domingo, 5 de junio de 2022

El Banco

 


Corrían los años 90, y el barrio que me vio crecer cumplía todos los requisitos para ser la colmena de heroinómanos y delincuentes de bajo perfil. Era rara la semana que no hubiera alguna historieta perturbadora de la que te enterabas en algún portal: un tirón de bolso, una muerte por sobredosis, un yonki tirado en el jardín de la plaza con la jeringuilla aún en el brazo, los asiduos atracos a la farmacia del cruce, entre otros muchos sucesos que formaban parte inherente de la vida del barrio.


Todos nos conocíamos, las familias enteras, los dramas y las miserias de cada una, con nombres y apellidos, y era raro que en algunas de ellas no hubiera alguien desintoxicándose o llorando por la pérdida de algún miembro joven de la familia, en aquellos años ensombrecidos por la heroína. Y el  perfil era casi siempre el mismo: pantalón inquietantemente apretado, apodos poco ingeniosos, aficionados a las canciones de Los Chichos, Los Calis o Los Chunguitos, porque la mayoría de ellos se sentían identificados con sus letras, como si cantaran sus historias; andares ansiosos, como si siempre tuvieran prisa y curiosamente muy educados, en el fondo buena gente con brazos amoratados, con algún que otro tatuaje cutre, caras prematuramente avejentadas y voz de estar cansados de la vida con tan solo 20 años.


Era la época en la que todavía la gente se reunía en la calle, y en el caso de mi barrio, en la plaza. Dividida en dos pisos, con enormes jardines llenos de escondites dónde era común encontrar jeringuillas o a alguien metiéndose un chute. Y rodeando el emplazamiento, había bancos de piedra y barandas verdes herrumbrosas, que te hacían estar al filo del tétanos constantemente. Justo al lado se encontraban los aparcamientos del Ambulatorio, el primer punto de parada de los chiquillos antes de pisar los adoquines dónde estaba la mezcolanza de muchedumbre. La bienvenida a la plaza te la daba el carrito de Don Paco, hecho de listones de madera, con una pequeña cristalera frontal que dejaba a la vista una gran variedad de chuches, cromos, revistas y periódicos. Observándolo desde fuera, no se podía entender como en aquel estrecho cubículo cabía tal cantidad de mercancía, era como el bolso de Mery Popins, cosa que le pedías, cosa que sacaba de la nada. Y detrás del estanco, se encontraba la iglesia adosada a la casa parroquial, que a su vez era dónde todos los chiquillos del barrio recibíamos la catequesis y los eventos propios de las fiestas en honor al patrón del barrio, San Jerónimo.


Para mí, salir a la plaza era una aventura, nunca sabías con qué o quién te ibas a encontrar. Quedábamos para jugar en un punto estratégico, un enorme bloque de cemento rectangular pintado de blanco ubicado en la parte alta de la plaza, justo en el centro, el lugar perfecto para visualizarlo todo. Aquel trozo de piedra fue testigo de todo lo que se movía en el barrio; los trapicheos, reconciliaciones como las de Lito y Adriana, dos adolescentes atormentados que se enrollaban y desenrollaban cada dos por tres, con sus dramas y reproches como en las telenovelas venezolanas que se estaban poniendo de moda por aquellos años. Aquel trozo de concreto vio nacer amistades, fue las gradas para el público morboso que iba a ver las peleas de piñas al aire que se programaban como los combates de boxeo de la tele; retos con bicicletas y patinetes, ensayos para los bailes de las fiestas del barrio, chismes, batallitas, y un sin fin de idas y venidas mientras crecíamos sin darnos cuenta.


Era una plaza con mucha vida, siempre había jaleo, pero era un barullo ordenado, agrupado. Por un lados los abuelos con los nietos arrastrando bicicletas y triciclos; grupos de adolescentes apelotonados alrededor de un radio cassette, o bien picándose al ritmo de Break-Dance o escuchando los grupos que sonaban en los 40 Principales. Y luego los yonkis con los no tan yonkis, por un lado los que te pedían 5 duros y por otro los que tenían padres pijos que les llenaban las jeringuillas, que de vez en cuando pasaban por algún centro de desintoxicación.


Nuestros juegos eran variados y variopintos. Uno que nos encantaba, que nos costó alguna torcedura de tobillo, era saltar desde el ladrillo al suelo mientras decíamos palabrotas y palabras prohibidas en casa, acompañadas de risitas maliciosas, era un lugar dónde podíamos ser libres sin la mirada atenta de los adultos. Llevábamos boliches, trompos o el elástico para amenizar las veladas de juego, mientras pasaban las horas y los días, y las semanas, y con los meses las estaciones, sin darnos cuenta de que el último día que íbamos a salir a jugar llegaría sin avisar.


Nos empezaron a interesar otras cosas, y otras personas, y comenzamos a observar la realidad que nos rodeaba desde otra perspectiva. Ya no veíamos a los yonkis con la normalidad a la que estábamos acostumbrados, y aquella inocencia cruel que nos había hecho reírnos alguna vez de ellos cuando los veíamos desesperados por unas pesetas para un pico, se había tornado en desconcierto. Comenzamos a entender la pena de las familias, a ser conscientes del SIDA, a dejar de meternos en los jardines con miedo a pincharnos con una aguja y a tener compasión por aquellas vidas que se estaban consumiendo ante nuestros ojos.


La heroína dio paso a las drogas de diseño y con ellas a otro tipo de yonki, y éstos, eran con los que habíamos jugado y crecido en aquel bloque, que con el tiempo se perdieron en sus paranoicas mentes sin billete de vuelta. El carrito se murió con Don Paco, la tienda de fotos de la calle principal jubilada, el supermercado de toda la vida dónde aprendimos a contar las vueltas y hacerles a nuestros padres la cuenta de la pata con algún durillo que otro, cerró sus puertas ante la inevitable apertura del progreso, y la plaza se quedo sola, y el bloque demolido.


Y hubo una última vez para todo. El último juego en la plaza, la última compra en el carrito, la última vez que de un día para otro dejabas de ver a alguien y te enterabas de que se había quedado sin aliento con una aguja clavada en el brazo o atado en una cama de la planta de psiquiatría del hospital. La última vez que nos sacamos la foto para el carné de identidad, la última visita al súper dónde sabían tu nombre, pero sobre todo la última vez que fuimos niños saltando de un bloque de cemento con las justas preocupaciones. Y aprendimos que la vida es efímera, y que valía la pena vivirla como si no hubiera un mañana, porque no sabes cuando va a ser la última vez que saltes de un enorme bloque de cemento rectangular pintado de blanco.

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miércoles, 21 de abril de 2021

Las manos


 

Llevaba días esperando la llamada con el diagnóstico. Cada vez que sonaba el teléfono, el corazón le rebotaba como una pelota saltarina dentro de la pequeña habitación que era su pecho. Día tras día, se fueron acumulando en la casa especulaciones varias por todas partes, hasta que un día, después de varios ring, descolgó y escuchó las palabras “cáncer y metástasis”, y todo se derrumbó a su alrededor, sintió como se despedazaban las paredes, las ventanas, hasta su propia carne. 


Y los días comenzaron a  pasar distintos, como si tuvieran más de veinticuatro horas, plagados de recuerdos que se empeñaban en reunir a todas las lágrimas del mundo. Y un sentimiento distinto lo embargó, algo irreconocible hasta ese momento para él: rabia hacia el enfermo, rabia por hacerlo pasar por ese dolor, un egoísmo puro y primitivo, tornándose en lágrimas tan saladas, que producían en sus ojos un ardor indescriptible.


Cada día se levantaba y se acostaba con recuerdos de toda su vida. Pero había uno concreto que se repetía una y otra vez: las manos de su padre, las más grandes, firmes y duras, morenas de tanto sol. Y bajando los párpados podía sentir de nuevo como con una de ellas le cubría la cara, mientras respiraba a través de sus dedos, embargándole la sensación de protección, de inmortalidad que uno siente cuando es pequeño. Seguidamente, le venían a la cabeza, en forma de bucle, aquellas palabras que había escuchado al otro lado del teléfono ...” no te preocupes, no le tengo miedo a la muerte...alguna vez me tenía que tocar...es ley de vida que los hijos entierren a los padres”…Y cada vez que las recordaba, en ese momento y solo en ese momento, sin racionalidad alguna, pensaba que eran las palabras más crueles que un padre le podía decir a un hijo.


Después de algunas semanas, empezaron los pasos por el quirófano. Las esperas en la salita a que saliera el médico para dar el parte, los cafés, los nervios, la angustia que le provocaba pensar en él, en el frío y en la soledad que estaría experimentado en aquel  quirófano, o sintiendo el dolor de los demás en la sala de recuperación, porque nunca fue capaz de  gestionar el sufrimiento de los otros, aunque no los conociera de nada; pero sobre todo, pensando en la posibilidad de que aquel hombre que amaba tanto la vida, tuviera miedo.


Luego vinieron las visitas al hospital, dónde iba para que el enfermo lo consolará y no al revés, con sus bromas a las enfermeras o las burlas porque le veía los ojos hinchados de haber llorado toda la noche, aunque sabía que en el fondo era su manera de decirle...”Por favor, no llores más”...Y durante ese período de visitas comprendió a las personas que perdían la cabeza al pasar por todo eso, desde el otro lado, porque aquel dolor pesaba más que un acantilado.
De regreso a casa, a su cabeza volvían recuerdos que llevaban escondidos mucho tiempo, de canciones que habían cantando tantas veces en el Seat 127 rojo, y el universo se tornaba cruel cuando encendía la radio y sonaba Rose Garden o Resistiré del Dúo Dinámico, visualizando la cara de placer que se le ponía a su progenitor al comprobar que les gustaban las mismas canciones. Así qué por un tiempo, dejó de encender la radio.


Los días siguieron pasando, y en una de esas visitas que ya formaban parte de su rutina diaria, pasó algo que lo cambiaría todo para siempre. Cuando llegó a la habitación, cogió aire antes de entrar, y se encontró su cama vacía. Se dirigió al control y le preguntó a la enfermera por su padre. Lo habían bajado a hacerse una prueba. Y se fue a esperarlo a los ascensores por dónde subían y bajaban a los pacientes. Se sentó en un banco y cogió un libro de Sherlock Holmes de la librería. Cuando estaba por la parte dónde describían los fumaderos de opio de la época, el ascensor se abrió y reconoció la calva de su padre reposando sobre una almohada. Se incorporó devolviendo el libro a su sitio, y se colocó al lado de la cama, saludándolo con la mejor de sus sonrisas. La cara de su progenitor se iluminó como nunca, como si le estuviera dando las gracias por estar allí justo en ese y preciso momento.


Cuando estuvieron de vuelta en la habitación, su padre comenzó a temblar. Estaba sin camisa, congelado, tapado con una fina manta blanca con rayas azules. Corrió al armario y volvió a la cama con dos mantas enormes, las colocó sobre su cuerpo tembloroso, mientras éste le decía...”debería haber llorado, me dolió y debería haber llorado”...El hijo metió las manos por debajo de la gruesa capa de mantas y comenzó a frotarle el pecho, intentando calentar el cuerpo del hombre que durante años lo había despertado para ir al colegio frotándole suavemente la espalda.


Tardó un buen rato en entrar en calor, y cuando cogió sus manos entre las suyas, se dio cuenta de qué ya no eran tan grandes, ni tan fuertes, ahora esas manos grandes eran las suyas, y sintió un leve pellizco en el corazón. De repente se habían cambiado las tornas, de repente le tocaba a él agarrarlo con manos firmes, y la rabia que sentía se convirtió en aceptación, al darse cuenta de qué tenía la fuerza suficiente para recorrer junto a su padre el camino que le quedará por delante, a rellenar con él las páginas que le quedaban por escribir en esa etapa incierta de su vida. Y por primera vez, desde que había empezado aquel proceso, sintió alivio.


Su padre se tomó la vida con amor y con humor, con amor para comprenderla y con humor para soportarla, dejándole a su hijo el mejor de los legados, la fuerza para comprender esta aventura loca que es vivir, y hacerlo sin miedo, a pecho descubierto.



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martes, 1 de septiembre de 2020

Sin par

 

Quiero dejar constancia de una verdad incómoda de la que nadie habla.


Nací ya en un matrimonio concertado, en una fábrica textil en Australia. Los dos de buena familia, buenas costuras, hilo de algodón, finos pero resistentes, tinte granate, por supuesto natural y para terminar unas sutiles rayas azules. Debido a nuestro estatus nos metieron a los dos en una elegante cajita, con una gran lazada, y una etiqueta dónde figuraba nuestro origen, calidad, número e instrucciones para darnos el adecuado lavado.


De la fábrica viajamos a una tienda dónde había pares de diferentes colores, dibujos y tallas; hasta la rodilla, tobilleros, a media canilla y unos modernos, los invisibles. Estanterías y estanterías llenas de pares colgados en ganchos, con sus cuerpos expuestos, manoseados por los clientes, y luego nosotros, la élite de la tienda, guarecidos en nuestra acogedora cajita, enrollados y calentitos, solo manoseables por la persona elegida, por aquella que quitara el precinto de calidad.


Al poco tiempo cambiamos la tienda por el que sería nuestro hogar, un enorme cajón perfumado, poco iluminado para nuestro gusto y algunos vecinos. La comunidad estaba formada por prejubilados gastados en la punta y el talón, unos quintillizos de diferentes colores, pares de otras nacionalidades, de lunares, con flores, de superhéroes y algunos más atrevidos con transparencias y viritos de encaje. Y al fondo del cajón estaban los gastados, esos que aunque ya no se usan no se tiran por si acaso, revueltos con los de uso concreto, los de invierno y los de montaña, y con esto se terminaba el inventario de nuestra nueva morada. 


Cuando nos usaron por primera vez fue inolvidable, cubriendo aquel pie con la pedicura perfecta, estirados dentro de aquel cómodo y suave zapato. Después del paseo nos dieron un baño a mano, con un jabón delicioso y nos secamos con el aire de la ventana, con las punteras al viento. Volvimos al cajón y contamos nuestra experiencia a la comunidad de vecinos, y a partir de ese momento comenzaron los murmullos...”ya verán estos dentro de un par de usos, cuando se cansen de lavarlos a mano, para la lavadora como el resto...deja que los usen sin la pedicura hecha...y cuando los suban al cuartito y pasen días allí o peor que se pierda uno de los dos”...Pero nosotros no hicimos caso, pensamos que simplemente eran meras leyendas textiles.


Pasaron los días y nos volvieron a usar, pero esa vez no fue tan agradable. La uña del dedo gordo tenía una horrible astilla y durante todo el paseo la tuve incrustada entre un punto y otro, terminé molido, y pensé en los murmullos de los vecinos, pero no sería nada, sería simple casualidad. Luego llegó la tercera salida, y esa vez no hubo lavado a mano, fuimos directos a un cubo, separados el uno del otro, mezclados con prendas extrañas, olores fuertes y desconocidos para nosotros, humedad y aglomeración.


Al cabo de los días nos llevaron a otro cuarto, pequeño y oscuro, y nos metieron a un puñado dentro de una caja metálica. Tuve suerte y dentro encontré a mi otra mitad, nos agarramos fuertemente presos del pánico, viviendo en nuestros propios hilos aquellas leyendas que creíamos urbanas. De repente nos tiraron un líquido encima, cerraron la puerta, y detrás de un clic la caja metálica comenzó a llenarse de agua, nos pegamos a una de las paredes curvadas, y todo comenzó a dar vueltas. Nos chocábamos unos con otros, algunos nos liamos, y la velocidad aumentaba cada vez más, y nos apretábamos más y más, y más velocidad, tanta que algunos vomitaron. Poco a poco empezó a frenar, y pudimos atender a los mareados, a lo que se habían quedado atrapados dentro de otras prendas y consolar a los que se habían encogido. Nosotros perdimos la intensidad de nuestros hermosos colores.


Estuvimos allí encerrados horas, hasta que por fin abrieron la puerta. Poco a poco fuimos depositados en un cubo y nos colgaron aleatoriamente en unas cuerdas, a mi me tocó junto a mi par pero hubieron otros que no tuvieron tanta suerte. Cuando el sol absorbió la humedad de nuestros cuerpos, nos enrollaron y volvimos al cajón. Allí todos nos miraron con compasión, nos sentíamos moralmente sucios después de aquella orgía textil, pero la comunidad nos dio apoyo y nos quitaron las bolitas.


Después de unos días de descanso volvimos a cubrir aquellos pies, y fue un día agotador. El roce del zapato me hizo una pequeña herida en el talón, dos puntos me dieron, y para mejorar el día vuelta al cubo con las demás prendas. Mi pareja y yo nos mantuvimos juntos, pero cuando nos estaban metiendo en la caja metálica me caí debajo de ésta, y perdí el conocimiento.


Recuerdo que cuando volví en mí, estaba oscuro, olía a humedad y estaba rodeado de pelusas, tapas pegajosas de los botes de jabón, trabas de la ropa mutiladas, partidas a la mitad, monedas convertidas en zombis verdes con un pelillo blanco y asqueroso, y me di cuenta de que era un calcetín perdido. Estuve allí debajo mucho tiempo, aturdido, sin fuerzas para moverme, con las costuras molidas, enganchado a las pelusas. 


Al cabo de los días me arrastré y asomé la puntera, y lo que vi me dejó con las costuras abiertas. Delante de mi se erguía una montaña de prendas que tenía como base una gran manta, que más tarde supe que era El Gran Edredón, la prenda más sucia y longeva del cuartito, y su cima estaba coronada por unas babuchas de leopardo. Me arrastré un poco más, hasta que conseguí salir entero, estimulado por las pelusas y otras sustancias que mi cuerpo fue absorbiendo por el camino. 


Conseguí llegar a la base de la montaña y allí me encontré con dos bragas hasta arriba de suavizante y detergente en polvo con ganas de fiesta, y yo ya iba puesto de pelusas, así que sin pensármelo me uní a ellas. Me llevaron a la zona más oscura y peligrosa del cuartito, la esquina de los paños de cocina, duros como piedras, cubiertos de todo desde quitagrasa hasta pastillas para la cal, eran los amos. Me invitaron a un espectáculo, íbamos a ver al único en su especie allí, en siete años no había aparecido nadie como él en el cuartito, lo llamaban El Boxer y ofrecía un show de variedades; fue una noche tremenda y confusa.


Al día siguiente me desperté entre las dos bragas, con pelusas por todas partes y un fuerte dolor de puntera. Poco a poco me fueron llegando flashes de lo que habíamos hecho, y recordé a un paño de cocina vomitando lo que parecía pan rayado refrito, unos leotardos dándome la vuelta y a una bayeta para el polvo, el resto estaba borroso. Me levanté como pude y mientras estiraba las costuras sentí un leve dolor por encima de la zona del tobillo, me había desteñido con lejía, y me di cuenta de que aquella noche me había cambiado, ya no era igual que mi pareja, mi querido par, ahora era simplemente un impar, un solitario perdido entre bragas y pelusas. 


Estuvimos de fiesta unas cuantas noches más, a tope de quitamanchas y pastillas antical, intercambios de pareja, una locura de bacanal textil, enredado entre las bragas de encaje, tangas y fajas, un frenesí que no había experimentado nunca, estaba totalmente fuera de mi zona de confort, hasta que de mis costuras surgió una vocesita. Comencé a padecer una tremenda sensación de pérdida y a pesar de que las bragas y el paño de cocina intentaron animarme, yo no levantaba la puntera, así que decidí que tenía que volver al cajón, necesitaba recuperar mi vida, y entre todos ideamos un plan. 


Para llevarlo a cabo me pusieron en contacto con el sujetador deportivo, que a cambio de pelusas haría de catapulta y me lanzaría hasta la cima del Gran Edredón. Una vez allí solo tendría una oportunidad para llegar de un salto al techo de la caja metálica, poner mi cuerpo a la vista y esperar a que la puerta del cuarto se abriera y se dieran cuenta de mi presencia, y aunque sabía que muchos de los que estaban allí lo habían intentado, y siempre los dejaban para otro lavado, otro día, otra semana, otro mes, otro año, yo quería intentarlo. 


Y llegó el gran día. Después de despedirme de mi amante de encaje y del resto del grupo, me subí en uno de los senos del sujetador. Con ayuda del leotardo se estiro y salí volando por los aires hasta que mi ligero cuerpo chocó contra El Gran Edredón. Sin pensármelo mucho cogí impulso y me lancé al vacío hacia el techo de la caja metálica, y pleno, lo había conseguido, ahora solo tocaba esperar.


Mientras estuve allá arriba solo con mis pensamientos, comencé a sentirme confuso, a pensar en que era lo debía hacer y lo que quería hacer, y por primera vez reflexioné sobre mi vida. La primera reflexión, que no estuvo mal perderme para encontrarme y la segunda que me gustan las bragas. Y se abrió la puerta y sin pensármelo dos veces me lancé al suelo, porque llegué a una tercera reflexión, que prefería ser un calcetín perdido, desparejado y sin igual, y practicar la bragafilia, a padecer una vida rutinaria y aburrida. No quería terminar mis días en el montón de los calcetines sin usar, quería disfrutar un poco más de aquella vida loca en aquel cuartito, pero más que nada no quería hacerme cada día la misma pregunta...¿qué hubiera pasado si me hubiera quedado? 


Porque no hay que olvidar que la vida de un calcetín es efímera, así que preferí fallar en el intento a lamentarme por no haberlo intentado.


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jueves, 23 de abril de 2020

Lula


Manuela era una mujer ruda, con la piel requemada de trabajar la tierra y siempre llevaba el pelo recogido en una coleta o bien cubierto por un enorme sombrero de paja. Su ropa la confeccionaba y la cosía ella misma, calcetines tupidos, tupidos, falda más allá de los tobillos, camisa de botones y debajo un grueso falsete con virito de encaje, bien tapadita como le decía su madre, debía vestir con decoro.

Se crio con gallinas, cabras y conejos e incluso una vez tuvo un cochino; ella se encargaba de los animales, de mantener lo poco que tenían en la huerta, de lavar en la piedra y cocinar. Cuando ella era todavía una niña sus padres ya eran octogenarios, así que se crio prácticamente sola, ejerciendo de tutora. Su padre apenas le enseñó a leer y a escribir y su madre le enseñó a coser y bordar, labor con la que se ganaba la vida, además de la venta del producto de sus gallinas ponederas.

Con el pasar de la vida, sus manos se volvieron del color de la tierra y sus uñas dejaron de crecer, sus facciones se endurecieron, sus pensamientos se volvieron pesimistas y su carácter se tornó agrio. Tras la muerte de sus progenitores, cerca la una de la otra, se sintió perdida, abandonada, aunque apretó bien fuerte las tristezas hacia dentro. Pero llegó el día en que estaban tan apretadas, ocupaban tanto espacio dentro de su ser, que las tenía que dejar en algún sitio por muy embrutecidas que estuvieran sus neuronas. Así que un buen día después de un par de vasos de vino elaborado por ella misma, encontró en la botella el estuche dónde guardarlas.

El dulce y embriagador zumo de uva le sacaba toda su simpatía, además de una gran facilidad para mantener relaciones sexuales con el primero que le quisiera dar amor por una noche. Lo que no sabía era que derrochaba fertilidad, y de tres encuentros sexuales furtivos con tres hombres diferentes, de los cuáles no se acordaba por su estado de embriaguez, nacieron tres criaturas: Manuel, Gregorio y Lucía.

Manuela se convirtió en madre casi de repente, pariéndolos a los tres entre dos sillas con la ayuda de una vecina, y aunque fue difícil sacarlos adelante ella sola, fue amorosa y comprensiva. Les enseñó todo lo que en su haber de sabiduría poseía, y a hacer cuentas, que para ella era fundamental. Fue exigente y a veces dura e injusta debido a su alcoholismo pero fue de lo mejor lo superior.

Los cuatro vivían en La Villa de Mazo, en la isla de La Palma, en una casita de piedras, coronada por coloridas tejas y verodes, con las puertas y ventanas de madera algo carcomidas. La enorme puerta que daba la bienvenida a la casa, estaba cortada a la mitad, tipo holandesa, lo que era bastante beneficioso sobre todo en verano ya que permitía que la vivienda se ventilara y a su vez evitaba que los animales entraran. Desde el pequeño porche que poco a poco habían construido, se podía ver al fondo del pequeño pasillo la cocina, llena de cacharros, vasijas de barro, ollas y tapas colgadas de la pared. En la esquina derecha de la encimera de piedra, había un horno de leña y al lado un pequeño hornillo que a su vez daba a una ventana desde dónde se podía ver la huerta. El terreno era bastante generoso, pero no siempre fue así. Cuando fallecieron los abuelos de Lucía a la que cariñosamente llamaban Lula, dejaron algunos ahorros, no mucho pero lo suficiente para que Manuela comprara el terreno de al lado y ampliara la huerta, lo que le dio muchas alegrías a su cartera y menos días de miserias.

La cocina estaba repleta de destartaladas estanterías, con productos varios: miel, remedios caseros algunos a base de ajo que ella misma elaboraba, granos, gofio, media botella de aceite, un lujo que se guardaba para momentos especiales, manteca para cocinar, harina, caña de azúcar, unos gramos de café a medio moler y botes que hacía tiempo que nadie abría, Manuela los llamaba “botes sorpresa”.
Además de aquella rústica cocina, la humilde casita tenía tres cuartitos más. En uno dormían Manuel y Gregorio, en el otro la madre y la hija, y el tercero era un poco para todo. Allí Manuela, sentada en una silla de badana, enseñó a Lucía el arte del bordado Richelieu, calados y festones, además de enseñarle a  confeccionar y coser, le enseñó a hacer frazadas, unas mantas parecidas a las traperas. En aquella habitación, también guardaban algunas conservas, telas, los enseres de la pesca, mermeladas, jabón que ellos mismos hacían mezclando ceniza, manteca y sosa, semillas y un sinfín de trastos.

Manuela hacía mucha diferencia entre los chicos y Lucía. Ninguno de los dos aprendió a cocinar o lavarse la ropa, y si por ejemplo después de vender los huevos quedaban cuatro, se repartían dos para cada uno y ellas se conformaban con media batata, ya que la otra media era para ellos. Lula no estaba de acuerdo con el injusto reparto, pero su madre le explicaba que era por respeto y educación, y no le permitía ni rechistar.

La pequeña de la casa se encargaba de las labores de la tierra, ayudaba a su madre en la cocina, se encargaba de los animales, cosía por encargo, lavaba ropa a los vecinos en la piedra que tenían en un cuartucho de apero, a cambio de lo que ella llamaba “una comida de papa o batata”. Era muy avispada haciendo negocios y ahorraba a escondidas para algún día comprarse un sombrero, y sustituir al viejo y destartalado.

Manuel y Gregorio se encargaban de vender los productos que daba la huerta.  A veces aguacates, papas o batatas, higos tunos y de leche, otra veces tomates y peras, ñames, limones, naranjas o lechugas, y cuando la tierra no daba mucho, vendían tarros del jabón casero, los bordados de Lula de los cuales no veía ni una perra, cuartas del vino de Manuela o se ofrecían para hacer trabajos de albañilería. Y a veces simplemente intercambiaban artículos con los vecinos, tanto podían ser papas por pescado o aguacates por una ristra de chorizo de perro. Y eso era lo único que hacían.

Lula tenía una abundante melena larga y ondulada, del color negro de las aceitunas y le encantaba llevarlo suelto. Era alta, corpulenta pero elegante, con el pecho justo y las curvas imperfectas, piernas largas como pértigas y las manos fuertes sostenidas por unas finas muñecas. Otra de sus muchas formas de ganar dinero, era ayudar a los animales a parir y era muy solicitada por los vecinos cuando la naturaleza se complicaba, y de ahí venían sus finas muñecas por el roce y la presión que ejercían los huesos de las pelvis de las parturientas. Otra particularidad de Lula era su ropa interior, únicamente se ponía bragas cuando tenían visitas o cuando iba a la capital a pasear o a divertirse en las verbenas siempre acompañada de su madre, la cual se moderaba con el alcohol para no perder de vista a su niña.

Pero llegó el día en el que Lula comenzó a sacar su inconformismo, y lo primero que hizo sin la aprobación de su familia fue cortarse la melena para venderla. A Manuela casi le da un infarto pero después de un par de vasos de vino se había olvidado, y cuando despertó al día siguiente con la resaca pertinente le volvió a dar un telele al verla sin melena. En el fondo siempre se sintió diferente en su casa, incomprendida, por lo que desarrolló otra particularidad: hablaba sola, ella se preguntaba, se contestaba y se desahogaba.

La relación con sus hermanos era básicamente la de una sirvienta: se levantaba antes que ellos para prepararles la ropa y el desayuno. El almuerzo lo debía dejar hecho la noche anterior, para cargarlo en la camioneta junto con lo que fueran a vender en el mercadillo, y así todos los días. Los domingos eran diferentes, Manuela les había encargado a sus hijos una única cosa, dedicar ese día para limpiar a fondo la huerta, pero los chicos le prometían a Lula cada domingo que si lo hacía ella le enseñarían algo que deseaba más que un sombrero nuevo: aprender a leer y escribir.

Después de muchos domingos esperando por las lecciones de sus hermanos, se dio cuenta de que le habían tomado el pelo. En realidad nunca tuvieron intención de enseñarle, porque vivían con la certeza de que si una mujer aprendía a leer y escribir, empezaba a pensar y eso no les convenía y menos en su caso teniendo a Lula a sus servicios, pero el engaño iba a traerles consecuencias, habían subestimado a su hermana pequeña.

Lo primero que hizo fue buscarse una casa donde trabajar los domingos, así sus hermanos ya no se podrían escaquear. Lo segundo fue darles un susto de muerte: todos los sábados iban a jugar al dominó, comer carne de cabra y unas cuartitas de vino, así que además de llegar casi de madrugada a la casa, venían achispados, dando tumbos y con ganas de seguir con la juerga, y Lula les iba a dar juerga.

Para trabajar en la huerta utilizaban pantalones de dril, que eran tan recios que se quedaban de pie sin que nadie los llevara; pues bien, con ayuda de los pantalones y sus conocimientos de costura, creó una bestia espeluznante con sangre y tripas de verdad. Unos de esos sábados de dominó, Lula espero con paciencia en medio de la oscuridad a que sus abusadores hermanos regresaran. Colocó el muñeco sobre la rama de un árbol en el tramo más oscuro que conducía a la casa, atado con una cuerda y cuando escuchó a sus víctimas la soltó y como una exhalación aquel ser horripilante cayó sobre ellos, llevándose el susto de sus vidas. Lula se tapaba la boca para que no la oyeran reírse, nunca olvidaría sus caras de terror absoluto y menos que ambos se orinaran encima como dos bebés, que salieron corriendo como si un león les cayera detrás. Al llegar a la casa histéricos, despertaron a Manuela y ésta les sacudió dos guantazos a cada uno con sus enormes manos callosas, mientras Lula recogía todas las huellas de su venganza sumida en un intenso sentimiento de justicia.

La pequeña de la casa después de aquella noche continuó con su cruzada, sentía la responsabilidad de seguir haciendo justicia, por ella, por su madre, por todas las mujeres que le venían al pensamiento. Se resarcía con cosas insignificantes, como echarles doble de pimienta en el almuerzo o restregar ortigas por sus calzoncillos.

Lula estaba encantada con el trabajo de los domingos, la casa estaba en Tirimaga, y el paseo la apaciguaba. Era el domicilio de una maestra de escuela ya retirada, que vivía con una docena de gatos que ocupaban las siete habitaciones de la casa y la aromatizaban con su asquerosa orina. Las labores de Lula eran lavar la ropa, remendarla si hacía falta, barrer y fregar, cocinar y limpiar el polvo de aquella casa repleta de figuritas de porcelana.

La habitación que más le gustaba arreglar, como decía ella, era la biblioteca: le fascinaban los libros. Con cuidado los cogía de las estanterías, les sacudía el olvido con un paño suavemente como si se pudieran desintegrar y los abría, los olía, y paseaba sus dedos por las letras, y aunque reconocía algunas la incapacidad de leer y entender la frustraba.

Cuando Lula cocinaba, la señora de la casa se le pegaba como una lapa, quería aprender a cocinar aquellas recetas tan sabrosas, aunque para conseguir el punto de la cocinera le quedaba un largo camino. Uno de esos días de cocinilla, la señora le propuso que le escribiera las recetas, para practicar, y se hizo un gran silencio. Lula se quedó ensimismada dándole vueltas a la cuchara sumergida en la cazuela de conejo, y la señora se lo volvió a repetir, a lo que Lula contestó entre avergonzada y enfadada que no sabía ni leer ni escribir. La maestra retirada le pidió disculpas y se ofreció a enseñarle a cambio de nada, Lula hacía más de la cuenta por ella “amor con amor se paga, si no nos ayudamos entre nosotras, ¿quién lo hará?” le dijo a Lula que tenía en su cara la sonrisa de la ilusión extrema. Pero esta actividad debía de mantenerla en secreto en su casa.

Y todos los domingos después de terminar con su trabajo, la maestra le enseñaba a leer y a escribir, le leía trocitos de Lazarillo de Tormes o El Quijote, y Lula alucinaba, aunque la mayoría de las veces no entendía ni la mitad. Poco a poco y después de mucho esfuerzo, además de nacer un vínculo especial entre aquellas dos mujeres, aprendió y le regalo un recetario a su maestra que había escrito casi en la oscuridad de su casa: conejo a la cazuela, rosquetes, morcillas y chorizos, frangollo, almendrados, guisos de pescado y todas las que había aprendido con el paso del tiempo y algunas de cosecha propia producto de su experiencia e imaginación.

A Lula la vida le cambió después de sus nuevas habilidades, soñaba con vocales y consonantes, leía siempre que tenía un hueco y en la casa de los domingos aclaraba sus dudas gramaticales. Lo leía todo, lo escribía todo para practicar e incluso elaboró un recetario con las mermeladas de su madre, sus remedios caseros y unos consejos sobre cómo usar las especias, escondida en el cuarto de apero. Pero un descuido hizo que sus hermanos se enteraran, y además de quemar toda su obra le dieron una paliza, y la vieja casi los mata a palos a ellos. Lula estuvo dos días en cama, y aunque sus hermanos le pidieron perdón ella nunca los perdonó del todo.

Su nueva habilidad le había regalado unas gafas invisibles que le hacían ver cosas de las que antes no se percataba. Cuando iba al mercadillo observaba como la mayoría de las personas, ya fueran pequeñas, adolescentes o adultas apenas sabían leer y escribir. Se dio cuenta de la precariedad que había en las zonas rurales con respecto a la educación básica, aunque la vida en el campo les enseñaba cosas que no estaban en los libros, creía que eso tenía que cambiar, empezando por ella misma.

Primero amplió sus conocimientos con la ayuda de la maestra, sin descuidar todo de lo que era responsable, sobre todo cuando su hermano Manuel emigró a Cuba, al que nunca volvió a ver, pero si lo leía en todas las cartas-postales que le enviaba desde Cabaiguan. Gregorio se casó y se mudó a la capital y Lula se quedó a cargo de su madre alcohólica y de toda aquella huerta, además de la responsabilidad de enseñar, ardua tarea.

La improvisada escuela iba a ser gratuita, porque para ella la educación no era un privilegio sino un derecho, así que  toda persona que quisiera aprender iba a ser bien recibida, sin importar edad o género. Pero Lula consciente de la realidad hizo campaña y a toda mujer que se cruzaba en su camino la animaba a acudir a sus clases ¡Ven a probar, mujer!

Y así fue como Lula creó una escuela unitaria, y les dio a las personas una oportunidad, les dio las herramientas para elegir, para soñar, para entender el mundo lleno de letras que les rodeaba, pero sobre todo les dio esperanzas, autoestima y unas tremendas ganas de comerse la vida.

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lunes, 18 de noviembre de 2019

La partida







Los dos contrincantes llegaron a la vez y aunque habían llegado a la par, uno paso primero al interior de la habitación, así que los llamaremos Primero y Segundo.

Las paredes eran de un blanco impoluto, un blanco que brillaba, que hacia rebotar la luz que emitía el fluorescente del techo, haciéndola muy luminosa y espaciosa. El único mobiliario que había era una pequeña mesa redonda y dos cómodas sillas del mismo color que el habitáculo, dos vasos de plástico y una jarra con agua, y de la pared colgaba un dibujo de Escher, dos manos dibujándose la una a la otra, en blanco y negro.

Los jugadores se sentaron uno frente al otro. Sobre la mesa estaba el tablero con los dos colores ya asignados: amarillo para Segundo, verde para Primero. Antes de comenzar la partida, Segundo tenía una idea que le rondaba por la cabeza desde hacia tiempo, y pensó que estaría bien ponerla en práctica para que el juego fuera más interesante, y se moría por presentársela a su contrincante...”¿qué te parece si cambiamos algo? ¿qué te parece si dejamos la suerte en las manos del otro? Yo tiro los dados y mueves tú, y al contrario ¿aceptas?”...Su oponente asintió con la cabeza.

Empezaba él que sacara el número más alto. Salían con un cinco, la partida iba a dar comienzo y la suerte estaba echada en las manos del otro. Los dos a la vez sacudieron sus cubiletes, y los pusieron boca abajo en el tablero. Levantaron a la de tres: Primero sacó un cuatro para Segundo y éste sacó un seis, por lo que volvió a tirar para Primero dándole un cinco, y éste con soberbia sacó y arrastró la ficha verde hasta la casilla de salida.

Primero tiró y Segundo no tuvo suerte, un tres. Segundo lanzó el dado y le regalo otro cinco, construyéndose su oponente una barrera. Primero tiró de nuevo, un seis, volvió a tirar bajo la mirada expectante de su contrincante, y cuando asomo el dado, allí estaban los cincos puntos, estrenándose así la salida de la casa amarilla. En la siguiente tirada, Primero rompió la barrera con un tres, un misero tres pensó, tenía tan poca paciencia que aunque estaban comenzando la partida, enseguida se le pasó por la cabeza que tenía que estar muy atento por si Segundo hacia  trampas, eso de la suerte se le había ocurrido a él, y quizás había truco.

Después de veinte minutos de partida las fichas de ambos ya habían salido de casa, los dos estaban jugando intensamente, concentrados en los movimientos del otro, intentado adivinar una estrategia, una jugada redonda, tanto que la estancia estaba sumida bajo un silencio eclesiástico, pudiéndose escuchar claramente el respirar acelerado de los dos, unicamente acompañado del sonido del dado chocándose una y otra vez contra el cubilete, dejando paso al ligero golpe contra la madera del tablero. Primero lanzó el dado, lo que llevo a Segundo a comerse una ficha verde, y justo a veinte casillas estaba la meta, el deseado centro del tablero, y aunque había metido una, eso no decidía nada; pero sí para Primero, no sabía ganar y menos perder, y lo demostraba con la tensión de su mandíbula y la mirada de casi odio que lanzó a Segundo cuando éste, mientras se comía su querida ficha, soltó jocosamente un “mmmm...que rico aperitivo”.

Le tocaba mover a Primero, un seis, deslizó la que estaba más cerca del pasillo verde, otro seis, movió la misma, nervioso, otro seis y de vuelta a casa. Segundo lanzó el dado, expectante, un cinco, y el aperitivo volvió a la salida. Primero estaba cada vez más nervioso, y se podía adivinar por como agitaba su pierna desde el pie hasta el muslo, haciendo pausas cuando le tocaba lanzar.
Primero sacudió con fuerza el cubilete y lanzó, un seis, Segundo estaba a punto de llevar otra ficha al centro, su contrincante volvió a tirar, un cinco y a la meta. Primero sudaba profusamente, nadie le había ganado nunca al parchís, se consideraba invencible, de hecho continuamente se lo decía a si mismo ¡Soy invencible! Estaba realmente frustrado.

Segundo tiró, un dos. Primero pensó durante unos segundos cuál de las tres fichas mover: una en la salida y otra a medio camino pero con peligro de ser devorada, aún así se arriesgó y se decidió por la que estaba a medio camino, que es la vida sin riesgos. Después de mover lanzó el dado, un seis para Segundo, y después un cinco, más cerca que lejos del pasillo amarillo, y la mandíbula de Primero parecía que tenía vida propia.

Segundo sacudió el cubilete pacientemente, mientras el movimiento de la pierna de su contrincante estaba a punto de causar un terremoto en la habitación, derramó el dado lentamente sobre el tablero, un cinco, colocándose su contrincante cerca de la ficha amarilla, parecía una serpiente persiguiendo a un pajarito. Primero quiso imitar la calma de su oponente, pero le pudo más el ansia de ganar, haciendo que el dado cambiará el tablero por el suelo. Segundo lo recogió algo violentado, y se lo puso en la mano. Volvió a tirar, un seis, seguido por un tres, y dentro del pasillo.
Primero se retiró ligeramente de la mesa, para respirar y pidió un momento para beberse un vaso de agua. Mientras Segundo no podía evitar la expresión de satisfacción de su cara, la ponía, así, inconscientemente, y cuando iba a soltarle a su contrincante que solo era un juego, al verle la cara roja de rabia contenida, se lo guardó y se lo tragó.

Segundo tiró el dado, un seis, luego un cinco, sacando su oponente la última ficha que había vuelto a casa. Primero parecía más relajado al ver que el pasillo verde estaba cada vez más cerca. Éste lanzó el dado, un tres para Segundo, y una sonrisa sarcástica se dibujó en la cara de su oponente, se alegraba de aquel pequeño avance. Otro seis para Primero y dentro de la alfombra verde, y aunque todavía tenía que sacar dos fichas adelante, se regocijaba en la silla.

Llevaban cuarenta minutos de partida, y la tensión cortaba el aire. Segundo le dio un cuatro a Primero, y con este movimiento se quedaba a dos casillas para la meta. Él casi ganador movió su ficha, un seis, riéndose por dentro, otro seis, y ya no reía tanto, estaba tan cerca, otro seis sería devastador, y cuando Primero lanzó el dado, dos vueltas en el tablero y como si pesará diez toneladas otro seis, acompañado de un ¡tomalo! de su oponente. Segundo deslizó con la cabeza agachada la ficha de vuelta a casa, y tiró, dándole a Primero un seis, que se iba a centrar en la ficha que ocupaba la casilla de salida. Otro seis y por último un uno. Ahora Segundo era él que pedía una pausa para beberse un vaso de agua, en dos tragos para ser exactos, estaba sorprendido por el giro que había dado la partida, aunque sabía que podía ocurrir no pensó ni por un momento que le pudiera pasar a él.
Primero tiró y le dio suerte a Segundo, un cinco y de vuelta al ruedo. Pero la suerte estaba echada, ya estaba firmada y sellada. La carrera de Primero fue excelente, con un dos llevó a su segunda ficha a la meta, y las otras dos avanzaban raudas, mientras la última ficha de Segundo se había convertido en una vieja y lenta tortuga. Se habían cambiado las tornas.

Primero lanzó el dado relajado, encantado, y le dio a Segundo el tercer tres, y ahora era él, él que se planteaba si su contrincante estaba haciendo trampas. Segundo estaba abatido, solo deseaba que la partida llegara a su fin, pero todavía tenía que sufrir un poco más; tiró y otro seis para Primero, con el que metió su tercera ficha en el pasillo verde, su ego estaba pletórico, estaba eufórico, convirtiéndose en un burlón cansino, y eso hacía que su oponente estuviera incómodo. Segundo respiró y volvió a tirar, un cinco para Primero, que movió su cuarta ficha.

La tortuga de Segundo parecía cada vez más lenta y él más hastiado. Cuando, en un pestañeo, Primero ya tenía su tercera ficha en el centro y la cuarta a diez casillas de ganar la partida; no paraba de agitar las piernas, las pupilas dilatadas, concentradas en la jugada. Un misero dos para Segundo, un cinco para Primero, un cuatro para la ficha amarilla, un seis para la verde y dentro del pasillo, solo lo separaba de la victoria un dos. Segundo totalmente pasivo volvía a tirar deseando que el dado le mostrara los cinco puntos que terminarían con aquella partida, y le quitarían a aquel abusador de delante, que no había parado de hacer comentarios sobre cómo perdía y dónde se podía meter la cara de satisfacción que había mostrado antes. Y suerte para los dos, el dado les dio el cinco.

La reacción de Primero fue saltar de alegría, mientras le gritaba a su oponente que era un puto perdedor y que le había dado la lección de su vida. Segundo se recostó calmadamente en su silla, y lo miró fijamente esperando que terminara con su individual y cruel celebración. Primero la alargó durante unos minutos, y al finalizar Segundo le preguntó...”¿te vas a quedar conmigo para siempre, verdad?”... Y se hizo un largo silencio.

Lo que no sabían los jugadores, es que la partida había tenido público. El dibujo de Escher era un truco, un espejo, y estaban siendo observados desde la habitación contigua, aunque sería más acertado decir observado, en singular, ya que en aquella partida solo había un jugador. Los observadores se miraron y por fin tuvieron todo lo necesario para tener un diagnóstico claro, había sido un paciente difícil, un reto para ambos pero con aquella partida de parchís lo tenían: el veredicto“Personalidad Múltiple”.

Segundo, en un tiempo había sido Primero y único, pero en un momento de saturación vital apareció Segundo tendiéndole una mano a su psique perturbada, y poco a poco comenzó a relevar a Primero, convirtiéndolo en Segundo y viceversa. Y al finalizar la partida, Primero había conseguido instalarse por completo, y Segundo nunca volvería a ser Primero.


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lunes, 9 de septiembre de 2019

El discurso


Hoy me desperté sobresaltada, soñaba que era el día y que me había dormido, será porque faltan exactamente nueve días y tengo los nervios de los nervios.

Me levanté destartalada, con una enorme pesadez en la mandíbula y en los ojos, dormí demasiado, y eso significaba pasar el día en el aire; a mi cerebro no le sienta bien dormir más de la cuenta. Aún así hice lo de siempre, lavarme la cara y abrir las cortinas del cuarto, deslizar el cristal de la ventana, asomarme y mirar al cielo para predecir el tiempo y darle un repaso a la calle de derecha a izquierda, con los ojos chicos deslumbrados por las primeras luces del día. Desde mi ubicación puedo ver una parte de la avenida, que en esta época del año está cubierta por un manto de flores rojas de los framboyanos que la recorren entera, plantados muy cerca los unos de los otros. Altos y robustos, con su intimidad, la intimidad de los árboles, dejando entre sus ramas una ínfima separación que apenas se aprecia sino miras detenidamente; es de admirar el respeto que existe entre ellos.

Después del ritual mañanero fui a la cocina a prepararme el desayuno y mientras se hacia el café, me sobresaltó la alarma del despertador que me recordó de sopetón y con gran pereza, la cita que tenía ese día. Había quedado con una amiga para darle un fondo elegante a mi armario, bueno más bien un fondo en general, no tengo mucho dónde elegir, detesto ir de compras y la moda, pero no tengo más remedio.

A pesar de que no me había levantado con buen pie, me hacia ilusión elegir el vestuario para uno de los días más importante de mi vida, y también para creérmelo del todo. Han pasado meses desde mi nominación al premio y todavía sigo sorprendida. En ningún momento de mi larga carrera profesional, me planteé que valorarán mi creatividad públicamente, que le pusieran cara y voz a todas esas obras que llevan un pedazo de mi y de las personas que forman o han formado parte de mi vida.
En cuánto a las compras, encontré algo que siempre había querido tener, un traje de chaqueta y pantalón, negro, ceñido, para mi gusto elegante, y una corbata, que a pesar de la negativa de mi consejera en moda a que me lo comprara, me lo probé y supero mis expectativas, no tenía que buscar más. En lo único que cedí fue en le color de la corbata: roja, para que hiciera juego con mis mejillas. Una cosa menos de la que preocuparme.

He tenido mucho tiempo para pensar en ello, en cómo me voy a sentir tanto si gano como si pierdo, en cuál será mi reacción; en si me sentiré merecedora si gano, en las caras de mis seres queridos que me acompañarán en tan glorioso día, y un sin fin de cosas, algunas más extravagantes que otras.

Nunca he vivido algo así, y he de reconocer que no gestionó bien esto del reconocimiento público, pero no porque crea que no me lo merezca (aunque todo siempre se puede hacer mejor), supongo que será porque no me gusta ser el centro de atención, y todo viene por un trauma de la infancia. En preescolar tenía una maestra que en el día de tu cumpleaños te sacaba delante de tus compañeros, con toda su buena intención, y te cantaban el cumpleaños feliz, y justo el día que me toco a mi, me sentía un poco mal del estómago, y al levantarme y ponerme delante de toda la clase se me aflojo una tripa y me cagué encima. Pase tanta vergüenza a la par que emoción, que me eche a llorar sin consuelo, y desde ese momento esto de exponerme en público me trae recuerdos de mierda.

Con respecto a lo profesional he conseguido todo lo que me he propuesto, peleando con uñas, dientes y cerebro, superando barreras que disimuladamente me han puesto en el camino, pero he resistido: y aquí estoy con una nominación en las manos. He pasado por diversas escuelas superiores, municipales y privadas, nueve años de mi vida estudiando, y moriré estudiando, aunque me considero afortunada, no me pesa, por dedicarme al cien por cien a lo que me gusta, a lo que me ha apasionado toda mi vida. Pero nunca se me había pasado por la cabeza que en algún lugar de este planeta podría haber alguien  pensando en mi, en mi trabajo, en mi trayectoria profesional, en mi vida, y a pesar de que miro el sobre y leo el comunicado todos los días, me cuesta creérmelo.

Lo único que me falta es lo más importante para mi: el discurso de agradecimiento. Lo he escrito y reescrito, le he dedicado mucho tiempo, y ya di con el conjunto de palabras correctas.

...” Antes que nada quiero agradecer a todos aquellos que han decidido valorar mi creatividad y esfuerzo, los cuales están impregnados por todas las personas de mi vida, que de alguna manera me han inspirado y acompañado en el camino, y que espero que lo sigan haciendo, así que este premio también es para ellos…Para terminar quiero dedicar este honor a la música...Supongo que todo comenzó mientras iba en mi primer vehículo, siempre acompañada de ese ritmo dinámico, organizado y repetitivo de los latidos de mi madre, y esa música me bajo por la garganta, y la necesidad del ritmo se me quedo para siempre...No recuerdo un momento de mi vida en el que la música no estuviera presente, creando un pasado, recordándome momentos, personas y sentimientos. Todo en mi existencia ha girado en torno a ella; la música de mis amores, de mis amigos, de mi familia,de mis recuerdos, conforman la banda sonora de mi vida...Y ha sido un inmenso placer para mi poder dedicarme a ella, a su creación y transformación, a componer y descomponer sus notas y a sentir sus caricias hasta el punto de poner todo el vello de mi cuerpo de punta...Y me enorgullece poder regalársela a ustedes, al mundo y que perdure en el tiempo, aún cuando yo no este...Muchas gracias”…

Ahora a soportar la corta espera.


                                         
                                                                                  ..."La música nos revela la esencia intima
                                                                                      del mundo, a través de los ritmos, la
                                                                                      sabiduría más profunda, y nos habla en
                                                                                      una lengua que la razón no comprende.
                                                                                      La música es la más metafísica de las
                                                                                      artes, ya que mientras las otras artes
                                                                                      nos hablan de sombras, la música nos
                                                                                      nos habla del ser"...
                                                                                                                         SCHOPENHAUER
                                                   

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sábado, 26 de enero de 2019

El lunático



Una vez conocí a un Lunático, de La Luna.

Mi tren se retrasaba debido a un accidente, y no me valía la pena moverme de allí. Logré conseguir un sitio en la abarrotada cafetería de la estación, aunque esperé y esperé por un chocolate con torrijas. El ambiente estaba turbio, las voces se pisaban, casi todas las sillas estaban ocupadas por personas enfadadas, tristes, preocupadas y muy pocas que comprendieran que no había con quién enfadarse. Aquella tragedia había provocado un caos.

Hacía frío y viento, pero estaba ansioso por fumar, así que me abrigue bien, me armé de valor y salí. El aire te congelaba la cara, podías sentir el peso de las cejas y las pestañas, olía a humo, a quemado y pensé en el accidente mientras me encendía el cigarro protegido por un pequeño saliente de la pared. Me imaginaba el escenario, el amasijo de hierro deformado sobre las vías, el fuego consumiéndolo todo con la ayuda del viento, a los bomberos y a los sanitarios de aquí para allá, a los curiosos molestando y a las victimas muertas o heridas; el perturbador sonido de las sirenas se escuchaba desde mi fumadero y hasta mi ubicación llegaban pequeñas partículas de cenizas.

Ensimismado con mi morbosa imaginación no me había percatado de que no estaba solo. A dos metros de mi ubicación, estaba sentado un hombre, de mi edad más o menos, vestía camisa de manga corta desafiando al frío, pantalón vaquero y unas cholas...¡unas cholas! me imaginaba esos dedos como carámbanos al borde de la gangrena, pero no parecía nada incómodo, al contrario, se le veía bastante feliz.

El viento se fumó la mitad de mi cigarro, así que me encendí otro. Cuando me giré el hombre feliz estaba a mi lado, me dio un susto de muerte. Pensé que querría fumar, así que le ofrecí uno pero negó con la cabeza, clavándome sus ojos extremadamente saltones, y me volví a asustar. El hombre estuvo callado unos segundos, aunque a mí me parecieron horas, hasta que habló, y lo primero que me dijo fue “¿me das un abrazo?” Me quedé sin palabras, pero accedí, eché el cigarro a un lado y le di un fuerte abrazo y bajo mi sorpresa estaba calentito. Pensé que era uno de esos súper humanos que solo necesitan cinco horas de sueño y que son capaces de controlar su temperatura corporal. Fue un momento extrañísimo.

Cuando terminamos el abrazo, el hombre feliz me miró de arriba a abajo y me preguntó que era lo que sostenía entre mis dedos e inmediatamente un escalofrío recorrió mi cuerpo. Con voz de “no me lo puedo creer” le contesté. Él lo miró fijamente y me volvió a lanzar otra pregunta “¿se come?” Y ahí además de soltar una corta carcajada, tuve la certeza de qué algo en aquel hombre no estaba bien. Le contesté amablemente y apuré el cigarro todo lo que pude bajo su atenta mirada, y de verdad que parecía estar ante algo sumamente sorprendente para él por la expresión de su pálida cara, de verdad parecía que nunca había presenciado el acto de fumar. Y observando la profundidad de sus ojos, algo me hizo sentir que era inofensivo.

Le expliqué de que iba el tema, y también las consecuencias, lo que despertó en él otra pregunta “¿y por qué lo haces?” Me sentí estúpido y apagué mi tercer cigarro. Y para desviar el tema le pregunté sino tenía frío, si tenía alguna técnica para soportar aquella noche de invierno. Y él me contestó…

...” Soy un lunático de La Luna y mi piel esta preparada para todo, como las yamas ¿sabes? Allí o hace mucho frío o mucho calor, depende del lado dónde estés, podemos estar a -248 grados como estar a 123 grados, a veces es difícil, pero a todo te acostumbras”…
Me quedé sin palabras, lo primero que me vino a la cabeza fue que se había escapado de algún sanatorio. Pero como no tenía nada mejor que hacer y el tren no llegaba hasta el día siguiente según las predicciones de los responsables, decidí quedarme fuera y conocer  más a fondo a aquel encantador lunático de La Luna.

El hombre feliz me confesó que hasta ese momento nadie había querido hablar con él, que cada vez que decía de dónde era la gente se apartaba como si estuviera loco, así que lo animé a seguir con la conversación y le pregunté cómo era eso de vivir en La Luna, ansioso por escuchar su respuesta.

...”Pues verás, allí todo es más ligero, si en La Tierra pesas 60 kilos en La Luna pesas 11. Hay polvo por todas partes, ensuciando y ensuciando y se pega a todo, a la ropa, al pelo...pero los lunáticos hemos desarrollado está estupenda piel que además de estar a prueba de temperaturas severamente adversas, también es inadherente”… Aquí hizo una pausa para que le tocará, yo tuve que haber puesto la cara de ¿eh? porqué insistió varias veces ofendido; otro momento raro, de esos que si me lo hubieran contado por la mañana, seguramente me hubiera infartado de la risa. Pero cuando lo toqué, el tacto de su piel me resulto fascinante, parecía estar cubierto por una fina capa de plástico, no podía dejar de tocarla, tan tersa y resbaladiza. Y el hombre feliz continuo después de la sobada.

...”No salimos mucho de casa, bueno no son casas como las de aquí, realmente vivimos en los cráteres, de ahí mi palidez”...Se echó una risita y prosiguió...“Debajo de cada uno de ellos hay túneles y habitáculos provistos de todo lo necesario para la vida subterránea, tenemos generadores para la electricidad y más abajo galerías de agua congelada, en fin no se vive mal, es una vida sencilla. No hay locuras como las dietas o la moda, siempre vestimos igual. Dormimos doce horas diarias, y como poseemos una digestión muy lenta, solo necesitamos comer una vez al día. Y del tiempo que nos queda, dedicamos tres horas a la jornada laboral y las nueve restantes las destinamos a nuestro disfrute, lo que se traduce en hacer lo que nos da la gana”…

Aprovechando la pausa me encendí un cigarro, y mientras lo prendía llegué a la conclusión de que los lunáticos eran una versión mejorada de los terrícolas. Después del primer tiro, le pregunté el porqué se su visita a La Tierra ...”Vine a buscar semillas de arboles lunares, sería maravilloso tener arboles allá arriba”...se sacó una bolsita del bolsillo con dichas semillas, y recordé que uno de los astronautas de uno de los Apolo, llevó consigo semillas esperando que La Luna produjera algún cambio en ellas, al regresar a La Tierra las plantó pero simplemente crecieron arboles terrícolas. Por un momento pensé en contárselo, pero quién era yo para quitarle la ilusión después de un viaje tan largo, así que puse cara de sorpresa y me alegre por él, y justo en ese momento dejé de verlo cómo un posible demente y me lo terminé de creer del todo: era un verdadero lunático.

Quedaba poco para el amanecer, y quería preguntarle más cosas antes de entrar a la cafetería a desayunar. Me causaba una tremenda curiosidad saber cómo iba a volver a su casa …”En aproximadamente una hora comenzará una breve tormenta eléctrica, y un rayo temporal vendrá a buscarme, y está cerca”...y me señaló al fondo, a las montañas que ya estaban cubiertas por unos enormes nubarrones negros, dejando solo al descubierto sus afilados y desafiantes picos.

Y antes de que el hombre feliz partiera, le pregunté qué era lo que más le había gustado de su visita al planeta azul, y mirando al cielo con la cara del hombre más feliz del universo, me contestó ...”En La Luna no hay viento, no llueve, así que imaginate el susto que me lleve cuando vi llover por primera vez; estaba en una cafetería, llevaba apenas unas horas aquí, y de repente escuché un repiqueteo en la ventana, y todo el mundo entraba despavorido, como si estuvieran huyendo de algo horrible. Yo salí valiente para comprobar de qué o de quién huían, cuando sentí la primera lluvia de mi vida, y la primera bocanada de viento que la acompañaba; al principio me asusté pensando que ese agua que caía del cielo me iba a desintegrar, que el fuerte viento que soplaba me iba a enviar de vuelta a mi casa. Y cuando fui consciente de qué nada de eso iba a pasar, me di cuenta de que era lo más fascinante que había visto en mi vida, y la disfrute, vaya que si la disfrute: los charcos los salté todos, la probé una y otra vez, jugué con el barro, y me senté en un banco a observarla hasta que se canso, acompañado por los últimos alientos del viento que hacían que todo volara a mi alrededor”…

Miró hacia el cielo y cerró los ojos, supongo que para sentir su última ráfaga de viento, y antes de despedirnos y darme las gracias por tan grato encuentro, me dijo ...”Pero, antes de irme, he de confesarte que lo que más me ha gustado de mi visita ha sido ponerme estas cholas, llevar esta parte de mi cuerpo al aire me ha hecho sentirme libre, créeme si te digo que  la vida en cholas se vive mejor. Me voy con el desconsuelo de no poder llevármelas”… Con una gran sonrisa y un fuerte y cálido abrazo, nos despedimos y entré en la estación sin mirar hacia atrás, mientras se empezaba a escuchar el sonido lejano de los truenos.

Al cabo de dos horas, anunciaban por megafonía que mi tren estaba a punto de llegar. Cuando salí me invadía la curiosidad por comprobar si el hombre feliz seguiría allí o si por el contrario el rayo temporal ya había pasado a recogerlo. Y al llegar al lugar dónde nos conocimos encontré sus cholas chamuscadas, las cholas que había llevado un auténtico lunático de La Luna.




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