domingo, 16 de noviembre de 2014

El cartero.


La bicicleta le estaba pidiendo la jubilación anticipada, pero consideraba que todavía podía alargar un poco más su vida laboral. En la parte de atrás, llevaba enganchada la saca de las cartas y un callejero de la parte nueva del barrio. Todavía corrían los tiempos, en el que el medio de comunicarse por excelencia  era por carta y el cartero era una figura familiar para todo el vecindario, alguien al que  siempre esperaban a veces con ansiedad, a la espera de alguna noticia importante.

Siempre se imaginaba que noticias podían contener aquellos sobres, con sellos de distintos lugares del planeta. Se inventaba historias, malas y buenas noticias, confesiones de amor, adulterios, chismes, consejos, felicitaciones, y cuando las dejaba deslizar por la boca del buzón, realizando el mismo movimiento de muñeca una y otra vez, sentía una nostalgia profunda. Abandonaba en cada entrega los  recuerdos inventados, que en cada jornada de trabajo le hacían soñar.

Para saciar su curiosidad, tenía la posibilidad de leer cartas olvidadas, sobres con la dirección incorrecta o con un destinatario inexistente en aquel barrio, que nadie reclamaba en meses e incluso en años. El interior de aquellos sobres amarillos y polvorientos, le revelaban la vida  de otras personas y disfrutaba con cada palabra.

La caja que contenía las cartas sin rescate ya estaba llena y había transcurrido el tiempo suficiente, para que el cartero se las llevara a su casa. Sentía tanta curiosidad, que nada más entrar por la puerta, ya estaba abriendo la primera  de muchas mientras se  sacaba la chaqueta a  trompicones.
La primera venía de un pueblo de al lado, su contenido era aburrido, así que ni se molestó en terminarla. La segunda venía de Venezuela, emigrante que añoraba su tierra, su gente, su comida favorita; la tercera, una invitación para llorar en un funeral. Hubo una cuarta, una quinta, una sexta, hasta que llegó a la séptima, provocándole un estremecimiento brutal. La carta decía así:

                 “Estimado señor:
                  En cuanto a nuestro trato, recuerde que la fecha debe
                  de ser la acordada, el veinte de noviembre. Acuérdese
                  de la rosa. Que parezca un suicidio. Escríbame en cuanto
                  termine el trabajo”.
                  J.M.R.

Más que una carta, era un escueto telegrama. Nervioso miro el sello, venía de Barcelona, pero eso tampoco era de mucha ayuda. No podía acudir a la policía, ya que  eso de abrir correspondencia ajena, aunque nadie las  reclamara, no era del todo legal. Tampoco podía saber si ocurriría en aquel barrio, ya que el destinatario era erróneo. Solo tenía cuatro pistas, la fecha, la rosa, el origen y las iníciales J.M.R.

El veinte de noviembre estaba cerca. El cartero no sabía qué hacer. Guardo la carta en el sobre y la metió en la gaveta de su mesilla de noche, ocultándola debajo de una revista. La tarde se le hizo eterna. Le invadían millones de preguntas, hasta que decidió investigar un poco, le llamaba la idea de convertirse en un héroe y salvar la vida de aquella victima anónima.

Lo primero que hizo fue buscar si aquellas iníciales coincidían con el listado de nombres y direcciones que tenía de sus vecinos, que era de dudosa legalidad que lo tuviera en su casa, ya que no podía salir de las oficinas de correo. Había dos nombres que concordaban, pero ¿cuál de los dos sería? Dos nombres de varón; uno vivía con su mujer y dos hijos y el otro era viudo y vivía con su hermana y su cuñado.

Ya era tarde, así que dejo la investigación y se fue a la cama, aunque apenas pudo mantener los ojos cerrados. Faltaban dos días para el asesinato.

Por la mañana temprano, llamo a la oficina para decir que estaba enfermo. Anotó las direcciones en un papel y salió a la calle, bastante abrigado y la nariz colorada, que previamente había frotado con fuerza para parecer congestionado, por si se encontraba con algún compañero, así sería más creíble lo de su enfermedad. Caminó calle abajo. La casa del viudo no estaba muy lejos. Se situó delante de ella, en un lugar estratégico, dónde podía ver quien entraba y salía. Todo estaba tranquilo, hasta que vio llegar al cuñado, solo. Éste introdujo la llave en la cerradura y empujo la puerta, que cerró tras de sí. Al cabo de diez minutos, una  guapa señorita tocaba con sus nudillos la puerta del viudo, y ésta se abrió como por arte de magia, aunque pudo ver la aguileña nariz del cuñado asomando tímidamente. Todo apuntaba a que le era infiel a la hermana del viudo, o eso parecía, además de un posible móvil. Quizás el viudo había pillado a su cuñado infiel, y éste quisiera quitarlo de en medio.

Tres calles más abajo vivía el matrimonio, y allí que fue. Era una casa grande, con jardín delantero y un hermoso aguacatero. El buzón estaba muy cerca de la puerta de entrada, y en ese momento salía la esposa  a revisar si había correspondencia. Era una mujer hermosa, delicada en sus movimientos, elegante. Tras revisar el buzón, extrajo el contenido y tras echar un vistazo a su alrededor volvió a entrar en casa. El cartero se quedo allí un buen rato, sin ver nada interesante, así que se marchó.
Al día siguiente fue a trabajar, y después de terminar su ruta, volvió a visitar las dos casas, y esta vez con la ayuda de su uniforme podría acercarse más sin parecer un fisgón. Primero fue a la casa del viudo, y allí estaba sentado en un banco de piedra que tenían en un pequeño y feo jardín. El cartero y el viudo se saludaron y el primero agilizo el paso, hacia la  casa del matrimonio. No tenía mucho y solo quedaba un día para el asesinato. Cuando llego al domicilio, se acercó  a la puerta con la excusa de depositar un panfleto informativo sobre los nuevos servicios de correos y pudo observar que el buzón tenía un dibujo. Una rosa roja decoraba la tapa, no podía ser una coincidencia. Definitivamente estaba convencido de que al día siguiente, alguien iba a morir en aquella casa, pero ¿quién? ¿a quién quería ver cadáver el marido?

Se marchó a casa con unos milímetros menos de uñas. Tenía que hacer algo, evitar el asesinato, pero era cobarde, estaba muerto de miedo. ¿Qué podía hacer un hombre solo? Tampoco estaba seguro del todo, podrían ser simples coincidencias. Y pensando en los datos que tenía, ¿qué sentido tenía que el marido mandara la carta desde Barcelona? Y era evidente que el asesino vivía en las cercanías. Le dolía la cabeza debido a tanta emoción.

El día del crimen había llegado, y decidió hacer algo. Cogió una barra de metal y un espray de pimienta, regalo de su hermano, de cuando era vigilante nocturno. Se puso ropa  y calzado cómodos y se lanzó a la  calle. Llevaba la barra de metal metida en los pantalones y el espray en el bolsillo de la chaqueta, a mano, por si tenía que entrar en acción. Llegó a la casa, y no había movimiento. Estuvo rondando, paseando por delante durante un buen rato. La sed lo agobiaba, así que entró en el bar de la esquina a refrescarse, unos minutos, y cuando salió algunas ramas del aguacatero estaban partidas. Se acercó a la casa, llegó incluso a la puerta, y ésta estaba entreabierta, la habían forzado. Mil cosas le pasaron por la cabeza, pero entró con ímpetu sujetando la barra, dispuesto a reventarle la cabeza al homicida.

Del piso de arriba llegó un grito, un golpe y pisadas. Subió los escalones de dos en dos, de tres en tres. Los pasos venían de la habitación del fondo, cuando escuchó otro grito, entonces corrió sin pensárselo hacia ella con la barra por encima de la cabeza dispuesto a machacar al asesino, con el corazón a diez mil por hora. Entró como un vendaval, ciego de adrenalina, cuando….

¡Sorpresa!  Bienvenido al Club del Misterio. Has resuelto tu primer caso.

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Relato: "El cartero". por María Vanessa LLópez Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
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