lunes, 15 de septiembre de 2014

En la azotea



Las azoteas por las noches son como diapositivas en blanco y negro. Escenarios parados en el tiempo, en calma, pero detrás de cada uno de ellos se oculta un momento, un secreto,  un motivo.

Desde la azotea más alta de la calle del viento se pueden observar todas las alturas del resto  de las viviendas. Una vista privilegiada del cielo, de la pared que parece el mar y las montañas. Por las noches las azoteas se convierten en lugares misteriosos, inquietantes, donde se dejan al desnudo secretos y frustraciones.

La casita azul del principio de la calle fue reformada hacía unos años, y la habían transformado en un pequeño edificio de dos plantas, incluyendo dos viviendas por piso, y una tercera planta, la azotea. La habían provisto de cuatro cuartos de lavar, y varios tubos de aluminio fijados en ambos lados de los muros, colocados verticalmente, donde ataron cuerdas verdes fluorescentes de lado a lado, que de noche parecían rayos X. Justo después de haber terminado el lavado de cara del inmueble se mudaba al segundo A Lucía.

Lucía tenía una belleza exótica y una figura prodigiosa. Su carácter por lo general era siempre el mismo, alegre, optimista, amable, de esas personas que se desprendían de los saludos, aunque no fueran correspondidos. Trabajaba en la biblioteca municipal, algo que le causaba satisfacción. Era independiente, tenía el trabajo que le gustaba, económicamente no se podía quejar, pero le faltaba un compañero. Se preguntaba qué tenía de malo, qué le pasaba al destino que no pasaba por su vida. Deseaba tanto ser amada, idolatrada, mimada, odiada, que se conformaba con poco. Y casualmente se cruzó con Félix. La perseguía, insistía en tener un encuentro con ella, y ella aceptó, aunque no lo deseaba a él sino al beso, al abrazo, a la sexualidad que había guardado en una gaveta. Sus encuentros se organizaban siempre de noche en casa de Lucía, y ésta después de que el amante se fuera, se ponía un chaquetón sobre su piel todavía envuelta en sudor y saliva, y subía a la azotea.

Allí sus pensamientos volaban y el aire fresco en contraste con el calor de su cuerpo recién fornicado la confortaba. Sentada en el suelo, contemplando la noche, se encendía un cigarro y pensaba en lo que estaba haciendo con su vida, con su joven vida. Sabía que él estaba casado, y que jamás apostaría por ella, y se sentía mal por la esposa y por el hijo, y cada vez que él cerraba la puerta tras de sí, se le revolvía la consciencia, se sentía sucia. Y allí sentada decidió que  esa iba a ser la última noche que se dejaba seducir por aquel desdichado ser.

Los pensamientos de Lucía volaron a la azotea de la vivienda  contigua, topándose de frente con un bollo  de crema pastelera. Éste se dirigía a la velocidad de la luz a la boca de Jaime, que todas las noches se escabullía a la azotea a zampar toda clase de dulces y chocolates. Padecía una atracción fatal por todos estos ricos manjares. Engullía cantidades ingentes de grasas saturadas y azucares, que se habían alojado en su cuerpo, dándole una forma exageradamente redonda llena de pliegues echados unos sobre otros. Pero no podía parar. Escondía  la dulce mercancía en la azotea, en un hueco que había entre uno de los depósitos de agua y la pared. Su peso dificultaba la  realización de actividades normales como atarse los zapatos o subir y bajar escaleras, pero ni aún así dejaba su vicio. Cuando llegaba a la azotea como un fugitivo, se aseguraba de que allí no hubiera nadie, y se dedicaba tiempo para aliviar el mono que tenía de azúcar. Cogía la bolsa, le deshacía el nudo lentamente e inhalaba el olor que expulsaban aquellas delicias. Se sentaba en el suelo, estiraba las piernas, colocaba la bolsa sobre sus muslos, y poco a poco iba saboreando cada bocado, cada trocito de chocolate, y se sentía bien, sonreía, era el mejor momento del día. Aquel azúcar sustituía por completo a los conflictos de la  jornada, aunque después de la ingesta se arrepentía, la culpa lo golpeaba en el estómago, y a veces lloraba. 

Pero como no lo podía dejar, más bien no lo quería dejar, en unas de esas noches en la azotea, bajo el cielo derramado de estrellas, pensó en sacarle provecho a su adicción, decidió hacerse pastelero. Abrió una tienda de bollería casera, elaborada con mucha dedicación. Se pasaba el día rodeado de natas, merengues, chocolates, bizcochos, rosquetes, vainilla, limón, y tanto empalague lo llevo a un aborrecimiento absoluto a los dulces. Y  consiguió sin proponérselo quitarse de encima aquellos pliegues que le rodeaban el cuerpo.

Mientras Jaime satisfecho, contemplaba el cielo nocturno, pero esta vez bebiéndose una cerveza, dos azoteas mas allá Luzma se disponía a tomar rayos de luna, provista solamente por la braguita de un diminuto bikini. Esta chica menuda, excéntrica y nerviosa subía a la azotea de su vivienda, en noches de luna llena para recibir su luz purificadora, que renovaban su energía y le aportaban belleza a su tersa y blanquecina piel. Era una muchacha despreocupada, no le importaban las modas, ni lo que ocurriera a su alrededor, solo se enganchaba a las cosas que le hacían sentir bien. Pero en la intimidad de sus excursiones nocturnas a la azotea, pensaba, allí tumbada, en que quizás tenía que renovar su vestuario, se daba cuenta de que la gente la observaba, obsequiándola con miradas que la repasaban de arriba abajo, y ella se imaginaba que era por su peculiar sentido de la moda. Pero de sus intrincados pensamientos, se podía oír otra voz que le decía lo contrario, ¿por qué  cambiar su estética, cuando era el reflejo de su personalidad? Y ahí en aquella azotea, mientras se daba la vuelta para broncear su espalda, se daba cuenta de que realmente sí que le importaba lo que pensaran los demás sobre su apariencia, y comenzaba un debate mental  que siempre la llevaba a la misma conclusión, ¿para quién me visto yo? Para mí, y lo que veo en el espejo me gusta. Si me miran será simplemente porque les gusta lo que ven.

Quedan unas horas para que el sol salga por este lado del planeta, y en la segunda azotea más alta de la calle, esta Alejandra. Es de madrugada, y allí esta ella tendiendo ropa y limpiando los zapatos del colegio de los niños, para levantarse dentro de cinco horas, y rezar para que la ropa esté seca, sino es así no le quedara más remedio que plancharla una y otra vez para quitarle la humedad, ya que es la única  limpia. Y mientras traba las camisas en la cuerda, repasa el día, y le pone un seis y medio, y repasa todo lo que tiene que hacer al día siguiente. Mira al cielo oscuro y nublado, y así se siente ella. Termina  de transportar la ropa mojada a las cuerdas de tender, y se alonga a la calle silenciosa, poblada de coches aparcados de cualquier manera, con el eco de fondo de los camiones de basura, que hacen su ruta nocturna. Piensa en su vida, en sus experiencias, en lo que echa de menos su libertad,  en lo difícil que era tener a dos personitas bajo su absoluta responsabilidad, cuando le faltaba madurez, cuando todavía las decisiones le echaban un pulso, ¿cómo iba a poder educar a aquellas criaturas que había parido? ¿qué consejos podía darles? El futuro la inquietaba.

Se tomaba su tiempo en la azotea para sacar de su cabeza la basura. Y cuando sentía que el frío le congelaba las orejas y la nariz, sabía que era hora de bajar a casa. Y antes de salir, percibía el olor de la ropa, y contemplaba aquellas prendas diminutas con dibujos dulces e inocentes y suspiraba, recordando lo graciosos que estaban aquellos dos pequeños individuos con ella puesta y sonreía, asumiendo al terminar la sonrisa el reto de vivir sin miedos.

Así que después de dejar en la azotea la basura, cerró la ruidosa puerta  y bajo descansada.

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Relato: "En la azotea". por María Vanessa López Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Basada en una obra en relatosdelacolmena.blogspot.com.es.

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