Mi abuelo vivía en el campo, en una casita blanca, con tejas de un color anaranjado, pobladas de verodes y gatos hambrientos, que mantenían alejados a roedores y lagartos. Era grande, bien distribuida y confortable. En invierno su interior se mantenía cálido y en verano era un placer echarse una siesta en el saloncito, arrullado por el fresco que te regalaban las paredes encaladas. No había muchos muebles, los necesarios para vivir cómodamente, nada de trastos inútiles. Aquella casa respiraba armonía, cada cosa tenía su lugar y estaban colocadas de forma estratégica para hacerte la vida más fácil.
La humilde casa tenía un pequeño terreno en la parte de atrás, y allí mi abuelo había levantado dos muros de piedra, que sirvieron de soporte para una enorme plancha de uralita. En aquel cuarto improvisado colocó dos burras y encima una tabla, puso algunas estanterías en la pared del fondo con herramientas varias y botes de mermelada que él mismo hacía, y terminó construyéndose un pequeño cuarto de trabajo, sin puerta. Le encantaba hacer cosas con las manos, desde un timple con una calabaza de agua a una jaula para hurones. Había construido un baúl donde guardaba una escopeta de cartuchos, de cuando cazaba, afición que tuvo que abandonar por un problema de la vista, y que yo tenía terminantemente prohibido abrir, no podía ni mirarlo.
Mi abuelo era como aquella casa. Ordenado, tranquilo, cálido y fresco a la vez. En su pequeño armario solo tenía lo necesario, tres pares de pantalones, dos largos y uno corto; tres camisas, dos de invierno y una de verano; un traje elegante de tergal; cuatro calzoncillos y cuatro pares de calcetines, dos gruesos y dos finos. En su zapatera, colocados en diminutos estantes, unas playeras, unos zapatos de vestir bien betunados y su tesoro más preciado, un par de botas de cuero, de aspecto bruto, tosco, con la suela de caucho, hechas y cocidas a mano por un viejo amigo argentino. Llevaban con mi abuelo cuatro décadas, y lo habían acompañado por riscos, arena, barrancos y veredas. Cuando se las ponía parecía más ágil, y nos echábamos a caminar por el campo, hasta el risco y desde allí veíamos el atardecer comiendo manises.
Tenía buen físico para su edad, era alto, corpulento y tenía casi todas las piezas dentales. Su cabeza conservaba el pelo en su totalidad, alguna entrada asomaba en su frente, pero nada alarmante, y blanco como la espuma de la malta. Todo lo que vivía en su cara era grueso, sus cejas, su nariz, que le había crecido considerablemente y desde donde últimamente le solía colgar una gota de moquillo. Las arrugas también eran gruesas, tan gruesas que cuando se acostaba de lado, todas ellas se superponían y su cara parecía la de un sharpei. Sus orejas habían crecido igual que su nariz, y de ellas brotaban unos pelos canosos y retorcidos que nunca se cortaba; decía que si estaban ahí, por algo sería.
Su dieta se basaba fundamentalmente en frutas, manises, queso azul, sopa de ajo, malta, arroz y sardinas, y lo mejor las papas fritas crujientes. Las cortaba finitas y las freía hasta dejarlas con un aspecto churruscado, las rociaba con sal y para rematar aquella delicia rayaba queso por encima, que se fundía suavemente. Me encantaba observarlo durante todo el proceso, mientras la boca se me llenaba de agua, eligiendo con la mirada las papas que mas rebosado de queso tuvieran para comérmelas en cuanto el plato chocara con el mantel de la mesa.
En casa de mi abuelo no había ni televisor ni lavadora. Junto al nuevo cuarto de las herramientas, había una pila de lavar donde dejábamos la ropa impoluta, y colgadas de pared a pared había unas liñas para tender la colada todas las mañanas después de desayunar. Era un hombre de rutinas. Prácticamente todos los días repetíamos lo mismo, menos los sábados que lo dedicábamos a la pesca y los domingos que íbamos a jugar a la petanca. Por la mañana desayuno, lavar la ropa, arreglar el jardín de la entrada, una ducha, ir a comprar el pan y fruta al mercado municipal, comernos un codito de pan de camino a casa, preparar la comida, y echarnos en las hamacas del saloncito a escuchar la radio. Mi abuelo era devorador de crucigramas, se pasaba horas consultando las páginas de un diccionario de sinónimos y antónimos, gordo y viejo, que le servía de ayuda para completar complejos galimatías de palabras, que eran todo un desafío. A media tarde nos íbamos a caminar por el campo, y ya de vuelta preparábamos la cena.
Yo aprovechaba para leer los libros asignados por mis padres para aquel verano, pero mis ojos se posaban en las botas que asomaban por la zapatera mal cerrada, y me imaginaba la tierra que habían pisado, el polvo y la arena. Podía ver a mi abuelo subiendo dunas, cruzando puentes de piedra, levantando las piedrecillas del camino y sumergiendo aquellas curtidas botas en las huellas de la lluvia.
La lectura que tenía ante mí, era distinta a las de otros veranos. El personaje principal me recordaba a alguien, me resultaba familiar. El libro narrado en primera persona, contaba la historia de un hombre secuestrado en Argentina, en Buenos Aires, dónde contaba con todo lujo de detalles las atrocidades que había padecido durante su cautiverio. No sé por qué a mis padres se les ocurrió darme aquel libro tan inquietante. Seguí leyendo, asqueado en algunos momentos, pero la historia me atrapó. Aquel hombre valiente sobrevivió a la picana, a las interminables sumersiones en agua fría, golpes, hambre, a la privación de sus sentidos y a la pena de perder a amigos muy queridos, y al final del relato se convirtió en un nuevo superhéroe para mí.
Nunca me interesaba por el nombre del autor, la lectura era una obligación, pero esta vez miré detenidamente en la cara del libro, y allí escrito en letras negras con algo de relieve estaba el nombre de mi abuelo.

Relato: "Mi abuelo". por María Vanessa López Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
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