lunes, 1 de septiembre de 2014

La última pieza




La vivienda te recibía con lo que había sido antaño un enorme jardín, cubierto por fósiles de rosales, violetas, begonias, campanillas y un enorme aguacatero viejo que ocupaba casi toda la parte derecha. La puerta de entrada era de madera, con la pintura despellejada por el Sol, con una enorme mano de hierro en el centro que se había tornado de color verde por el paso del tiempo, que en el pasado había servido de timbre.
Saqué la llave del bolsillo introduciéndola en la herrumbrosa cerradura, la giré pero se resistía a dejarme entrar .Cuando pude abrir la puerta se produjo un grito que provenía de las bisagras, seguido por un olor a abandono que me hizo mirar hacia atrás. Ante mi se extendía un largo pasillo sellado por una puerta, sus paredes estaban empapeladas de mitad para abajo con un papel de flores, de tonos marrones y naranjas, y de mitad para arriba pintadas de  blanco. Dos marcos colgaban de la pared, uno portaba el retrato de una niña con un traje propio de primera comunión y el otro estaba vacío. El suelo lo habían cubierto de linóleo de un tono verde botella, salpicado de dibujos, imitando piedras triangulares de varios colores, dándole al suelo el aspecto de una avenida empedrada.
Una máquina de coser marca Signer, se encontraba estacionada en la mitad del corredor y al lado un pequeño taburete de tres patas cubierto por un mantel de polvo. Lo observé durante unos segundos y avance hacia la puerta que me llevaría al corazón de la casa. Abrí despacio y la luz del día inundó un patio cuadrado, con las paredes empanadas de pajareras todavía con plumas y restos de excrementos secos. Al fondo en una esquina descansaba un aljibe con la piedra mohosa, obstaculizando el paso a un cuarto de herramientas que desprendía un fuerte olor a grasa. Siguiendo la pared había un baño, seguido de una pequeña cocina y ésta a su vez por una escalera. 
Antes de comenzar el ascenso mire varias veces hacia arriba, llene mis pulmones de aire y subí ocho escalones que se torcían hacía la derecha sumando diez escalones más. Cuando llegué arriba podía escuchar los latidos de mi corazón, estaba excitado, lo que me llevo a pararme, inclinarme hacia delante y apoyar las manos en las rodillas para coger aire. Un calor pegajoso flotaba en el ambiente y entraba por mi nariz con cada inhalación, proporcionándome un fuerte dolor de cabeza que me hizo flaquear.
Cuando me repuse continué por un estrecho pasillo que me llevó a una sala amplia con armarios empotrados, cajas apiladas escachándose unas a otras y un enorme espejo incrustado en la pared. Cuando me dispuse abrir una de las puertas del armario escuché un crujido y corrí a esconderme a una habitación contigua. Hasta donde yo sabía, allí hacía mucho tiempo que no vivía nadie pero estaba claro que no estaba solo, ¿habría alguien más interesado en lo que guardaba esa casa?
Al cabo de diez minutos abrí un milímetro la puerta y no vi a nadie, aunque podía sentir una presencia. Los crujidos se convirtieron en nítidos pasos que se acercaban a la habitación. Seguidamente la puerta se abrió y surgió un hombre de unos setenta años cargando una caja de cartón. Parecía bastante pesada y aquel tipo se tambaleaba colocando con gran esfuerzo la carga en la torre de Pisa. Se quedó mirando a su alrededor, posando sus ojos en la puerta que nos separaba y mi corazón comenzó a correr dentro de mi pecho. Estaba perdido si me encontraba. El tiempo pasaba pesado y me aplastaba en aquella habitación, mientras el individuo continuaba allí parado carraspeando y absorbiendo mucosidad.
El momento que tanto anhelaba llegó, y mi compañero de casa por fin se marchaba con pasos apurados, que se tornaron crujidos y luego silencio. Esperé un poco y salí de mi escondrijo. Tenía que darme prisa y terminar el trabajo, así que me volví a colocar delante del armario y abrí la puerta del medio, aparte unos trajes longevos y arrugados, palpé la pared y la encontré. Entre mis dedos tenía una argolla, como un tirador, jalé de ella y se abrió como una especie de caja fuerte incrustada dentro del tabique. Y allí estaban.
Saqué un montón de hojas amarillentas, sucias y frágiles, atadas con una tira de cuero, las coloqué encima de las cajas y con gran emoción me dispuse a leer la primera página. Y escrito en negro el nombre que buscaba “Giacomo Casanova”. 
En aquellos documentos estaban escritas las confesiones de Casanova, masón, maestro de la seducción, estafador y asesino. Esta era la última pieza del puzle. Mi trabajo había concluido.

Licencia Creative Commons
Relato: "La última pieza". por María Vanessa López Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Basada en una obra en relatosdelacolmena.blogspot.com.es.

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