martes, 26 de agosto de 2014

El escritor



Llevo delante de la pantalla semanas y nada. No se me ocurre nada. Después de tanto éxito, de tantas alabanzas, premios, palmadas en la espalda, de páginas inigualables, no se me ocurre nada. Intento rebuscar en mi memoria algún atisbo de mi creatividad, pero lo único que consigo es un tremendo dolor de cabeza.

Me voy a la calle a ver si pasa algo. Lo observo todo con mi mirada especial, busco alguna historia, a algún personaje pintoresco, una riña de enamorados, algo que alimente a mi imaginación. Veo a los abuelos vigilantes acomodados en un banco del parque, apretados unos contra otros, con los ojos puestos en los nietos que se lanzan por lenguas de acero, que se balancean directos al cielo en esos asientos que chirrían, oxidados. Sigo caminando, a mi derecha ruge una fuente y el sonido del agua cayendo al enorme recipiente de piedra amarillenta hace que me detenga. De repente recuerdo que tengo que pagarle al casero la factura del agua. Introduzco los dedos debajo de la gorra y me rasco la cabeza, porque tengo el cuero cabelludo irritado, se deberá a que no paro de rascarme, estar en blanco me provoca ansiedad. El timbre del teléfono me hace dar un respingo, ¿quién será?, espero que no sea él. Pero en la pantalla leo su nombre, y no lo descuelgo. Lo dejo sonar.

Cruzo la avenida, y tengo que apresurarme porque el semáforo es muy rápido. Una señora que va casi corriendo, embutida en un traje con estampado de leopardo, para mi gusto vulgar, me golpea suavemente en el hombro, y me doy cuenta de que todas las personas que deambulan a mí alrededor tienen prisa, pero yo en estos momentos no necesito a la prisa. Detengo mis pasos delante de un escaparate, es una joyería, me quedo embelesado con el brillo de las piedras preciosas engarzadas en anillos de oro y platino, en gargantillas delicadas que embellecerían el cuello de cualquier mujer por muy difícil de mirar que fuese, pendientes, aretes, pulseras cargadas de puñados de diamantes y zafiros, que parecen pesar un quintal. Repaso el interior de la tienda, pero nada interesante que destacar.

Me dejo llevar por mis pies hasta la plaza mayor, y siento que mi cerebro está podrido, nada me motiva. Los escalones que llevan a la catedral están cubiertos de plumas y excrementos, y pienso en los pobres desgraciados que se habrán resbalado encima de ese rastro de cigüeña. Bajo lentamente y me siento en el suelo. Cierro los ojos y respiro profundamente, inhalo por la nariz, exhalo por la boca tres veces, abro los ojos, y me imagino a mí mismo contemplando el espectáculo que está a punto de comenzar. En la plaza se concentran todo tipo de personas, gitanos palmeando cajas y tambores, otros cantan y bailan, con una fresca cerveza en la mano y un cigarro en la otra, que la mayoría de las veces les abrasa la piel. Los bancos de piedra están repletos de gentes, que admiran el arte calé. Estudiantes, personas que simplemente pasan por delante sin inmutarse, ancianos alimentando palomas, mendigos, borrachos que se animan con el baile, niños moviéndose  al ritmo de los tambores, y a pesar de tal estampa, no se me ocurre nada. Es como si a mis musas se las hubiera tragado el triángulo de las Bermudas. Tengo hambre sobre hambre, me había olvidado de comer, creo que esta mañana comí algo, o fue anoche, no me acuerdo, pero mi estomago gruñe y se retuerce recordándome que está ahí. Conozco un bar aquí cerca donde hacen buenas tostas. Me dirijo hacia allí, arrastro una silla hacia una mesa solitaria, y le pido al chico de la barra una tosta de gambas y una caña de cerveza. Tres tostas y tres cañas más tarde, abono mi factura y salgo más derrumbado que nunca.
Nada de lo que veo y oigo me entusiasma. Es hora de volver a casa.

Antes de encender la luz, veo el piloto del ordenador brillando, parece que respira. Me quedo delante del escritorio a oscuras pensando que tengo que comprar un radiador, la casa está helada. Le doy al interruptor, se hace la luz, levanto la tapa del ordenador y ahí está esa página en blanco, ese galimatías que no puedo resolver. Derrumbo mi cuerpo en el sillón, me pongo el cojín en la boca y grito, grito, grito.

Estoy vacío, se acabó, no me voy a permitir más oportunidades. Por todas esas obras, por la literatura misma, perdí la posibilidad de ser amado, olvide mi camino  y la noción del tiempo, me olvidé de lo que se siente al recibir un abrazo de treinta segundos, me olvide de trabajar para vivir y lo que hice fue vivir para trabajar. Y ahora me abandona la inspiración, lo único que mantenía a mi espíritu. Me quito de en medio, nadie me va a echar de menos, bueno sí, mi editor que no deja de llamar.

Subo a lo más alto del edificio, la puerta está cerrada, no se permite a los inquilinos entrar aquí. De una patada reviento el candado, abro un poco y me cuelo. Cierro tras de mí, la puerta produce un sonido hiriente. Estoy en la azotea de un edificio de doce plantas, y si me lanzo desde aquí, seguro que no sobrevivo, mi cuerpo se estallará contra la acera rompiéndose como un puzle. Asomo mi cabeza a la cornisa y me mareo porque tengo algo de vértigo, la verdad es que no sé por qué se me ocurrió este plan, pero estoy decidido a hacerlo, ahora o nunca.

Estoy intentando encaramar mi cuerpo al muro para lanzarme al olvido, y a la vez que cojo impulso me vuelvo a marear al comprobar la acelerada caída que me espera. Estoy recobrando el aliento, y mi nariz percibe un olor agradable, a limpio, haciéndome recordar que tengo dos trajes y una camisa en la tintorería, bueno, se lo darán a alguien que los necesite. La verdad es que son mis trajes favoritos, ¿y si caen en malas manos?, bueno, ya no puedo hacer nada. Estoy aquí para acabar con esta burla de vida. ¿Qué día es hoy?, se me olvida algo que pasaba hoy, ¿qué era? ¡ah, sí, me traían la nueva impresora, me había olvidado! Está empezando a oscurecer, voy a intentarlo otra vez, al menos esto me tiene que salir bien. Y justo cuando consigo sentarme en el muro entra un mensaje en mi teléfono. Será mi editor, ¿y si es otra persona? Intento no mirar al frente, pero el vértigo aparece más agudo y el viento moldea mi ropa como si fuera plastilina, pero bajo esa ropa mi cuerpo está tenso, tengo un nudo en el estómago. Con una mano me aferro al muro para no caerme y con la otra saco el teléfono del bolsillo y me dispongo a leer el mensaje. Son buenas noticias. La declaración de la renta me sale a devolver, mil quinientos treinta y seis euros. Me da que pensar. Ese dinero me vendría muy bien. Está la tintorería, el recibo del agua, la impresora e incluso me podría permitir un capricho. No sé qué hacer, ¿me quito de en medio o lo dejo para otro día? Bueno, mejor será dejarlo para otro día.

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Relato: "El escritor" por María Vanessa López Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
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domingo, 17 de agosto de 2014

La encuesta


Un domingo 19 de abril de 1995, mientras arrastraba el peso de su espalda hacia la cocina, el sonido de unos nudillos firmes en su puerta lo dejó de piedra. Inmóvil, esperó que fuera quien fuera se marchase, pero volvieron a golpear con más fuerza. Lentamente se acercó a la puerta y dirigió su ojo derecho a la mirilla. Un hombre joven, de unos treinta y pocos, lo saludaba desde el otro lado, exhibiendo una enorme y amable sonrisa. 

Parecía inofensivo, mejor compañía que la soledad que vivía con él, así que abrió la puerta y se saludaron al unísono con un cordial buenas días. El joven le explicó el porqué de su visita y le pidió disculpas por molestarlo en domingo. Como no tenía ningún otro compromiso, accedió a su proposición, responder a  “la encuesta de la vida”.

La primera pregunta, su edad, setenta y ocho años. La segunda, ¿en una escala del uno al diez, cómo puntuaría su vida hasta este mismo instante?, con un siete y medio. Veras, viajando por la vida he conocido y me he dejado conocer por personajes variopintos. Tragasables, contorsionistas, médiums, chamanes, caníbales, cantantes de ópera y traficantes de cocaína, entre otros muchos. Cada uno de ellos me dejó en la memoria experiencias de un valor incalculable. He aprendido y he enseñado mucho a lo largo de mi existencia.

La tercera, ¿cree usted que la vida está bien planteada?, la vida es rara, yo lo hubiera hecho de otra manera. ¿Cómo lo haría? Para empezar cambiaría el final, nada de  sufrimiento ni dolores agudos, ser dueños de nuestro cuerpo y nuestra mente, dejar este mundo con dignidad. También propondría conocer con exactitud la fecha en la que termina nuestro contrato, para organizarnos la vida con el tiempo que tenemos. No creo que a nadie le guste quedarse con esa sensación de anhelo por las cosas que no hemos hecho, por las palabras que no hemos pronunciado.  

La cuarta pregunta, ¿si volvieras a nacer, que no repetirías?, el mal uso de mis inteligencias, les haría más caso si tuviera otra oportunidad. Y la quinta y última, ¿estás preparado para irte?, estoy deseándolo. Ahora, al final del camino, sólo me queda una mochila llena de nostalgia, fracaso, éxito y enfermedad. El macuto me abarca toda la espalda y su peso, algunos días insoportable, confunde a mi equilibrio y termino en el suelo sin oponer resistencia. Intuyo que mi fin esta próximo, acechando en alguna esquina. 
No me da miedo morir, entiendo el contrato. Con toda sinceridad mi mente quiere quedarse pero mi cuerpo no puede, ya no están en armonía, me canso de luchar con los días. Y la soledad me ofrece demasiado tiempo para pensar. No sé qué me ocurrirá cuando cierre los ojos, pero seguro que será mejor que este panorama de abandono y soledad, o eso espero.

El joven concluyó el ejercicio y en silencio anotó algo en los bordes de las hojas. A continuación, rompiendo el mutismo, le comunicó que su tiempo había terminado a la vez que le hacía entrega de su certificado de defunción. Además añadió que sus sugerencias aportadas en la encuesta se tendrían en consideración para su próxima vida. Se dirigió a la puerta y antes de salir pudo oír cómo las arterias de aquel hombre se setenta y ocho años se partían, sintiendo como su corazón hervía hasta llegar al punto de ebullición.

Descanse en paz. Y cerró la puerta.

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lunes, 11 de agosto de 2014

A lo más alto


Con diez meses comencé a andar, y con quince meses trepé por mi primera estantería. Siempre me obsesionó alcanzar altura, llegar a lo más alto, contemplar lo de abajo con otra perspectiva.

Subirme a las sillas me permitió llegar a las mesas, y mis ansias por conquistar la altura, me daban las fuerzas necesarias para arrastrar las mesas hasta las estanterías por las que trepaba con tesón y paciencia, hasta que mi cabeza chocaba contra el techo. Por muy altos que fueran los muebles, por muy lejos que llegaran las escaleras, siempre me quedaba con ganas de más. Me divertía la sensación de estar con los pies en el aire, sentir mi cuerpo en suspensión, el riesgo de la caída, y cuando conquistaba uno y otro, y otro, cada vez más altos e imponentes, sentía ganas de iniciar un nuevo ascenso.

Mi siguiente aspiración fue lanzarme desde un trampolín, pero antes tuve que aprender a nadar, enseñanza que no me apetecía nada, pero todo o casi todo requiere pequeños esfuerzos. Practicaba todos los días, y cada vez que mi brazo se introducía en el agua tibia de la piscina y sacaba mi cara para coger aire, me veía a diez metros de altura, lanzando mi cuerpo al vacío sin consciencia de peligro. Sólo visualizarlo en mi mente me producía una libertad absoluta y placentera. El salto requería de un alto grado de precisión, así que tuve que practicar, y aunque a veces me daban ganas de rendirme con la idea de un reto que no consumiese mi tiempo, esos diez metros volvían a mi mente y se disipaba cualquier idea de retiro, aunque día tras día pasaba por el mismo trance, por el mismo dilema.

No me interesaba competir, ni continuar en el equipo, mi interés era únicamente el salto, y aunque el tiempo pasó muy pausado, lo conseguí. Y allí estaba, a diez metros de altura, con los pies en el borde del trampolín, mis piernas juntas, mi cuerpo extendido como una pértiga, coloqué con calma mis brazos ligeros sobre la cabeza, y con una sonrisa en los labios me balanceé suavemente, con seguridad, y como a cámara lenta me impulsé hacia delante precipitándome, disfrutando de cada milésima de segundo, libre como los Alisios, podía sentir la velocidad en los músculos de mi cara, hasta que mi cuerpo penetró en el agua como un proyectil, superando aquellos diez metros. Salí como una exhalación, sorprendido por los aplausos de los que allí se encontraban. Ya lo había conseguido, y era el momento de dejar lo que había empezado con tanta pereza.

Buscaba los edificios más altos, y subía a sus azoteas, algunas prohibidas, y me alongaba todo lo que podía por sus muros y barandillas, miraba hacia abajo, contemplando la maqueta que tenía bajo mi mirada. Me divertía cerrar un ojo, y pellizcar a los diminutos coches con mi índice y mi pulgar, casi imperceptibles desde algunas alturas que visité. Me gustaba cerrar los ojos, para sentir el aire que me ofrecían las cumbres de aquellos edificios, pero necesitaba que mi cuerpo estuviera más involucrado, para alcanzar la libertad a la que estaba enganchado.

Cuando terminé de asaltar las azoteas de los edificios más altos, decidí recurrir a las montañas y barrancos, conquistar la altura con mi cuerpo, con mi mente, como un ser completo, y allí me fui. Escalé por paredes escabrosas, barrancos húmedos, laderas cubiertas de hielo y nieve, siempre con el riesgo de compañero. Sentí la falta de oxígeno más de una vez, las sienes a punto de estallar, los músculos paralizados por el frío y molidos por el esfuerzo, pero me compensaba, porque pude ser espectador de amaneceres y ocasos, y de hermosas auroras boreales. Me encontré con laderas inmensas de hielo que parecían los gigantes espejos de un palacio, contemplé una cara del cielo que nunca más he vuelto a ver, me peleé con ráfagas de viento y nieve, caí mil veces al suelo, y a pesar de todo disfruté cada milésima de segundo de las maravillosas postales  y oportunidades que me ofrecía la conquista de la altura.

Y cuando me gané la cima más alta, una terrible ansiedad sacudió mi mente, ¿y ahora, qué? Cerré los ojos, respiré profundamente para recuperar el control de mis inhalaciones y exhalaciones, sintiendo poco a poco la entrada lenta del aire fresco por mis fosas nasales, tenía que reposar mi corazón, bajar las pulsaciones, relajarme, no pensar. Me encontraba en el lugar más alto del planeta, así que no podía permitirme el lujo de malgastar ni un solo instante en pensamientos banales. Observé con calma las fotografías que estaban ante mí, elevé la mirada hacia arriba para contemplar el cielo infinito, el más azul y limpio que he visto jamás. Y la ansiedad se esfumó al contemplar toda la altura que me quedaba por conquistar.

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martes, 5 de agosto de 2014

Días díficiles


Marcial era el mayor de 24 hermanos y siempre tuvo ideas revolucionarias, más o menos desde que empezó a andar. Su padre era militar, así que cambiaban de residencia constantemente. Pasaron por Barcelona, Ceuta, Lugo, Canarias. En la Isla Bonita conoció a Lula y allí se quedó.

Lula era una mujer de campo, la pequeña de tres hermanos, que consideraban que por su condición de mujer no debía tener a su alcance los privilegios de la lectura y la escritura; su lugar estaba en la cochinera o en el huerto dejándose la piel. Eran aquellos tiempos en que si una fémina enseñaba los tobillos se la consideraba una fresca.

Su historia nació en un baile, siempre bajo la mirada atenta de la carabina, la madre de Lula, que no se separó de la pareja en toda la noche. Mientras sus cuerpos se movían con los compases de la música, aquella chica sencilla se dejaba seducir por la rebeldía de aquel muchacho que narraba con todo detalle los lugares y vivencias que llevaba en sus bolsillos. 

La vida en el campo era plácida, con la naturaleza a su merced, alejados de las normas del mundo exterior. Fueron dos vidas plenas, tanto que  tuvieron un hijo en pecado. Cuando el pequeño tenía tres años decidieron establecerse en la capital y casarse. Lula cosía y bordaba paños y manteles para las extranjeras, por otro lado Marcial se había hecho con un puesto de ayudante en una farmacia. Y conoció a Fermín.

Fermín iba a menudo, ya que estaba aquejado de artrosis reumatoide y precisaba de medicinas para el dolor constantemente. La mayoría de sus conocidos lo tenían por un comunista, lo que no era bueno para los tiempos que corrían pero no parecía importarle mucho, y a Marcial tampoco, ya que éste compartía con él la misma fe en el comunismo. La vida hizo que coincidieran con otras almas rebeldes y co-fundaron un pequeño partido local. 

Reunirse para debatir sobre asuntos políticos en aquellos tiempos estaba prohibido, y se castigaba a los autores sin miramientos. No pasó mucho tiempo cuando todos los miembros del partido tuvieron una visita. La benemérita les entregó uno a uno en sus domicilios particulares una citación, tenían que acudir al día siguiente por separado al cuartelillo. Marcial se quedó perplejo. Por la tarde, pidió permiso a su patrón para ausentarse, y el resto del día lo paso meditabundo con el estómago anudado.

A la mañana siguiente salió de su casa con traje de chaqueta y pantalón azul gastado, el pelo muy corto, la barba rasurada y el cuerpo asustado. Cogió el camino largo y pedregoso. A lo lejos pudo ver que alguien se acercaba de frente. Era Fermín. Arrastraba su cuerpo levantando polvo. Cuando llegó al encuentro de su amigo se derrumbó en sus brazos con el rostro inundado de sangre. Su ojo derecho había desaparecido debajo de un amasijo de piel morada y apenas podía respirar. Mientras su compadre lo sujetaba, con un hilo de voz le decía que huyera, que lo iban a matar. Marcial se quedó inmóvil, sin poder articular fonema alguno, su mente estaba batallando contra el miedo, hasta que la tos horripilante de Fermín lo sacó de su hipnosis. Arrastró por su amigo hasta la mitad del camino, mientras rebuscaba en su astucia una solución. Se detuvieron y le pidió a su magullado amigo que le contara a Lula. Marcial cogió rumbo a la cumbre, y Fermín marchó como pudo en la dirección contraria.

Bajaba un frío helado por la ladera con el viento de compañero, los dos contra el fugitivo, empujando con rabia su cuerpo aún asustado. El lugar que  iba a salvar de una paliza mortal a Marcial, estaba escondido bajo un saliente de la ladera norte que había descubierto cuando su vida estaba en el campo con Lula. Cuando llegó, el Sol empezaba a ocultarse y se adentró en una profunda cueva alumbrándose con un pequeño encendedor. Hacía frío y olía a humedad vieja. Derrotado se acurrucó en el fondo, se subió el cuello de la chaqueta y se durmió. Por la mañana estaba machacado, y allí se quedó en la penumbra chupando ramitas de hinojo y fumando picadura de tabaco. Pasó el día dormitando, pensando en Lula, en su piel tamizada de harina, tan natural que debajo de su vestimenta no solía llevar ropa interior, se sentía tan libre y despreocupada que lo seducía hasta los límites de su energía.

Pasados cinco días o quizás una semana, se atrevió a salir. Sus tripas rebuznaban y los labios secos y rajados ardían al Sol. Cuando se hubo adaptado a la luz emprendió el camino ladera abajo. El viento y el frío le dieron tregua. Sentía mucha angustia ¿Lo estarían buscando?

Con movimientos asustados y escondiéndose tras cualquier objeto, pared o medios de transporte, llegó hasta la puerta de su casa. Tras el emotivo recibimiento de su familia arrastró su cuerpo hasta el baño y se dispuso a sumergirse en el agua limpia y caliente, pero antes se miró en el espejo, como le había indicado Lula que hiciera, pudiendo observar que el pelo había perdido toda su pigmentación.

Nunca lo buscaron. Y se quedó con los cabellos blancos, testimonio del terror que sufrió en unos tiempos en que reunirse estaba prohibido.