esto se terminaba el inventario de nuestra nueva morada. 


Cuando nos usaron por primera vez fue inolvidable, cubriendo aquel pie con la pedicura perfecta, estirados dentro de aquel cómodo y suave zapato. Después del paseo nos dieron un baño a mano, con un jabón delicioso y nos secamos con el aire de la ventana, con las punteras al viento. Volvimos al cajón y contamos nuestra experiencia a la comunidad de vecinos, y a partir de ese momento comenzaron los murmullos...”ya verán estos dentro de un par de usos, cuando se cansen de lavarlos a mano, para la lavadora como el resto...deja que los usen sin la pedicura hecha...y cuando los suban al cuartito y pasen días allí o peor que se pierda uno de los dos”...Pero nosotros no hicimos caso, pensamos que simplemente eran meras leyendas textiles.


Pasaron los días y nos volvieron a usar, pero esa vez no fue tan agradable. La uña del dedo gordo tenía una horrible astilla y durante todo el paseo la tuve incrustada entre un punto y otro, terminé molido, y pensé en los murmullos de los vecinos, pero no sería nada, sería simple casualidad. Luego llegó la tercera salida, y esa vez no hubo lavado a mano, fuimos directos a un cubo, separados el uno del otro, mezclados con prendas extrañas, olores fuertes y desconocidos para nosotros, humedad y aglomeración.


Al cabo de los días nos llevaron a otro cuarto, pequeño y oscuro, y nos metieron a un puñado dentro de una caja metálica. Tuve suerte y dentro encontré a mi otra mitad, nos agarramos fuertemente presos del pánico, viviendo en nuestros propios hilos aquellas leyendas que creíamos urbanas. De repente nos tiraron un líquido encima, cerraron la puerta, y detrás de un clic la caja metálica comenzó a llenarse de agua, nos pegamos a una de las paredes curvadas, y todo comenzó a dar vueltas. Nos chocábamos unos con otros, algunos nos liamos, y la velocidad aumentaba cada vez más, y nos apretábamos más y más, y más velocidad, tanta que algunos vomitaron. Poco a poco empezó a frenar, y pudimos atender a los mareados, a lo que se habían quedado atrapados dentro de otras prendas y consolar a los que se habían encogido. Nosotros perdimos la intensidad de nuestros hermosos colores.


Estuvimos allí encerrados horas, hasta que por fin abrieron la puerta. Poco a poco fuimos depositados en un cubo y nos colgaron aleatoriamente en unas cuerdas, a mi me tocó junto a mi par pero hubieron otros que no tuvieron tanta suerte. Cuando el sol absorbió la humedad de nuestros cuerpos, nos enrollaron y volvimos al cajón. Allí todos nos miraron con compasión, nos sentíamos moralmente sucios después de aquella orgía textil, pero la comunidad nos dio apoyo y nos quitaron las bolitas.


Después de unos días de descanso volvimos a cubrir aquellos pies, y fue un día agotador. El roce del zapato me hizo una pequeña herida en el talón, dos puntos me dieron, y para mejorar el día vuelta al cubo con las demás prendas. Mi pareja y yo nos mantuvimos juntos, pero cuando nos estaban metiendo en la caja metálica me caí debajo de ésta, y perdí el conocimiento.


Recuerdo que cuando volví en mí, estaba oscuro, olía a humedad y estaba rodeado de pelusas, tapas pegajosas de los botes de jabón, trabas de la ropa mutiladas, partidas a la mitad, monedas convertidas en zombis verdes con un pelillo blanco y asqueroso, y me di cuenta de que era un calcetín perdido. Estuve allí debajo mucho tiempo, aturdido, sin fuerzas para moverme, con las costuras molidas, enganchado a las pelusas. 


Al cabo de los días me arrastré y asomé la puntera, y lo que vi me dejó con las costuras abiertas. Delante de mi se erguía una montaña de prendas que tenía como base una gran manta, que más tarde supe que era El Gran Edredón, la prenda más sucia y longeva del cuartito, y su cima estaba coronada por unas babuchas de leopardo. Me arrastré un poco más, hasta que conseguí salir entero, estimulado por las pelusas y otras sustancias que mi cuerpo fue absorbiendo por el camino. 


Conseguí llegar a la base de la montaña y allí me encontré con dos bragas hasta arriba de suavizante y detergente en polvo con ganas de fiesta, y yo ya iba puesto de pelusas, así que sin pensármelo me uní a ellas. Me llevaron a la zona más oscura y peligrosa del cuartito, la esquina de los paños de cocina, duros como piedras, cubiertos de todo desde quitagrasa hasta pastillas para la cal, eran los amos. Me invitaron a un espectáculo, íbamos a ver al único en su especie allí, en siete años no había aparecido nadie como él en el cuartito, lo llamaban El Boxer y ofrecía un show de variedades; fue una noche tremenda y confusa.


Al día siguiente me desperté entre las dos bragas, con pelusas por todas partes y un fuerte dolor de puntera. Poco a poco me fueron llegando flashes de lo que habíamos hecho, y recordé a un paño de cocina vomitando lo que parecía pan rayado refrito, unos leotardos dándome la vuelta y a una bayeta para el polvo, el resto estaba borroso. Me levanté como pude y mientras estiraba las costuras sentí un leve dolor por encima de la zona del tobillo, me había desteñido con lejía, y me di cuenta de que aquella noche me había cambiado, ya no era igual que mi pareja, mi querido par, ahora era simplemente un impar, un solitario perdido entre bragas y pelusas. 


Estuvimos de fiesta unas cuantas noches más, a tope de quitamanchas y pastillas antical, intercambios de pareja, una locura de bacanal textil, enredado entre las bragas de encaje, tangas y fajas, un frenesí que no había experimentado nunca, estaba totalmente fuera de mi zona de confort, hasta que de mis costuras surgió una vocesita. Comencé a padecer una tremenda sensación de pérdida y a pesar de que las bragas y el paño de cocina intentaron animarme, yo no levantaba la puntera, así que decidí que tenía que volver al cajón, necesitaba recuperar mi vida, y entre todos ideamos un plan. 


Para llevarlo a cabo me pusieron en contacto con el sujetador deportivo, que a cambio de pelusas haría de catapulta y me lanzaría hasta la cima del Gran Edredón. Una vez allí solo tendría una oportunidad para llegar de un salto al techo de la caja metálica, poner mi cuerpo a la vista y esperar a que la puerta del cuarto se abriera y se dieran cuenta de mi presencia, y aunque sabía que muchos de los que estaban allí lo habían intentado, y siempre los dejaban para otro lavado, otro día, otra semana, otro mes, otro año, yo quería intentarlo. 


Y llegó el gran día. Después de despedirme de mi amante de encaje y del resto del grupo, me subí en uno de los senos del sujetador. Con ayuda del leotardo se estiro y salí volando por los aires hasta que mi ligero cuerpo chocó contra El Gran Edredón. Sin pensármelo mucho cogí impulso y me lancé al vacío hacia el techo de la caja metálica, y pleno, lo había conseguido, ahora solo tocaba esperar.


Mientras estuve allá arriba solo con mis pensamientos, comencé a sentirme confuso, a pensar en que era lo debía hacer y lo que quería hacer, y por primera vez reflexioné sobre mi vida. La primera reflexión, que no estuvo mal perderme para encontrarme y la segunda que me gustan las bragas. Y se abrió la puerta y sin pensármelo dos veces me lancé al suelo, porque llegué a una tercera reflexión, que prefería ser un calcetín perdido, desparejado y sin igual, y practicar la bragafilia, a padecer una vida rutinaria y aburrida. No quería terminar mis días en el montón de los calcetines sin usar, quería disfrutar un poco más de aquella vida loca en aquel cuartito, pero más que nada no quería hacerme cada día la misma pregunta...¿qué hubiera pasado si me hubiera quedado? 


Porque no hay que olvidar que la vida de un calcetín es efímera, así que preferí fallar en el intento a lamentarme por no haberlo intentado.


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